En Cuba lo menos que podía pasarme era un ingreso en las mazmorras del régimen / entrevista a la Dra. Mercedes Cros Sandoval
Entrevisté en su casa de Miami Shores hace unos días a la docente
y antropóloga cubana Mercedes Cros Sandoval, sin pelos en la lengua y con humor
garantizado. Aquí les dejo la entrevista:
“En Cuba lo menos que podía
pasarme era un ingreso en las mazmorras del régimen”
(El escritor William Navarrete entrevista a la Dra. Mercedes
Cros Sandoval, exiliada, antropóloga y docente cubanoamericana)
Conocí a Mercedes Cros Sandoval a fines del siglo pasado
cuando el pintor Ramón Alejandro, de larga vida en París e instalado en Miami en
aquel entonces, me la presentó. Ambos se interesaban en temas relacionados con
los estudios afrocubanos, razón por la cual cuando coordiné y publiqué el libro
1902-2002 Centenario de la República Cubana (ediciones Universal, 2002) le
propuse que fuera la autora del ensayo que, sobre este tema, era parte del
volumen.
Poco después, Mercedes comenzó a coordinar, en el marco del
Miami-Dade Community College, el programa “Las dos orillas”, como profesora del
Departamento de Ciencias Sociales de esta institución. Los encuentros tenían
lugar en el teatro Tower y en más de una ocasión me invitó a participar en diferentes
paneles. Finalmente, en 2014, me propuso entrevistarme para uno de sus
programas (episodio 28) de Historia
Cultural Cubana que filmaba, en forma de episodios, Tony Leal para el canal de
Miami-Dade Community College, en el campus norte. Los temas históricos que
abordaba en esas emisiones eran variados y, en mi caso, hablamos por más de una
hora acerca de la provincia de Oriente, un tema sobre el que Mercedes suele decir
que “sin Oriente no hay Cuba”. Tanto ella como yo nacimos en esa parte de la
Isla.
Como siempre, durante las entrevistas de esta serie, creo que
conozco bien al entrevistado, pero solo después del encuentro me doy cuenta de
que no sé ni la mitad de su vida y obra. Con Mercedes y la llaneza con que suele
hablar, sus expresiones tan criollas, su sentido del humor, agudeza y experiencia
el exilio cubano ha tenido a una muy digna representante. Y sus amigos, como
yo, a alguien que nos ha abierto siempre las puertas de su casa en Miami Shores, en
donde vive ininterrumpidamente desde 1968. Una casa que es la viva estampa de
su propia cubanía, que recuerda a aquellas de La Habana o cualquier reparto de
Cuba en la década de 1950 y cuya hilera de palmas reales quise fotografiar
porque fue la razón fundamental por la que Mercedes se enamoró de esta calle, en
la que ha vivido por más de 50 años. Palmas reales que bordean toda su calle desde
la avenida 10 del nordeste hasta la bahía y el mar.
- Cuéntanos de tus orígenes y lugar de nacimiento
Ya pertenezco al selecto grupo de los nonagenarios. Nací en Santiago de Cuba el 12 de 1933, en la
calle San Basilio entre Reloj y Clarín. Mi padre, Juan Cros Capote, era
médico y, cosa rara para la época, feminista. Un día le dijo a mi madre que de
sus tres hijos (dos hembras y un varón) había que priorizar la educación de las
hembras porque el varón siempre podría arreglárselas solo. Mi abuelo paterno era
de Sitges, en Cataluña, y mi abuela paterna, Mercedes Capote, venía de una estirpe
de patriotas santiagueros.
En cuanto a mi madre, Mercedes Cros Arrué, era originaria de
Baracoa. Descendía por parte de su madre, Elena Arrué Demar, de un corsario que
operó siglos antes en esa región oriental. Los recuerdos que tengo de ella son
que era una ferviente católica y un ángel de bondad.
- ¿Conociste
Baracoa?
No solo la
conocí, sino que, aunque nací en
Santiago de Cuba, viví en Baracoa hasta los 10 años de edad. Mi padre fue
médico en esa ciudad. Como sabes fue la primera villa y capital de Cuba. Era
muy amigo de Anselmo Alliegro,
ministro de Fulgencio Batista, hasta que se disgustaron y fue una de las razones
por las que nos fuimos de allí.
Para mí Baracoa es el lugar más lindo del mundo. Su naturaleza,
extremadamente generosa, no deja indiferente a nadie. Tenía un olor a monte muy
especial, y había campos repletos de mariposas. A mi padre le regalaron un
almiquí, una especie endémica de esa región y muy rara, y me dio la misión de
alimentarlo. Como la comida predilecta de este animal es el cangrejo yo tenía
que capturarlos para alimentar al animalito.
Las comidas de Baracoa eran muy diferentes de las del resto de
la isla. Por ejemplo, se comía mucho cobo, tanto crudo como cocinado. También el
bacán, que es la manera baracoense de elaborar el tamal, envolviéndolo en hojas
de plátano o maíz. También el tetí, pequeño pez de la región, los enchilados de
cangrejo con leche de coco, el pudín de boniato y los cucuruchos de coco
rallado y papaya. Sin olvidar todo lo derivado del cacao, uno de los frutos
propios de la zona, con el que se hacía el chorote, una bebida con cacao, leche
de coco y espesada con maicena que se tomaba en jícaras. Y un turrón de semillas
de marañón que nunca mas volví a comer.
- ¿Dónde cursaste tus primeros estudios y qué influencias
recibiste?
Estudié hasta quinto grado en Baracoa, en una escuela fundada
por dos bautistas, Herminia Columbié y su esposo Gelasio Ortiz Columbié, que se
llamaba Martí. Ellos eran librepensadores y eso influyó mucho en mi educación. Gelasio
había sido incluso director de la Logia Masónica de Baracoa.
De la misma manera la instrucción que recibí de mi padre fue
vital. Era un gran admirador de Oscar Wilde, y un día me dio su libro De
profundis y me dijo que tenía que leerlo. Fue alguien muy especial, que defendía
a los homosexuales y, entre sus pasiones, estaba el coleccionismo de polymitas
picta. Al punto que dos de ellas se llaman crosianas porque Cros era su apellido
y fue él quien las descubrió. También tuvo una importante colección de piezas
arqueológicas taínas de la cual dan cuenta los catálogos especializados en estas
cuestiones, pues era miembro del grupo Guamá y parte la Comisión Nacional de
Arqueología. Parte de las 500 piezas de su colección fue vendida a la Universidad
de Oriente en la década de 1950 y forman parte de los fondos el Museo universitario.
Allí vivimos hasta 1943 cuando por un pleito con Anselmo Allegro
mi padre se fue de Baracoa.
- ¿Y qué pasó después?
Nos instalamos por dos años en Santiago de Cuba, en la misma
casa en donde nací y me matricularon en el colegio Herbert, dirigido por dos hermanos
masones. Por supuesto, soy un producto de todas estas influencias, y siempre
digo que sin los masones Cuba nunca se hubiera independizado.
Santiago estaba compuesto por una sociedad variopinta maravillosa.
Para que tengas una idea en mi cuadra de San Basilio había una bodega china en
la esquina con calle Clarín, a donde comprábamos los camarones secos para hacer
caldos. Luego había una carnicería a donde me enviaban a comprar bofe (los
pulmones de las reses) para darle de comer a mi perro Tarzán. Luego venía la
casa de una mulata partera y le seguía la de una familia que descendía de ingleses.
Después estaba mi casa propiamente dicha, con zaguán, saleta, sala, comedor y
patio interior que daba a un precipicio por el que se bajaba por una escalera
mi abuelo en calzoncillos todas las tardes para tomar su siesta en la pajarera
que había construido allá abajo. Después venía la residencia de los Descamps,
que eran muy ricos, y luego la de una familia Villalón, que, aunque blancos,
practicaban muy fuerte la santería. Después la casa de los Chepín-Choven,
famosos músicos, que tenían muy malas pulgas ya que cada vez que la pelota se
nos iba del otro lado de su cerca formaban toda una tragedia. Después estaba la
casa de los Nuri y, enfrente, la de unos villaclareños cuya mujer cantaba óperas
a voz en cuello. Y al lado de ellos vivía la novia del lechero, pareja conocida
por los mates eternos que se daban en el portal. Al final estaba la casa de
unos espiritistas.
- Pero tengo entendido que también viviste en Guantánamo…
En efecto, en 1945 nos mudamos para Guantánamo, otra ciudad
oriental de la que guardo recuerdos maravillosos. Un sitio que siempre me dio una
sensación de alegría y libertad, además de que se respiraba prosperidad gracias
a la base norteamericana. Allí vivimos en la calle Máximo Gómez Sur, a dos
cuadras del parque. Guantánamo era el pueblo más limpio que he visto en mi vida
y siempre digo que ojalá el día en que muera lo haga pensando en las imágenes
que conservo de esa ciudad. A mi madre, en cambio, no le gustaba mucho, y mi
padre le decía para hacerle ver la excepcionalidad de aquel sitio: “Elena, por
favor, ¿no ves que las guantanameras toman whisky?”.
Allí estudié en un colegio de la misión episcopal llamado
Sarah Ashurst, en el que cursé toda la secundaria hasta 1950.
- ¿Fuiste a la Universidad?
En 1950, dejé Guantánamo y me fui a La Habana en donde estudié
y me gradué en Ciencias Sociales en su Universidad. Yo vivía en calle 13 N°
1015, en casa de familiares en el Vedado. Aquellos cinco años para lo que sirvieron,
como digo yo, fue para hablar mucha cáscara de piña. Eso sí, aprendí muy bien el
alemán y el inglés, pues pretendía hacer carrera diplomática. El ambiente se
caldeó a partir del golpe de Batista de 1952.
Al terminar mi carrera un amigo de mi padre, el Dr. Morales Patiño,
a quien yo visitaba y que era el médico de la tienda El Encanto, en donde tenía
su consulta en el segundo piso, formaba parte del grupo de personas apasionadas
de antropología. El Dr. Morales había traído a Cuba a unos antropólogos de universidades
norteamericanas y como agradecimiento muchos de estos crearon becas para formar
a jóvenes cubanos en los campus universitarios de Estados Unidos. Entonces el
doctor me preguntó si quería irme a estudiar dos años a Tallahassee y mi respuesta,
antes de aceptar, fue: “¿Y eso dónde queda?”.
- ¿Así llegaste a Norteamérica?
Exactamente. Estuve entre 1956 y 1957 estudiando Antropología
en Tallahassee, y allí me enamoré de Léster Sandoval, un puertorriqueño que estudiaba
Meteorología. Fuimos a La Habana a casarnos en 1957, y como él ya había terminado
sus estudios nos mudamos a Puerto Rico a fines de ese año pues él consiguió una
plaza en la base aérea de Ramey Field. Esa fue la razón por la que mis dos primeros
hijos, Carlos Juan y Lydia, nacieron en Puerto Rico.
Allí di clases por las noches como profesora durante tres
años hasta 1960.
- ¿O sea que no viviste en Cuba durante el tiempo que
precedió y siguió al triunfo de la revolución de 1959?
Y me alegro no haber estado porque en el verano de 1960 nos
pasamos dos meses en La Habana y aquello fue más que suficiente para que me diera
cuenta de que era comunismo lo que venía. Fui a Santiago de Cuba a despedirme de
mi abuela, a sabiendas de que no la volvería a ver, porque ella de ninguna manera
iba a dejar Cuba. Y un 8 de septiembre de 1960 salí definitivamente de Cuba, esta
vez hacia Nueva York, en donde mi esposo había matriculado en un máster y en
donde nació también Ricardo, mi tercer hijo.
- ¿Y luego?
En 1962 le dieron a Léster un puesto en
la base aérea de Torrejón de Ardoz, cerca de Madrid, aunque siempre vivimos en
la capital española, en la avenida de Baviera. Mi cuarta hija, Mercedes, nació
allí y cuando mis padres pudieron salir de Cuba en 1966 fue en Madrid en donde
los recibí.
Por supuesto, como estudiante y estudiosa eterna, me
matriculé en la Universidad Complutense donde hice un doctorado en Historia de
América. Cuando terminaron los cuatro años de contrato de mi esposo en la base,
regresamos a Estado Unidos. Fue entonces que, buscando acercarme
geográficamente de Cuba, le dije que postulara para un puesto en Charleston, Carolina
del Sur, pues en aquella época creíamos que la caída del castrismo era cuestión
de meses.
- ¿En qué momento decides instalarte en Miami?
En 1967 me separé de mi esposo y vine para Miami con mis padres
y mis cuatro hijos menores. Un poco con el rabo entre las piernas, como se dice.
Entonces fui a ver a Rosita Abella, la fundadora de la
biblioteca cubana en la Universidad de Miami, y ella me recomendó para que me
aceptaran como profesora. Al parecer como yo siempre he sido un poco “echada
para alante” no le caí muy bien a mi entrevistador, el cual me propuso impartir
cursos de Historia del Cono Sur americano, la única región que no formaba parte
de mis estudios y de la que tenía menos conocimientos.
Entonces una amiga me dijo que fuera a ver a un espiritista
cubano muy famoso que vivía aquí en Miami y le hice caso. Apenas entré a su casa
el espiritista me dijo: “Tú eres alemana”. Lo cual no estaba muy lejos de la realidad
porque antes de visitarlo había estado hablando alemán en otro sitio. Entonces
me dijo: “Te van a proponer dos trabajos, acepta el del martes”.
- ¿Y sucedió así?
Así fue. Poco después
iba yo con mi prima Rosa María camino de Hialeah y en una gasolinera vi una
señal que indicaba el Miami Dade College North. Le dije que quería llegarme
hasta allí y preguntar si tenían cursos de Antropología en sus programas. Eso
hice e inmediatamente llamaron a la Decana de entonces que me dio trabajo. Entré
en esa institución educativa en 1968 y allí estuve hasta 1978 que pasé al Interamerican
Center hasta que me retiré hace unos años. Consagré prácticamente la mitad de
mi vida a la docencia, formando a alumnos e implicándome en temas comunitarios.
- Fuiste parte muy activa de la acogida a los cubanos
que llegaron por el Mariel, algo que sé porque leí el libro que escribiste
sobre el tema.
Imagínate que por el
Mariel llegó mi hermana que no veía desde hacía 20 años y que se había quedado
trabada en Cuba. La Universidad me dio la misión de ser una intermediaria de
los cubanos que llegaban y creé entonces un programa de Mediclinica, del que
fui directora de salud mental y daba clases a la vez en el College. Escribí Mariel
and cuban National identity (1986) que publiqué en la editorial SIBI, que
dirigían Nancy y Juan Manuel Pérez-Crespo en Miami.
- ¿A ti siempre te interesaron los temas relativos a las
religiones afrocubanas?
Mi tesis universitaria
en la Complutense de Madrid, dirigida por el Dr. Ballesteros, había sido sobre estudios
afrocubanos. He escrito y publicado varios libros sobre este tema. A Lydia Cabrera,
la eminencia cubana en la materia, la había conocido de jovencita en La Habana,
pero fue en el exilio donde nuestra amistad cobró arraigo. Lydia era muy ocurrente,
nos hicimos amigos y me apodó “Cantaclaro”. Ella era una aristócrata de la
cultura, muy brillante y su casa en la calle Anastasia, estando aún viva su pareja
María Teresa de Rojas “Titina”, era un centro importante de la cultura cubana en
el exilio. Fue además un firme baluarte de dignidad y decencia. Los “ñángaras”
de Cuba le mandaban mensajitos para invitarla, pero ellas los echaba a la papelera
sin responderles. Nunca quiso regresar a Cuba porque no deseaba hacerle el juego
a la dictadura castrista.
- Como tú, ¿no?
Sí, como yo. A pesar de que, como a Lydia, no me faltaron los
mensajitos, comenzando por el de monseñor Walch, el primero que me dijo en
épocas del Mariel que yo le hacía mucha falta a Cuba y que debía pensar en hacer
un viajecito a la Isla. Y le respondí que en Cuba con la lengua que tenía lo menos
que podía pasarme era un ingreso sin salida en las mazmorras del régimen.
Lo único que lamento a
estas alturas es que sé que moriré sin volver a ver los campos repletos de
mariposas de la Baracoa de mi infancia. Pero también sé que me iré recordando
la alegría de las calles guantanameras y la belleza de los paisajes de mi tierra
oriental. ¡Y eso sí que nadie me lo podrá quitar!
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