Vareo de olivas y regreso a la vida bucólica – Alpes marítimos franceses
Hace algún tiempo no escribía en el blog. Estaba ocupado en otras cosas, pero aún así no he parado de viajar (con las limitaciones de la pandemia esta que parece no acabar nunca y sobre la que pienso que ya le han cogido el gusto a tenernos trancados).
Así las cosas, anduve varios días de enero por la trastierra de la Riviera
francesa, en uno de los pueblos a los que suelo ir desde hace años. Enero es un
mes cruel, hay frío, viento, nieve y, lo peor, no hay casi nada que recolectar de
los árboles… excepto, las olivas.
Los olivares están cargados de la variedad típica de los Alpes Marítimos franceses, la llamada "caillette" (pero que los de Niza llaman "pichuline", es decir, "pequeñita". Estas olivas son pequeñas, ovaladas, negras y muy sabrosas. Entonces nos dedicamos al “vareo” de las olivas (en francés: “gauler les olives”) que no es otra cosa que con una vara larga, concebida para ello, caerle a palazos a las ramas para que las olivas caigan en una especie de red (previamente instalada al pie de cada olivo) y que facilita la recogida ulterior. Una vez recolectadas, viene el largo trabajo de selección, seguido de la preparación de la salmuera (a base de sal gruesa y hierbas de Provenza), para, posteriormente, colocarlas en bocales o pomos esterilizados cubiertas por esa salmuera y esperar cinco o seis meses para que estén listas para consumir.
La oliva requiere de paciencia. No se puede comer directamente del árbol,
ni siquiera dejar, como sucede con casi todos los frutos, que se madure. Hay que ponerla
en salmuera y esperar seis meses. De ahí, la pícara frase en español de “te puso
o te puse en salmuera” para referirse a alguien a quien uno pone a prueba (o nos pone) observándole(nos) durante determinado tiempo.
Una vez terminada la recolección de las olivas, la otra gran distracción de
esta vida bucólica era bajar a la finca, a orillas del río, a comprar huevos acabados
de sacar del gallinero. La gente que tiene esta finca también cultiva vegetales
y hortalizas y los clientes (pocos, dado la escasa cantidad de habitantes de la zona en esta
época invernal) sacan de la tierra lechugas, coles, alcachofas, remolachas, berros, acelgas, o lo que
sea, y pagan un precio global por cada cesto lleno que se llevan. Una manera realmente
alternativa de consumir, mucho mejor que la de los supermercados
comerciales tontos que pretenden vendernos alimentos “orgánicos” de los que no
sabemos si lo son realmente.
Aquí les dejo fotos de ambos eventos. De más está decir que esos huevos de gallinero cocidos en
tortillas de cepas u hongos recolectados por nosotros mismos en los bosques
aledaños, con perejil y cebollino del jardín, son como el elíxir de los dioses. Ni
se parecen a los huevos cotidianos que se compran en tiendas o
mercados. De hecho, observen que no hay uno igual que el otro, debido a que cada gallina se alimenta libremente de lo que encuentra y no hay uniformidad.
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