Entrevista a Manuel Reguera Saumell "Salí de Cuba con la soga al cuello" - Cubanet
Me dio gusto entrevistar para Cubanet a Manuel Reguera Saumell, quien, nonagenario, vive en Barcelona. Dramaturgo, arquitecto y novelista me contó muchas cosas que ignoraba. Aquí dejo la entrevista, el enlace y demás.
“Salí de Cuba con la soga al cuello”
Entrevista al dramaturgo, novelista y
urbanista cubano Manuel Reguera Saumell
William Navarrete
Nació en el antiguo central azucarero
Francisco cuando Gerardo Machado comenzó su primer mandato (1928), estudió Arquitectura
en la Universidad de La Habana, trabajó en el Plan Director de La Habana como
urbanista, escribió piezas de teatro muy exitosas y hace más de medio siglo que
vive en Barcelona, tierra de sus ancestros paternos, en donde ya había vivido
de niño. Es Manuel Reguera Saumell y su novela La noche era tan joven y
nosotros tan hermosos es probablemente uno de los libros más reveladores de
los años que precedieron el triunfo de la revolución de 1959 con una intriga en
la que el ingrediente homoerótico (el cambio de orientación sexual de uno de
los personajes de la trama) lo convierte en un agudo narrador en este ámbito.
Reguera Saumell es el autor de la obra que
mejor describe la vida circense en la Cuba republicana. El circo era el único
espectáculo que llegaba a los pequeños pueblos de la isla. Su pieza Tulipa
(llevada al cine luego por el director Manuel Octavio Gómez) es la obra por
excelencia que rinde homenaje a tantos artistas circenses que hicieron soñar a
miles de niños en los campos de la Cuba de otros tiempos.
Pude entrevistarlo en medio de varias
peripecias y tuvimos que posponer nuestro intercambio porque enfermó de covid y
a sus 93 años logró rebasarlo.
- Cuéntame de Francisco y de la vida en
ese pueblo recóndito en torno a un central azucarero cubano en la década de
1930.
Francisco fue el nombre del fundador de la
fábrica de azúcar, el asturiano Francisco Rionda Polledo, quien la construyó en
1899 a pocos kilómetros del puerto de Guayabal, al sureste de Camagüey, y que
hoy se llama Amancio Rodríguez. Después de la división administrativa de la
isla de 1976 ese sitio ha quedado en la provincia de Las Tunas. Una hermana de
Francisco se casó con Alfonso Fanjul, el abuelo de los Fanjul actuales, y por
esa razón cuando nací ya el central estaba en el giro de este poderoso consorcio
azucarero en el que entrarán luego, por alianzas maritales, los Gómez-Mena. Pero
lo más conocido de ese sitio ha sido desde entonces la canción de Benny Moré Francisco-Guayabal,
que todo el mundo ha escuchado, inspirada en el tramo que recorre el tren entre
el central y el puerto.
Francisco era esencialmente un pueblo de
estilo norteamericano. Todo recordaba la organización de una comunidad del sur
de Estados Unidos en que las infraestructuras, el urbanismo, las construcciones
de casas de maderas con techos de zinc a
dos aguas y la vida cotidiana eran más americanas que cubanas. Ese tipo de
pueblo era muy corriente en la antigua provincia de Oriente (Chaparra, Macabí,
Banes, Felton, Nicaro, Preston, etc.). En el batey (casas y comercios en torno
a un ingenio) mi abuelo materno era el empleado más viejo de la fábrica de
azúcar y mi padre, un catalán originario de Canyellas, naturalizado en Cuba, tenía
una quincallería llamada La Postal en la que se vendía todo tipo de productos.
Cuando nací me llevaron a vivir a Canyellas
(un pueblo al sur de Barcelona en donde mi abuelo paterno era el maestro de la
escuela) y allí viví hasta los 8 años. De modo que regresé a Francisco en 1936
y terminé mis estudios primarios en el ingenio.
- ¿Consideras que el germen de tu obra
futura se debe a la vida en Francisco?
Excepto el circo, que sí ocupa el centro
de mi pieza Tulipa, la infancia en aquel pueblo es algo que he querido
borrar de mi memoria. No creo que haya tenido una infancia feliz. Yo era
tímido, huraño y feo, y solo quería pasar desapercibido. Para colmos, en mi
familia, supongo que como en todas las familias, había problemas. Me daba
clases un cura apellidado Falgueras que había colgado el hábito para unirse a
una monja carmelita que, aunque no lo creas, se llamaba Carmelita. La monja era
alcohólica y se refugiaba en mi casa a pasar sus melopeas porque era una protegida
de mi tía.
De aquel paisaje recuerdo los paseos con
mi padre que tenía un barquito en el puerto de Guayabal con el dentista y el médico
del pueblo. Me llevaba de excursión por la cayería de los Jardines del Rey y de
la Reina y lo único que recuerdo es que detestaba profundamente aquellas
expediciones en sitios que ahora la era castrista ha descubierto para el
turismo, pero que en aquel entonces permanecían completamente vírgenes y
plagados de mosquitos.
- A tu infancia en Francisco
siguieron tus estudios secundarios y bachillerato en los Escolapios de Camagüey.
A los 14 años me internaron en Camagüey
para estudiar en los Escolapios de esta ciudad. Fueron cinco años de encierro
en los que el único contacto con el mundo exterior eran las misas en la hermosa
iglesia neogótica del internado. Entonces pasaba los fines de semana más
aburridos del mundo en casa de mis padres en Francisco. No recuerdo nada
especial de aquel plantel de curas. Todo era estúpidamente normal. El único un
poco diferente era el padre Ullastres, que impartía música y se había dado
cuenta de que yo era un poco diferente de mis compañeros de plantel, casi todos
guajiros catetos, enviados por sus familias adineradas a estudiar en aquel instituto.
El único alumno que sabía que Beethoven no era un jugador del equipo Almendares
era yo. Por eso el padre Ullastres me llevaba al Teatro Principal y en ese
mismo sitio me presentó al gran Jorge Bolet después de haber interpretado a
Chopin durante un concierto inolvidable. Los Escolapios se caracterizaba por
tener un equipo de baloncesto muy bueno, pero a mí no me interesaba el deporte.
Es más, cada año teníamos que hacer un espectáculo en un estadio, que llamaban field-day,
y había que practicar ejercicios de calistenia para aquel aburrido show. Mi
interés era tan escaso que siempre me equivocaba de movimiento.
- Fue entonces, al finalizar tu
bachillerato, que decidiste estudiar arquitectura y, para esto, te instalaste
en La Habana en donde matriculaste en la Universidad. ¿Qué recuerdos tienes de
aquel periodo?
Empecé a estudiar en la Universidad a
principios de 1950. Me gradué de arquitecto con especialidad en urbanismo. En
esa época vivía en 25 y N, en El Vedado, pues era el barrio en donde cursaba
estudios. Parte de mi estancia en la Escuela de Arquitectura coincidió con los
movimientos estudiantiles contra el gobierno de Batista. Había dos grupos: los
del 26 de julio y los del Directorio Estudiantil que dirigía José Antonio Echeverría,
hasta que el primero absorbió prácticamente al segundo. Echeverría también
empezó sus estudios de arquitectura en 1950 y era compañero mío de clases. Muchas
veces le pasaba mis notas porque él faltaba con frecuencia ya que estaba en
todo ese rollo político. Hasta que lo mataron en 1957 como todo el mundo sabe. Para
vergüenza mía nunca participé, ni me inmiscuí, en nada de eso.
Además, la universidad era un relajo pues abría y cerraba constantemente. La prueba es que comencé en 1950 y ocho años después todavía no me había graduado. Eso hizo que dos de las asignaturas que me faltaban las terminé ya con el triunfo de la revolución. Mi tesis de grado fue en un pueblo llamado Jaruco, en el campo de La Habana, en donde tuve que trazar el Plan Director. Una labor que creo que ejecuté francamente bien.
- ¿En qué condiciones te sorprende el
triunfo de la revolución de 1959?
Yo fui de los imbéciles que creyó en aquel
triunfo. En esa época ya había empezado a trabajar en el Plan Director de La
Habana, en el ámbito del urbanismo, y el triunfo de la revolución coincidió con
un periodo de gran creatividad, al menos en lo que me tocaba. Hubo un momento
en mi vida, ya en 1959, en que alternaba mis actividades como arquitecto (por
las mañanas) con las de asesor del Conjunto Dramático Nacional de Teatro que
dirigía Gilda Hernández (por las tardes).
En 1961, la Unión de Escritores de la Unión Soviética hizo una invitación para que escritores de la Isla fueran a visitar Moscú y entonces Marta Arjona (que era buena amiga mía) me envió junto a Onelio Jorge Cardoso. Estuvimos un mes allí, pero con la crisis de bahía de Cochinos nos obligaron a regresar. Mientras a mí todo lo que vi en la Unión Soviética me pareció tremenda basura, Onelio, que era comunista, estaba encantado y me decía que aquello le parecía un cuento de hadas. No me explico cómo.
- ¿Es entonces cuando te metes de
lleno en el teatro y escribes tus primeras piezas?
En realidad, mi estancia en la universidad
coincidió con mis primeros pasos como dramaturgo. Fue Rine Leal (muy buen amigo
mío) quien me pidió que escribiera una obrita para sus alumnas. Lo hice y la
titulé Sara en el traspatio. Cuando Rine la leyó consideró que valía la
pena que la ampliara a tres actos. En 1959 obtuve con ella el primer premio
nacional que daba la Dirección Nacional de Teatro. La puesta en escena fue de Rubén
Vigón y se estrenó en el Teatro de Bellas Artes, un 23 de abril de 1960 con un
reparto inicial en el que estaban Mary Munné, Rosa Felipe y Lidia Hernández,
aunque más tarde se volvió a escenificar con otros actores entre los que
recuerdo a Lida Triana, Octavio Álvarez, Mercy Lara y Marianela Rosa.
Como había ganado aquel premio la llevaron
por diferentes teatros de ciudades y pueblos de provincias, pues conectaba muy
bien con el público ya que tenía algo de telenovela y en aquella época la gente
era aficionada a este género. Rine decía que él me consideraba “el cronista del
pueblo”, lo cual nunca supe si debía tomarlo como un elogio. Fue entonces que
se puso en el teatro Arlequín, dirigida también por Vigón, y esta vez con María
de los Ángeles Santana, Juanita Capdevila, Miguel de Grandy, Carmelina
Banderas, entre otros.
Luego, en 1961, vino El general Antonio
estuvo aquí, interpretada por Ernesto Contreras, Melva Rojo, Carlos Peña,
Mequi Herrera y otros que olvido y que pasaron por la sala de El Sótano. Le
siguió Recuerdos de Tulipa, en 1962, también en El Sótano, dirigida por
Vigón y con Idalia Anreus, Bernardo Menéndez, Dora Marbritt, Jorge Losada,
Sindo Triana y Sandra Gómez. Por último, de ese periodo, La calma chicha
(1963) por el Teatro Experimental de La Habana y con Verónica Lynn e Idalia
Anreus.
Cuando ocho años después decidí abandonar
el país, el oficial de Emigración decidió que cuatro piezas mías (Propiedad
particular -premio UNEAC-, Copérnico, La hora de los mameyes
-para televisión- y Quirino con su tía) debían ser revisadas y las echó
en un cesto de basura antes de mi salida. Por supuesto, nunca más aparecieron y
hoy las doy por perdidas.
Debo decir que debo al interés y dedicación
de Rosa Ileana Boudet que se hayan salvado mis otras cinco piezas pues fue ella
quien las rastreó en revistas, libretos y otras fuentes y las reunió en un
libro que publicó en las Ediciones de La Flecha, y tituló Teatro incompleto
de Manuel Reguera Saumell.
- Pero se salvó
La soga al cuello…
Se salvó, pero fue la que me ahorcó. La
soga al cuello, de 1967, fue mi última obra en Cuba y el detonante de mi
salida. Había sido representada por Taller Dramático y dirigida por Gilda
Hernández. Actuaban en ella Miguel Navarro, Eduardo Moure, Amelia Pita, Magali
Boix, Yolanda Arenas, René de la Cruz, Juan Troya, Albio Paa, Helmo Hernández y
José Hermida.
La trama se desarrollaba en una casa de
gente de pueblo en El Vedado en donde se generó una discusión entre personajes a
favor del régimen y desafectos a éste. El caso era que gran parte del público
reía y aplaudía cuando intervenían los desafectos al régimen, a manera de
catarsis colectiva. Dos de los actores -Amelita Pita y René de la Cruz- estaban
molestos por lo que sucedía en la sala. Ellos eran los comisarios políticos del
grupo y buen “par de ya sabes qué”.
Así y todo, la pieza fue escogida para
representar a Cuba en el Festival Internacional de las Artes en México en 1968
y en esa puesta la actriz Lillian Llerena se aprendió su papel en una noche por
deserción de Yolanda Arenas. El propio Nicolás Guillén, con mucho tacto, me
anunció de que no había presupuesto para mí en Cultura, pero Carballido Rey que
era un buen amigo, consiguió que la Universidad de Guadalajara me invitara para
dictar conferencias. Por supuesto, el gobierno cubano me negó el permiso de
viaje y el propio Guillén me hizo saber que lo sentía mucho porque él se había
opuesto a esa prohibición. Y aunque parezca mentira, mi padre había estado preparando
silenciosamente todo en México para que la embajada española allí me acogiera,
algo que ni siquiera mi madre, Tony (mi pareja), ni yo sabíamos, pero los
esbirros de la Seguridad cubana sí.
Fue en ese momento en que me di cuenta de
que el gobierno me había incluido en la lista de los apestados. Por decirlo de
alguna manera, y valga la redundancia, salí de Cuba con la soga al cuello.
- Siempre has dicho que si te pidieran
salvar una de tus obras no dudarías en escoger Recuerdos de Tulipa, una
pieza de teatro que luego fue llevada al cine por Manuel Octavio Gómez. ¿Por
qué consideras que es una obra importante para ti?
Recuerdos de Tulipa
toca un tema que tiene que ver con el universo de mi infancia. En los pueblos
de campo cubanos había muy pocas distracciones y la llegada del circo era el
acontecimiento más esperado del año y, tal vez, el único. El Circo Santos y
Artigas plantaba su carpa cada año en el central en que vivía. En una carpa
aparte bailaba una mulata llamada Tulipa y la atracción principal era que se
encueraba prácticamente durante la función. Por supuesto, a los niños no nos
dejaban entrar y para mí aquel espectáculo era como la fruta prohibida. Tulipa,
que era una hermosa mulata que actuaba, decían, con mucho histrionismo, acaparaba
la atención de los niños que no podíamos asistir a sus funciones.
Su estreno como pieza de teatro fue
bastante accidentado porque Vigón se había empeñado en que Elena Burke (con
quien tenía gran amistad) hiciera el personaje, pero Elena se “echó para atrás”
porque era muy arriesgado que alguien con su prestigio se prestara para encueramientos
y otras licencias. Al final lo hizo Idalia Anreus.
Luego, a Manuel Octavio Gómez, quien había
terminado de filmar La salación, se le ocurrió llevarla al cine con el
nombre de Tulipa.
A él le interesaba el mundo del circo y lo desgarrador del personaje protagónico,
que se encueraba, pero se mantenía digna, algo que no sucedía con Beba, una
joven que se preparaba para remplazarla en el espectáculo pues ya Tulipa iba
perdiendo su lozanía. El director ya había filmado Los cuentos del Alhambra
(que no de La Alhambra), es decir, del teatro habanero Alhambra, y era aquel
universo entre teatro de variété y circo lo que le atraía.
Finalmente, en la película actuaron
verdaderos circenses, además de Alejandro Lugo, Alicia Bustamante, Rafael
Eguren, Teté Vergara, José Antonio Rodríguez, Daisy Granados y Omar Valdés. Hubo
varios problemas porque Anreus se negó a que la filmaran mostrando los senos y
Daisy Granados, que entonces acababa de debutar en la actuación y era una joven
bellísima, se quejó de los excesos del actor que hacía pareja con ella pues “se
pasaba de rosca” en las escenas y hubo que cortarlas casi todas.
El rodaje terminó en 1966 y se estrenó en
el cine América el 19 de octubre de 1967.
- ¿Fue entonces que presentaste (como
se decía entonces) la salida de Cuba y te fuiste?
Ni sueñes con que fue fácil. En 1968 fui a
la UNEAC a presentar mi “demisión”, que era un requisito para poder pedir la
autorización de salida de la isla. Me recibieron Nicolás Guillén, Marta Arjona
y Lisandro Otero. Los dos primeros siempre fueron afables conmigo, pero Otero
era una verdadera hiena y me dijo que me esperaba el mismo destino que a los
demás, o sea, que a los “desertores”. ¿En qué consistía ese destino? Muy
simple: En picar piedra, por cierto, junto a José Escarpanter, en la cantera de
Somorrostro. Algo terrible, pero para mí muy reconfortante porque pagaba así el
error de haberme codeado con aquella “gentuza revolucionaria”. Me lo tenía
merecido, sin contar que con aquellos dos años de trabajo forzado no tendría ya
nada que agradecerles.
- Frecuentaste a muchas personalidades
del ámbito de la cultura, algo que te convierte en testigo vivo de muchas
personas que han dejado huellas en la historia cubana. ¿A quiénes recuerdas en
especial?
Era muy amigo de la pintora Amelia Peláez,
que vivía en La Víbora, y la conocí porque un día fui a su casa y me presenté
pues me gustaba mucho lo que hacía. Desde entonces y hasta mi salida fuimos
amigos, y llegué a tener una colección fabulosa de sus obras que se quedó en
Cuba y, como sucede con quienes nos fuimos, se la repartieron. También fue el
caso con Antonia Eiriz, que conocí gracias al arquitecto Eduardo Rodríguez y a
quien pude volver a ver durante mis viajes a Miami. El pintor Víctor Manuel era
también íntimo amigo mío, e incluso vecino, pues vivía como yo en el último
piso de un edificio de La Habana Vieja y para pasar del mío al suyo solo tenía
que brincar un muro bajito que separaba a ambos edificios. Lydia Cabrera era
otra gran amiga, que también pude volver a ver en Miami junto a su compañera
María Teresa “Titina” Rojas. Y la cantante Elena Burke, que estuvo a punto de
convertirse en la Tulipa de mi obra, pero como ya conté antes, la escena del
desnudo no se adecuaba con su imagen.
- Cuando llegas al exilio decides no
revalidar tu título y, en realidad, te dedicas a la enseñanza.
En efecto, revalidar era muy engorroso y
con más de 40 años peor. Por eso al llegar a Barcelona comencé trabajar en la Escuela
de Artes Dramáticas Adrià Gual o EADAG, también grupo de teatro, que funcionó
hasta 1975 y había sido fundada por Ricard Salvat y María Aurelia Capmany. Justamente
entré en su consejo de dirección sustituyendo a esta última. Allí dirigí la
puesta en escena, en 1971, de la pieza La casa vieja de Abelardo
Estorino; La mandrágora, de Maquiavelo y mi propia obra La soga al
cuello, que dirigí en 1974 en la escuela y con el grupo de la Escuela de
Estudios Artísticos de L’Hospitalet, y estrenamos el Día Mundial del Teatro en
aquel año.
- Más tarde incursionas en la novela
y desde entonces has escrito varias. Y en todas hay siempre personajes
homosexuales y contenido homoerótico.
Mi primera novela fue Un poco más de
azul (2004), seguida de La noche era joven y nosotros tan hermosos
(2007), ambas en las ediciones Barataria. Luego escribí El adolescente
pálido (2009) y, por último, Retrato de Oswolt Krell (2015). En Un
poco más de azul, que se desarrolla en la época convulsa de las revueltas
contra la dictadura de Batista hay un jugador estrella de pelota que es gay. En
La noche era joven y nosotros tan hermosos el protagonista es homosexual
y sus relaciones también. En El adolescente pálido, la trama ocurre ya
en los primeros años del castrismo y es notorio el ambiente homofóbico en medio
de las delaciones, la paranoia y los castigos brutales. Y en la última los
protagonistas tienen una relación ambigua y ocurre en épocas del Mariel cuando
el Gobierno incitó a la población a realizar actos de repudio contra quienes
deseaban irse del país. No sé por qué, pero esos personajes surgen
espontáneamente cuando escribo.
- En 2011 recibiste el Premio René
Ariza y en esta ocasión fuiste homenajeado en Miami. ¿Qué vínculos has tenido
con el mundo cubano y con la capital del exilio?
Hay dos personas en el exilio a quienes
debo mucho por su interés en mi obra y su ayuda desinteresada. Son la escritora
y especialista de teatro Rosa Ileana Boudet y el escritor Juan Cueto-Roig. La
primera, reunió desde California, en donde vive desde hace un tiempo, mi teatro
incompleto. El segundo, ha releído mis tres últimos manuscritos con inmensa
paciencia, corrigiendo y sugiriendo arreglos, y le debo el gran interés que
manifiesta por mi obra. Miami aparece también en el epílogo de mi novela Un
poco más de azul. Hay un momento en que el narrador dice que allí todo
“tiene un bis”: la cerveza Hatuey, el café Pilón, la mantequilla Guarina, etc.,
y que toda la “Sagüesera” (el South West) se convirtió en un “bis” de La
Habana.
También Recuerdos de Tulipa
fue montada y presentada en 2014, en Miami, por Belkis Proenza y estrenada con
un elenco maravilloso. Yo no pude asistir por problemas de salud, pero me
contaron los detalles y, al parecer, la puesta duró tres meses y el teatro
estuvo siempre lleno.
En cuanto a Cuba por dentro, ni quiero
hablar de eso. Hace 10 años me diagnosticaron un cáncer del que pensé que no
iba a sobrevivir. Entonces, queriendo ver por última vez el sitio donde nací,
fui a la Isla después de más de cuatro décadas de ausencia. De más está que te
diga que no hallé nada de lo que me resultaba familiar. Todo me resultó
desesperadamente decepcionante. Mediocre. Me hospedé en el hotel Capri y
después atravesé la isla hasta Santiago. Desolación y miseria, fue lo que vi.
Un desastre. El cáncer no me llevó finalmente, pero el disgusto de haber visto
a Cuba en tal estado muy bien hubiera bastado para que no te hiciera el cuento.
¡De milagro todavía estoy aquí!
París, 18 de enero de 2022.
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