Entrevista al escritor Miguel Sales - para Cubanet
Entrevisto para Cubanet al escritor y ex preso político cubano Miguel Sales. Para leer la entrevista pulse aquí:
Y también la copio a continuación:
“A los 27 años había pasado ocho como
preso político y era un huésped asiduo de La Cabaña” (Entrevista al escritor cubano Miguel Sales)
William Navarrete*
Nació en la playa de Santa Fe, en el
municipio habanero de Marianao, un año antes del golpe de Estado de Fulgencio
Batista. Fue encarcelado en dos ocasiones, por atentar, según la jerga del
castrismo, “contra la integridad y la estabilidad de la Nación”. Vivió durante
ocho años de prisión en prisión y conoció muy bien las mazmorras del régimen,
las celdas de castigo y la condición de preso “plantado”, por negarse a llevar
el uniforme reservado a los presos comunes. Gracias a las negociaciones de 1978
entre Cuba y Estados Unidos, fue excarcelado junto a otros 3600 prisioneros
políticos. En Estados Unidos trabajó con los primeros periodistas del recién
fundado El Nuevo Herald, herederos de una vieja escuela de la que suele
decir que aprendió mucho. En 1981, fundó en Granada (Andalucía) la agencia de
traducción y organización de congresos Altazor y luego fue redactor y revisor del
Director General de la UNESCO en la Sede de la Organización, en París.
Excelente articulista, Miguel Sales ha
escrito varios libros de ensayo y poesía. Ha participado activamente en
campañas de denuncia contra el régimen castrista y fue uno de los promotores
del primer congreso de intelectuales cubanos, celebrado en París en 1979 bajo
el auspicio del Comité de Intelectuales para la Europa de las Libertades
(CIEL). También presidió durante cinco años la Unión Liberal Cubana y fue
vicepresidente de la Internacional Liberal, con sede en Londres. Desde hace
diez años vive una jubilación apacible en el sur de España.
En una visita reciente a París nos
entregamos a los placeres de la mesa, que es una de sus aficiones como
“gourmet” de probados conocimientos y visitamos una exposición en el teatro
Olympia sobre el movimiento parisino de las artes incoherentes que se adelantó
a las vanguardias artísticas del siglo XX de los que pocos saben. Como buen
conocedor de la cultura francesa, me explica por qué José Martí nunca entendió
esa mezcla de frivolidad y profundidad tan propia de los cenáculos
intelectuales y artísticos de París. Una exposición como la que vimos en el
Olympia hubiera atentado contra la austeridad del apóstol cubano, excelente
ejemplo para entender su visión del mundo. Y es que con Miguel Sales siempre
hay tema nuevo, desde los inicios de nuestra ya larga amistad, deliciosos
momentos, reflexión e, incluso, cubanía.
- No vas a escapar de la pregunta
sobre tus orígenes, la familia, el ámbito cubano en el que das tus primeros
pasos en la vida…
Vengo de un hogar de clase media baja
cubana que con esfuerzo había logrado establecerse en la holgura económica. Mi
madre era de Guane, el pueblo más al oeste de Cuba antes de que construyera el
de los reconcentrados del Escambray, al que llamaron Sandino. Se llamaba Aida
Figueroa Domínguez, era ama de casa y sus padres se habían instalado en Santa
Fe, al oeste de capital cubana. Mi padre, Miguel Sales Pérez, era matancero.
Ambas familias habían llegado a La Habana empujadas por la recesión que devastó
la economía cubana tras la Gran Depresión de 1929 y en los inicios vivieron en
el barrio de Buenavista, en que había de todo un poco, pero más de todo que de
poco.
Poco después nos mudamos para La Sierra, cerca
del colegio Las Ursulinas, y en las manzanas circundantes nos mezclábamos todos
los niños, sin consideraciones de clases sociales, para jugar, mataperrear y
meternos en los patios a tumbar mangos. Íbamos con frecuencia en bicicleta al
bosque de La Habana y no recuerdo más violencia que la política que se estaba
gestando ya con bombitas y petardos, que era como se le llamaba entonces a los
sabotajes. Nunca se me olvida el día que una tía mía llegó histérica a nuestra
casa y llorando nos contó que había sido testigo del ataque al Palacio
Presidencial. Aunque solo tenía seis años guardo vívidos los recuerdos de
aquella escena.
- ¿En dónde cursas tus primeros
estudios y cómo influyeron en tu formación?
Mis padres, como hacían muchas familias
cubanas de entonces, se ocuparon de la educación de sus cuatro hijos. A mí me
enviaron a estudiar la primaria internado en Loyola Military Academy que se
encontraba en Arroyo Arenas, cerca de Punta Brava, después de la curva de
Cantarrana y cerca de la Novia del Mediodía. Esa escuela la nacionalizaron y en
1961 y la convirtieron en la primera academia militar de “camilitos” que era
como se llamaban los cadetes del ejército castrista.
Loyola había sido fundada por Emilio
Cosculluela, un español, pero a diferencia del Colegio de Belén, la parte
religiosa contaba menos que la militar y los cadetes solo asistíamos a misa los
viernes y los domingos. En esa escuela fue cuando me enamoré de la lengua española
pues tuve un magnífico profesor llamado Mario Bara, un republicano español
exiliado en Cuba, al que le habían dado trabajo, sin miramientos, en una
escuela tan elitista. Por cierto, años después, haciendo unas gestiones en el
Ministerio de Educación después de 1959 me lo encontré y me enteré de que era
el viceministro de Educación en ese momento.
- Triunfa la revolución, tu familia
decide quedarse en Cuba y con la nacionalización de la enseñanza terminas
estudiando el ciclo de secundaria en la escuela pública. ¿Cómo viviste esos
primeros años?
Lo primero es que mi familia se queda en
Cuba por varias razones. Algunos de mis tíos maternos habían sido compañeros de
Fidel Castro en la Universidad y militaban en el núcleo del Partido Ortodoxo de
Santa Fe, junto a Juan Manuel Márquez y otros líderes del partido de Eduardo
Chibás. Las mujeres de mi familia se mostraban muy entusiastas con Fidel
Castro, pero por parte de mi padre todos sabía que el personaje era un pistolero
y un delincuente. Lo que sucedió fue que como tenían esperanza en recuperar lo
que les habían confiscado, que no era gran cosa, pero para quienes lo habían
trabajado representaba mucho, decidieron quedarse. Ya en 1962 habían cerrado
los vuelos y era demasiado tarde. Y, además, un buen día decretaron la ley del
Servicio Militar Obligatorio y ninguno de los cuatro varones de la familia
podía irse del país entre los 15 y los 45 años.
Como era muy aficionado a los deportes
–practicaba básket, voleibol y caza submarina– un día mr propusieron ingresar
en la EIDE (Escuela de Iniciación Deportiva Escolar) de La Habana, instalada en
la antigua Finca de los Monos, de Rosalía Abreu, para jugar en el equipo de
voleibol, y como tenía que cursar la secundaria y el bachillerato en la escuela
pública, estuve en tres centros diferentes, pero fundamentalmente en el
Instituto de Segunda Enseñanza de Marianao (llamado luego Manolito Aguiar).
Ya en esa época el adoctrinamiento estaba
en su apogeo. Lo único memorable de mi paso por el bachillerato fue conocer a
una profesora de inglés llamada Lilliam Lechuga, hija Carlos Lechuga, el último
embajador cubano ante la OEA y luego en la ONU. La profesora en cuestión llegaba
en un auto descapotable y se vestía siempre de manera elegante y provocativa,
de modo que a todos se nos caía la baba cuando la veíamos. Una vez se me ocurre
llevar escondido a Titico, un monito que tenía. El bedel que se llamaba
Manzano, era un viejito que cuidaba la puerta y ni cuenta se dio, pero cuando
estaba subiendo la escalera, delante de mí iba la mencionada Lechuga. Yo tenía
al monito escondido en la chaqueta, pero al parecer le llamó la atención el jersey
de color amarillo limón que Lillian llevaba sobre los hombros y saltó como una
fiera y se lo arrancó. De más está que te cuente que hasta consejo
disciplinario me hicieron con convocación a mis padres.
- ¿En qué momento caes preso la
primera vez y por qué?
Cuando terminé el Preuniversitario en
1968 intento irme del país. Con un grupo de amigos compré un barquito de motor
a un pescador en Jaimanitas con el pretexto de que queríamos hacer buceo y
pesca submarina. El barquito había que ponerlo a nombre del INDER, de modo que
era nuestro y no lo era a la vez, como todo con ese régimen. Así empezamos a
disimular, yendo los fines de semanas a Guanabo, a pescar y nadar, preparando
las condiciones para levantar el ancla y enfilar hacia la Florida en la primera
oportunidad. Éramos 19 el día en que salimos. Ya estábamos a 62 millas de las
costas cubanas cuando un barco mercante ruso nos vio e informó a un atunero
cubano que estaba en los alrededores. Estos en cuanto llegaron al sitio de
altamar en donde estábamos nos cayeron a tiros, pero por suerte como ni nos
movimos pararon de disparar y llamaron a una torpedera que demoró tres horas en
llegar, con lo cual imagínate lo lejos que estábamos lejos de la costa y, por
supuesto, en aguas internacionales.
Como legalmente hablando era menor de
edad –tenía 17 años– me condenaron a prisión hasta la mayoría de edad, es decir
hasta que cumpliera los 21 años, o sea, hasta 1972. En esos juicios te
asignaban un abogado de oficio que no veías hasta el mismo día en que dictaban
la sentencia que ya estaba escrita de antemano. Te sacaban de Villa Marista,
sede del G-2, te llevaban al tribunal en La Cabaña y allí se desarrollaba, en
apenas unos minutos, aquella pantomima delante de tres militares que se echaban
sobre los hombros una toga negra que parecía una toalla y el fiscal anunciaba
que habías atentado contra la estabilidad de la Nación. Entonces el abogado
defensor se ponía de pie y decía que la Revolución era generosa y pedía
clemencia, pero la sentencia ya estaba escrita y preparada desde mucho antes. Las
condenas eran desmesuradas y más que impartir justicia, su función era dar un
escarmiento a futuros opositores.
Durante el primer año de reclusión me
internaron en la cárcel Jaruco 2, un campo de trabajos forzados para presos
políticos menores que estaba en el antiguo ingenio Averoff, a 7 kms del poblado
de Aguacate. Cárcel, dicho sea de paso, con alambradas, torres de vigía y una
celda de castigo subterránea que habían acondicionado en el antiguo aljibe del
central. Estábamos internados 157 menores, de los cuales Luisito Cabezas solo
tenía 12 años. Le creábamos muchos problemas a los guardias y aunque no murió
nadie hubo muchas palizas, fugas, huelgas de hambre y broncas multitudinarias. De
allí logré fugarme, pero me pillaron y esta vez me mandaron para La Cabaña.
Como no acepté el “plan de rehabilitación” del gobierno me convertí de facto en
“preso plantado”, o sea, en los que nos negábamos a llevar el uniforme de los presos
comunes y aceptar las actividades previstas para “reeducarte”.
- ¿Cómo era la vida en las
prisiones en donde estuviste y con qué presos plantados conviviste?
Los presos plantados con los que conviví
venían del plan de trabajos forzados de Isla de Pinos, que el gobierno había
suprimido en 1967 porque muchos presos se habían suicidado y otros habían
muerto como consecuencia de los abusos. Estos presos vivieron durante largos
años en aquella famosa cárcel llamada Presidio Modelo en donde Fidel Castro
había sido preso de Batista y contaba en sus cartas a Naty Revuelta lo mucho
que leía y lo muy bien que cocinaba con los jamones y otras delicias que le
enviaban desde La Habana, en las que nos hacinaban por centenares.
En esta primera condena estuve en 14
cárceles, entre las que estaban las de Melena 2, Santa Clara, Manacas, el
Castillo del Príncipe y la de Guanajay, que fue la última antes de salir en
1972. Entre prisión y prisión conocí a muchos plantados pues en La Cabaña
vivíamos en galeras que eran como túneles semicirculares y abovedados propios
de una fortaleza militar del siglo XVIII.
Entre los plantados había un grupo al que
le llamaban “los presos de Fidel”. Eran condenados que por capricho o inquina
personal del “comandante” dependían directamente de él. Es decir, no se podía
tomar ninguna decisión, ni siquiera llevarlos a la enfermería, sin la
autorización del dictador. Entre ellos estaban los hermanos Mario y Francisco
Chanes de Armas, a los que les habían echado 30 y 25 años de cárcel
respectivamente. Mario había participado en el asalto al Cuartel Moncada, en la
expedición del yate Granma, había luchado en la Sierra, lo habían metido
preso en 1957 y al triunfar la revolución lo liberan. Pero en vez de aceptar el
cargo militar que le propuso Fidel prefirió volver a su trabajo en la cervecería
La Polar donde había comenzado a militar como sindicalista a principios de los
años 1950. Fidel por venganza y rabia, pues sabía que Mario era un hombre sin
miedo ni doblez, lo condenó a 30 años de prisión, que cumplió íntegramente
hasta que salió en 1990.
También estaba Jorge Vals, que fue mi
profesor de Filosofía en la cárcel, un hombre culto y encantador al que le
habían echado 25 años porque fue el único que tuvo el valor, durante el famoso
juicio contra Marquitos en 1964, de pararse y decir que el acusado era
inocente. Estaba Eusebio Peñalver Mazorra, antiguo oficial del Ejército Rebelde
que se alzó luego contra Castro en el Escambray y le echaron 30 años de los que
cumplió 27 y fue de los últimos en salir. “Peña”, como le decíamos, sufrió doblemente
en prisión, porque era negro y había sido militar, y los guardias le tenían
mucha inquina. También estaba Ernesto Díaz Rodríguez, escritor y jefe de un
comando que desde Miami se arriesgaba en venir en lanchas rápidas para sacar a
gentes de Cuba hasta que lo cogieron en 1969 y le metieron 30 años. Ángel de
Fana Serrano, quien siempre fue compañero de galeras mío y el cura Miguel Ángel
Loredo García, gran poeta y excelente pintor. Sin olvidar a Eleno Oviedo Álvarez,
a Gutiérrez Menoyo, César Páez, Huber Matos y Osvaldo Figueroa, al que llamaban
“Makeka” y era medio pariente mío, o al ingeniero Pepe Pujals Medero, un hombre
respetadísimo, sobrino de la primera ministra de Bienestar Social de Cuba,
Elena Mederos, que fue uno de los pilares morales de presidio.
Eran muchos los plantados, como el propio
Ángel Cuadra Landrove, poeta y abogado, condenado a 15 años de prisión en 1967
por conspiración y quien, tras salir de prisión e instalarse en Miami, dirigió
hasta su reciente fallecimiento el PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio.
- Pero en 1972 sales de la primera
condena y también del país ¿En qué circunstancias sucede esto?
En 1972 cumplo la mayoría de edad penal y
me liberan. Salgo en un contexto en que habían decretado en Cuba la “ley contra
la vagancia”, o sea, una ley que obligaba a todo el mundo a trabajar para el
Estado. Los únicos empleos que te proponían eran barrendero de calles,
enterrador o sepultureros y cocodrilero o cazador de cocodrilos en la Ciénaga
de Zapata. Yo me arriesgué a que me aplicaran 2 años de cárcel por no aceptar
nada de esto y, al final, conseguí un trabajo de estibador en un laboratorio
médico que estaba en la calle 60 y 11 en lo que hoy llaman municipio Playa.
Entre tanto, me casé con la pianista
Martha Marchena, tuvimos una hija y mis padres lograron salir del país con dos
de mis hermanos en 1973, rumbo a Miami. En junio de 1974 ya yo no podía seguir
viviendo en aquel país y después de estar entrenando durante varios meses tomé
un avión rumbo a Santiago de Cuba y desde allí una guagua hasta el central Los
Caños (luego llamado Paraguay) que se encontraba cerca de la bahía de
Guantánamo y que era el único lugar desde donde se podía nadar hasta la Base
Naval estadounidense.
Para entender la geografía de ese sitio
hay que estudiarla porque la bahía es muy extensa y tiene dos bolsas. La
primera, la que da al mar, es la de la base propiamente dicha y los pueblos
fronterizos de Caimanera y Boquerón, a ambos lados del estrecho que separa a
las dos bolsas. Y en la segunda bolsa los dos puntos este y oeste estaban muy
custodiados, quedando solo el central en cuestión como sitio menos protegido
porque la distancia era tanta que ellos pensaban que nadie se arriesgaría a
nadar tanto para lograr llegar a la Base.
Pero yo lo logré y cuando pisé tierra de
la base los americanos pensaban que era imposible, razón por la cual me
aislaron durante 15 días para hacer todas las averiguaciones. Al final, se
enteraron de mi historial de preso político, contactaron a mi familia en Miami,
etc. de modo que, dos semanas después, me montaron en un avioncito anfibio Catalina
y aterricé en el aeropuerto de Opa-locka.
- Sin embargo, vuelves a caer preso
en Cuba, y esta vez por cuatro años más…
Yo había dejado en Cuba a mi mujer y a mi
hija Milena y sabía que no les permitirían salir por el hecho de que yo me
hubiera escapado de la forma en que lo hice. De modo que, tras pasar un mes en
Miami, me asocié con Luis Zúñiga Rey y Rodolfo Luis Camps Verdecia, con quienes
había compartido prisión en Cuba, que también tenían a la familia en la Isla, y
compramos una lancha rápida para ir a sacarlos.
El plan era que Rodolfo desembarcara con
una bicicleta para no levantar sospechas, reuniera a todos los miembros de
nuestras familias y recogerlos dos días después en el mismo punto de la costa.
Uno de los mitos que el castrismo siempre ha inculcado y que la gente ha creído
es el de la isla inexpugnable e impenetrable, pero yo sabía que aquello era un
cuento y que todo era propaganda, de modo que nos lanzamos y entramos a plena
luz del día.
La tarde del 1 de agosto de 1974, dejamos
a Rodolfo en Peñas Altas, un punto cerca de Guanabo, pero tuvimos la mala
suerte de que un guajiro estaba por allí y al ver que solo desembarcaba uno de
nosotros y con una bicicleta, avisó a la policía. Eso, por supuesto, lo supimos
después durante el juicio porque en ese instante Rodolfo bajó del barco,
nosotros nos alejamos de la costa y al regresar dos días después vimos que todo
estaba muy militarizado con movimientos de policías y patrullas visibles desde
altamar. De modo que dimos media vuelta, pero ya ellos nos habían localizado y
cuando enfilábamos en dirección de Cayo Hueso el motor de la lancha se averió y
quedamos al pairo.
En poco tiempo estaba de vuelta al TR1, o
sea, al Tribunal Revolucionario 1, el que juzgaba a los acusados políticos, en
la misma Cabaña, de la que ya me había convertido en un huésped asiduo. A mí me
echaron 30 años y puedo decir que tuve suerte porque en la época a 9 de cada 10
“infiltrados” los fusilaban. Pero mi familia se movió mucho y el escándalo que
armaron fue tan grande que no pudieron darme paredón.
Luis Zúñiga y Rodolfo Camps Verdecia los
condenaron de manera similar. A Luis lo mantuvieron preso hasta 1988.
- Vuelves a la cárcel después de
este segundo juicio y permaneces preso hasta fines de 1978 en que te sueltan
cuando el indulto masivo de los 3600 presos políticos. ¿En qué contexto sucede
todo esto?
Estuve tres años en la cárcel de La
Cabaña y cuando la cerraron para convertirle en museo o centro turístico me trasladaron
al Combinado del Este. En La Cabaña, las galeras daban a los fosos en donde estaba
el paredón de fusilamiento, de modo que hubo épocas en que oíamos de madrugada
todos los preparativos pues las ventanas con barrotes daban al foso, y aunque
no podíamos ver lo oíamos todo, es decir, las voces de mando, las descargas, el
tiro de gracia. Todo.
Estando ya en el Combinado del Este en
1978 yo sabía que se estaba preparando el Festival Mundial de la Juventud y los
Estudiantes y que al año siguiente Cuba sería sede de la reunión de países no
alineados. A Fidel Castro no le convenía un escándalo y por eso era el momento
propicio para protestar mediante una huelga de hambre para llamar la atención
en el extranjero sobre nuestra situación. Ignorábamos entonces que, gracias a
la corriente del diálogo del exilio, con Jimmy Carter liderando este proceso,
se estaban llevando a cabo negociaciones para que Castro liberara a los presos
políticos, se abriera el país a la visita de la llamada, eufemísticamente,
“comunidad de cubanos en el exterior” y una serie de pequeñas concesiones para
mejorar la imagen de la dictadura.
Pero repito que de esas negociaciones los
presos políticos no sabíamos nada, pero sí de los acontecimientos oficiales que
se estaban preparando. Fue entonces que me lancé a una huelga de hambre de 21
días que por poco me cuesta la vida porque me metieron en el pabellón de
castigo del Combinado del Este que llamábamos “La Tostadora”, completamente
tapiado, cundido de mosquitos que no dejaban dormir por la noche y con
altavoces que emitían una música ensordecedora de charanga, que tampoco dejaban
dormir durante el día. De allí me sacaron directo para el hospital y si puedo
hacer el cuento es porque el que estaba trabajando en ese momento en el
hospital como preso era un amigo mío, el médico y ex comandante Rolando Cubela,
que literalmente me salvó la vida.
- Te he oído decir que te liberan
entre los cuatro primeros presos indultados…
En efecto, llegado el momento en que fructifican
las negociaciones, el comité mediador le pide a Fidel Castro que, como gesto de
buena voluntad, ponga en libertad a cuatro presos que Estados Unidos reclamaba,
antes de los 3600 restantes. Los escogidos fuimos: Tony Cuesta (que formaba
parte de los comandos L y se había infiltrado en 1966 por el Monte Barreto de
La Habana, lo habían capturado, le había explotado una granada en la mano con
la que pensaba suicidarse antes que entregarse, pero la granada le arrancó una
mano y lo dejó ciego, y así cumplió, ciego y manco, 12 años de prisión de los
30); Polita Grau (la sobrina del ex Presidente Ramón Grau San Martín que había
militado contra el régimen castrista desde el principio, había sido la
“madrina” de la Operación Pedro Pan y la habían acusado en 1965 de ser agente
de la CIA con lo cual su condena era de 30 años de cárcel de los que cumplió 14);
Sergio Tula Bitar (un ingeniero camagüeyano que había sido del Movimiento 26 de
Julio pero que se había rebelado contra el régimen) y yo (que tenía 27 años de
los cuales ya había pasado 8 en las cárceles del castrismo).
Fue entonces que fui indultado dos
semanas antes del famoso indulto masivo de los 3600 prisioneros políticos, que
se efectuó de manera gradual, a partir de noviembre/diciembre de 1978.
- ¿Cómo fueron y que hiciste
durante tus primeros años en el exilio?
En noviembre de 1978 llegué por fin a
Miami, con mi mujer y mi hija. La experiencia del exilio es desconcertante,
sobre todo para alguien como yo, que no había conocido nada parecido a una vida
normal durante su adolescencia y los primeros años de juventud. Y, además, el
salto de Cuba a Estados Unidos en 1978 era como pasar en pocas horas de
mediados del siglo XIX a finales del siglo XX. El escritor Pío Serrano dijo en
una ocasión que ese tránsito era la auténtica máquina del tiempo. Quizá esa
distancia se haya reducido en los últimos años. Aunque Cuba se ha empobrecido
aún más, las nuevas modalidades de comunicación –teléfonos móviles, Internet,
televisión por satélite, etc. – y la circulación de viajeros y turistas han
permitido una mayor difusión de informaciones y opiniones entre la población de
la Isla. La gente está más al corriente de lo que ocurre fuera y no se
sorprende tanto al llegar a un país extranjero. Pero en 1978 la distancia era
abismal.
La primera impresión era que uno llegaba
a un mundo atiborrado de objetos: automóviles nuevos, tarjetas de crédito,
supermercados llenos, publicidad multicolor, trebejos electrónicos, librerías
donde estaban todos los libros de todos los autores imaginables. Luego, había
que contraer responsabilidades individuales que en Cuba se desconocían:
trabajar disciplinadamente, pagar impuestos, etc. La otra cara de esos
compromisos era la libertad. La posibilidad de construir una vida que pudiera
sustraerse a la injerencia del Estado: estudiar, leer, viajar y opinar lo que a
uno le diera la gana, sin temor a la denuncia de los chivatos del CDR y la
represalia policial. Todo eso abría un universo de posibilidades vertiginosas.
En las semanas siguientes recibí
invitaciones para hablar de mis experiencias en varias universidades. Amnistía
Internacional, que me había nombrado “preso de conciencia del año”, me invitó a
visitar Londres y participar en los actos por el 30º aniversario de la
Declaración Universal de Derechos Humanos (1948). Fui en compañía de Elena
Mederos, a quien ya mencioné. Elena era una mujer excepcional. Tenía más de 80
años y seguía trabajando con ahínco y lucidez por la libertad de Cuba.
De Londres viajé a París, donde conocí a
los disidentes del CIEL, que luego nos ayudarían a organizar el congreso de
intelectuales cubanos en exilio, así como a otros escritores y artistas
exiliados, tanto de Cuba como de Europa Oriental.
- Trabajaste en El Nuevo Herald
en sus inicios. Cuéntanos de ese periodo, del periódico y quienes trabajaban
allí (director, redactores, diagramadores, etc.) pues es una etapa de la que ya
hoy casi nadie habla. Y cómo te instalas poco tiempo después en España y,
finalmente, en París.
Al volver a Miami empecé a trabajar en el
departamento de turismo del Condado Dade. Fueron dos años muy interesantes, que
me permitieron conocer a gente y países diferentes. Al cabo de ese tiempo,
decidí reanudar los estudios, algo que en Cuba nunca pude hacer. Ingresé en la
Universidad de Miami, en Coral Gables, donde obtuve una Maestría en Lengua y
Literatura Española y completé los créditos necesarios para el doctorado. Uno
de mis mejores maestros allí fue el catedrático Kessel Schwartz, que entonces
era decano de la facultad. Sabía mucho de literatura cubana y me ayudó a
asimilar métodos de filología que hasta entonces no había conocido.
Mientras cursaba la carrera, el director
del diario El Herald, Roberto Fabricio, me llamó para ofrecerme un
contrato de columnista. Empecé a colaborar con el periódico –escribía dos
artículos de opinión a la semana– y poco después Fabricio me pidió que me
incorporara a la sala de redacción.
El Herald –por entonces una versión reducida de The Miami Herald en
español– necesitaba buenos traductores de inglés-castellano que redactaran con
agilidad. De manera que, si bien era novato en la profesión, encajé sin
problemas en el equipo de redactores. Por entonces El Herald era un
proyecto reciente, inaugurado en 1976, y para llevarlo a cabo la dirección de The
Miami Herald había contratado a un elenco de experimentados profesionales
que habían ejercido el periodismo en Cuba antes de 1959 y luego habían trabajado
en las agencias de prensa de Nueva York, sobre todo en Associated Press (AP) y
United Press International (UPI). Entre otros debo mencionar a Fernando
Penabaz, Mimi Morales, Jorge Tallet (el hijo del célebre poeta de los años 30
José Zacarías Tallet) y el jefe de redacción, el legendario Antonio Bosch. El
encargado de la sección de deportes era Fausto Miranda, hermano del torpedero
del “Almendares” y de los “Yankees” de Nueva York Willy Miranda, y, sin duda,
uno de los mejores cronistas deportivos de Cuba. Entre todos ellos me enseñaron
el oficio y los recuerdo con mucho cariño y gratitud.
Al graduarme en la universidad, en 1984,
decidí viajar a España para escribir mi tesis doctoral. Llegué a Madrid en la
primavera de ese año y desde entonces he vivido en Europa. La tesis doctoral,
que nunca escribí, se convirtió en mi primer libro de ensayos, Nacionalismo
y revolución en Cuba, que publiqué años después. Primero, me instalé
en la capital española, donde trabajé de traductor y fui corresponsal de prensa
para diversos medios, entre otros Radio Martí. Luego, me casé con una
andaluza, Carmen Espinosa, y nos fuimos a vivir a Granada, donde fundamos
Altazor, una agencia de traducción, interpretación y organización de congresos.
Hacia 1993, obtuvimos un contrato de la UNESCO para celebrar una gran reunión
internacional en el nuevo palacio de congresos de la ciudad. En ese acto conocí
al Director General de la organización, el ex ministro español Federico Mayor
Zaragoza, quien se mostró muy satisfecho con mi trabajo y me ofreció un puesto
en su gabinete, en la sede de la UNESCO en París.
Me fui a la capital francesa con un
contrato provisional de tres meses y me quedé allí los 20 años siguientes.
Luego, tras la jubilación, volví a España y me fui a vivir al sur, cerca de
Málaga.
- ¿Qué libros has escrito y por qué
algunos aparecen bajo el seudónimo de Julián B. Sorel?
Durante todo ese tiempo me resultó
difícil compaginar mis actividades políticas con el trabajo en un organismo
internacional que, por definición, es un ente neutral y que, además, estaba (y
está) trufado de izquierdistas y nostálgicos del comunismo soviético. Seguí
escribiendo, pero tuve que hacerlo bajo pseudónimo, sobre todo cuando tenía que
publicar un libro. De ahí que algunos títulos como Nacionalismo y revolución
en Cuba (1998), El poscastrismo y otros ensayos
contrarrevolucionarios (2007), por ejemplo, lleven la firma de Julián B.
Sorel. Anteriormente había publicado dos poemarios, Desde las rejas (1976),
que salió mientras todavía estaba en las prisiones castristas, y Desencuentros
(1985), que ganó la Beca Cintas.
Tras dejar la organización he vuelto a
publicar con mi nombre de pila. Así vieron la luz Poscastrismo (un
refrito de los dos anteriores, que vio la luz en 2017 y que debe mucho a
las sugerencias de la novelista Daína Chaviano), La balsa de papel. Crónicas
del tardocastrismo (2018) y Nuevo viaje al corazón de Cuba (2019),
mano a mano con Carlos Alberto Montaner. Este texto es una versión revisada y
actualizada de Viaje al corazón de Cuba, que Carlos Alberto publicó hace
20 años, un libro por el que siento especial estima, como explico en el epílogo
de la nueva edición.
- ¿Qué papel has tenido en el
Partido Liberal y por qué tu inclinación hacia este partido o corriente
política?
Yo siempre estuve vinculado a la Unión
Liberal Cubana, aunque por muchos años ese vínculo no fue explícito. Mantenía
relaciones amistosas con algunos de sus miembros y estaba al tanto de sus
actividades. Una vez que me liberé de los compromisos contraídos con la UNESCO,
pude asumir más responsabilidades en el partido. En 2015, la dirección de la
ULC me pidió que ocupara la presidencia, tras la renuncia, por motivos de
salud, del Dr. Antonio Guedes. Ejercí el cargo cinco años, y en el verano de
2020 decidí no presentarme a la reelección. Pero sigo militando y desempeño
funciones menores.
- ¿Cómo transcurre la vida de
Miguel Sales hoy y como ves el mundo en que estamos viviendo?
Mi vida hoy es mucho más tranquila que
antes, como corresponde a un jubilado de 71 años de edad. Escribo más, viajo
menos y traduzco de vez en cuando. Dedico más tiempo a la familia y los amigos.
Leo muchos libros que, por distintas razones, no había podido leer en el
pasado. No guardo rencor por la cárcel y los maltratos que me infligieron en
Cuba ni padezco nostalgia alguna por los años de infancia y juventud que allí
pasé. La nostalgia es un sentimiento que me cuesta entender, sobre todo porque
ese país –el de las décadas de 1950 y 1960– ya no existe. O sí, existe en la
memoria, en el recuerdo de las personas y los lugares que una vez amamos. Pero
esas memorias carecen ya de conexión con el país real de hoy en día. La
sociedad cubana se ha deteriorado tanto, ha habido tanto envilecimiento y tanta
destrucción moral y física, que es difícil idealizar el pretérito ante la cruda
luz del presente.
El futuro de Cuba no es nada halagüeño.
El régimen es un anacronismo que se sostiene mediante la pinza
represión/emigración. La represión infunde miedo a la sociedad y estimula la
emigración, legal o ilegal, “tanto monta”. La emigración contribuye a
estabilizar el sistema, porque disminuye la presión social y multiplica las
fuentes de ingreso. La creación de exiliados/emigrados es la principal
industria del país. Ese método permite que el régimen sobreviva a corto y medio
plazo, aunque a largo plazo será funesto para Cuba. Agrava la crisis
demográfica y retrasa las reformas indispensables para salir del modelo
soviético. Si el gobierno no se desploma como consecuencia de un estallido
popular similar al del 11 de julio de 2021, es poco probable que evolucione
hacia una configuración que propicie más libertad y mayor eficiencia económica.
Ni los acontecimientos que ocurren ahora en Estados Unidos y América Latina, ni
las perspectivas del resto del mundo apuntan a un cambio sustantivo en esa
dirección.
En cuanto a la evolución general de la
sociedad y el pensamiento en Occidente, tampoco me siento muy optimista. Tras
la caída del comunismo en Europa Oriental y la desaparición de la Unión
Soviética en 1991, los huérfanos del marxismo-leninismo hallaron refugio en las
corrientes “progresistas” más disparatadas, que procedían de las universidades
estadounidenses. Esta “santa alianza” entre comunistas, socialistas,
ecologistas antisistema, corrientes identitarias y ONG que propugnan la
inmigración sin barreras, está orientada a socavar las bases de la democracia
capitalista y, eventualmente, a derrocarla y reemplazarla por un nuevo régimen,
todavía mal definido, pero que se hará realidad mediante un aumento
considerable de los poderes del Estado y la inevitable restricción de las
libertades y los derechos individuales. Esa nueva/vieja utopía se parece
demasiado al sistema implantado en Cuba o en Corea del Norte. Todo eso se
perpetra en nombre del “progreso”, pero en realidad es un movimiento
retrógrado, que nos retrotrae a modos de producción precapitalistas y a
estructuras sociales y políticas de corte medieval. La nostalgia del supuesto
paraíso perdido puede resultar muy peligrosa en nuestro mundo complejo e
interconexo.
El igualitarismo a ultranza, la
reivindicación identitaria, la ecología anticapitalista y la barra libre a la
inmigración ilegal son ahora las banderas de quienes, hasta hace muy poco,
machacaban a los homosexuales –en las UMAP de Cuba y el gulag de la URSS, por
ejemplo–, arrasaban el medio ambiente –Chernóbil, desecación del Mar de Aral,
construcción de “pedraplenes” entre los cayos cubanos– e impedían que sus
ciudadanos ejercieran el derecho a la libertad de viajar, mediante la
construcción del Muro de Berlín o la política de tirar a matar contra los
balseros en las aguas del Estrecho de la Florida.
Esa conversión es hipócrita, pero ha
multiplicado la fuerza del “progresismo” que hoy amenaza a las democracias
occidentales.
París, abril de 2022.
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