Entrevista a Fray Rafael Fernández Rodríguez del Rey / Cubanet / por William Navarrete

Entrevisto en Madrid a Fray Rafael Fernández Rodríguez del Rey, franciscano cubano en exilio en España y capellán de la Archicofradía de la Caridad del Cobre en la capital española. Una entrevista que considero valiosa para entender la represión contra la Iglesia en Cuba después de 1959.

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Ser fraile en la Cuba castrista era un anacronismo: muchos me confundían con Orula” / Entrevista a Fray Rafael Fernández Rodríguez del Rey / por William Navarrete / Cubanet


Ser fraile en la Cuba castrista era un anacronismo: muchos me confundían con Orula

(El escritor y periodista William Navarrete entrevista al fraile franciscano cubano Rafael Fernández Rodríguez del Rey)

William Navarrete

Nació en Cienfuegos en 1950 y desde muy temprano sintió la vocación por las órdenes religiosas. Cuando en 1968 le anuncia a su familia que entrará al Seminario en su casa pusieron el grito en el cielo porque ya en esa época el régimen castrista condenaba todo lo relacionado con las creencias religiosas y la Iglesia. A partir de entonces, la vida de este franciscano cubano, que vivió en la Isla hasta 2002 no ha estado exenta de sacrificios y azares.

Nos encontramos Madrid, en donde se ocupa de la iglesia de San Fermín de los Navarros desde su llegada a España y también es el capellán de la antigua Archicofradía de la Virgen de la Caridad del Cobre en esta ciudad. Nos vemos primero en casa de Ofelia Schuder García-Menocal, quien pertenece a su parroquia y, luego, en un almuerzo con Margarita Larrinaga, también cubana, quien es la actual presidenta de la asociación de la Archicofradía madrileña.

Las historias contadas por el Padre sobre este capítulo poco conocido de la historia cubana de las últimas décadas de castrismo motivaron esta entrevista. Cuando ultimo detalles, vía telefónica, desde París, me cuesta trabajo contactar al padre. Comienzo a inquietarme y, al cabo de unos días, es él quien me contacta. Lo habían asaltado de noche, en plena calle, en el barrio de Almagro – uno de los más pudientes de la capital española – de regreso de una cena y le habían robado el teléfono móvil.

- Como a todos los entrevistados, me gustaría comenzar, Padre, por un breve recuento de su entorno familiar y las posibles influencias de éste en su futura vocación.

Nací en la Perla del Sur, no ya tan perla, que es como se le llamaba a la ciudad cubana de Cienfuegos. Mi madre Luisa Rodríguez del Rey Rabasa, de padres asturianos, era pedagoga y profesora de cultura física. Mi padre, Adalberto Fernández Chaviano, hijo de canarios, asentados como muchos isleños, en Cienfuegos, era ingeniero.

Los primeros ocho años de mi escolaridad los hice en el colegio de Los Maristas de esta ciudad cubana. Luego nos mudamos para La Habana, exactamente a la Loma del Mazo, muy cerca del llamado parque de Los Chivos, en el barrio de La Víbora, en donde continué mis estudios en el Champagnat, sito en las calles Saco y Vista Alegre, un colegio fundado por Marcelino Champagnat (el fundador de Los Maristas). Es el momento en que triunfa la revolución, confiscan la enseñanza privada y religiosa, y paso a estudiar en otra escuela en la misma calle, la antigua Nuestra Señora de Lourdes, convertida ya en institución pública.

La vocación la tuve desde niño, aunque pasé por un periodo entre los 12 y 15 años de edad en que me alejé de la Iglesia por una de esas crisis de la adolescencia.


Convento de Santa Clara, Lawton-Batista, La Habana

- Pero decide volver cuando resultaba más difícil y menos aconsejable en Cuba interesarse en estas cuestiones…

Así mismo. En 1965 quise entrar en el Seminario San Carlos y San Ambrosio y mis padres se horrorizaban. Me dijeron que estaba perdido si pensaba hacer profesión de fe bajo el régimen comunista. Esa fue la razón por la que apenas comencé mis estudios religiosos me enviaron a los campos de trabajo forzado, llamados de forma eufemística Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), en 1967. El sitio al que me enviaron era parte de las Columnas Juveniles del Centenario, un nombre para maquillar la esencia de campo de concentración y de atropellos de esos lugares. Allí internaban a curas, homosexuales, protestantes, testigos de Jehová y a todo aquél que el gobierno castrista considerara contrario a sus ideas e intereses.

A mí me pusieron en al campamento La Mulata, cerca de Jovellanos, en la provincia de Matanzas, entre 1967 y 1968. Tuve que trabajar entonces en los campos de henequén, pero también en los cultivos de boniato y arroz. Triste consuelo: al menos no tuve que cortar caña, que era la peor de todas las labores agrícolas. Por cierto, en una UMAP similar, pero en Cárdenas, estuvo Jaime Ortega Alamino, futuro Cardenal de Cuba. Todo esto iba unido con el Servicio Militar, del que salí finalmente en 1970.

- Ordenarse es un largo proceso. ¿Cuánto tiempo duró el suyo y en qué condiciones se llevó a cabo?

Imagínate si es largo y, en el caso de Cuba, engorroso, que de mi grupo sobre se ordenaron dos: Norberto López, que vive en Homestead, y yo. A esto hay que añadir que el gobierno no permitía que entraran libros para los estudios de sacerdocio, de modo que todos los estudios se hacían con lo que dos profesores de teología y filosofía –el sacerdote y misionero francés René David Roset (de Lyon) y Bruno Rocano, un salesiano italiano– habían escrito en la década de 1970. Yo pensaba entonces que estaba mal preparado y cuando llegué a Roma, en 1992, para estudiar durante tres años, me sentía acomplejado. Al final, viendo el nivel de quienes seguían el mismo curso que yo y venían de otros países, me di cuenta de que no estábamos tan mal. Con lo cual recordé aquello que decía el padre Roset: “no tendremos mucha carne, pero sí tenemos un buen esqueleto”.

Cuando salí del Servicio Militar Obligatorio en 1972 empecé dos años después en la Orden Franciscana. Tomé el hábito primero en 1976. Hice los primeros votos en 1977 y los últimos en 1981, tras los que seguí un curso de un año en Santander (España). El diaconado lo realicé en 1986 y el sacerdocio en 1987, que fue cuando me ordené. Todo esto sucedió entre el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, en La Habana y el convento de Santo Domingo, de Guanabacoa. Durante todo ese proceso alternamos el estudio con el trabajo pastoral, es decir, catequesis y conferencias.

En la iglesia del antiguo convento de Santa Clara, en Lawton Batista, estuve entre 1977 y 1987. Como sabemos ese convento tiene mucha historia pues fue el resultado de lo que generó la llamada “Protesta de los Trece” cuando se intentó en 1923, durante el gobierno de Alfredo Zayas, la compraventa del más antiguo de las clarisas que se encontraba en La Habana Vieja. De su lugar original pasó entonces, en 1922, a Lawton. Evidentemente, el castrismo lo confiscó y solo nos dejó la iglesia pues a las monjas clarisas las expulsan de Cuba y parten a Texas donde construyen otro monasterio. Ya todas las clarisas cubanas de esa etapa han fallecido. De los franciscanos habían expulsado ya a unos 100. En la década de 1970 solo quedábamos unos 25.

Después estuve en la ciudad villaclareña de Remedios entre 1987 y 1992, cuando recibí una primera orden de expulsión que evitaron mandándome a estudiar a Roma durante tres años.

- ¿Hubo algo o alguien que le marcó durante el proceso para tomar las órdenes?

Pienso inmediatamente en el padre franciscano Miguel Ángel Loredo que había nacido en La Habana, en 1938. Fue una de las víctimas de la represión atroz contra los sacerdotes por parte del gobierno castrista y un promotor infatigable de la democracia en Cuba. Había recibido su formación teológica en el convento franciscano de Santiago de las Vegas hasta 1959 y, luego, estuvo completándola durante cuatro años en España donde se ordenó en 1964. También era poeta y pintor, de modo que estaba muy relacionado con el mundo artístico cubano.

Yo lo había conocido en el momento de su regreso, antes de ser encarcelado, cuando comenzó su labor pastoral en la iglesia de San Francisco de La Habana y como párroco en Guanabacoa. Ya habían expulsado a los 136 sacerdotes (en 1961) y las relaciones entre el gobierno y la Iglesia eran extremadamente tensas. Entonces fue arrestado en su propia iglesia, acusado de dar protección a prófugos de la justicia y de colaborar con la CIA. Lo condenaron a 15 años y sufrió presidio político entre 1966 y 1976, en que fue liberado, el 2 de febrero, por gestión del Vaticano. Como durante su reclusión se había declarado preso plantado, es decir, que se negaban a recibir la rehabilitación, lo sometieron a golpizas en repetidas ocasiones y cumplió trabajos forzados en varias cárceles cubanas como la de Guanajay, la de isla de Pinos y la de La Cabaña.

Hay un libro muy importante sobre él y que recomiendo a todos: Después del silencio, que recoge la entrevista que hizo en Puerto Rico en 1988 Nicolás Pérez Díaz-Argüelles. Finalmente, estuve ocho años con el padre Loredo trabajando en la iglesia de Lawton, hasta su expulsión definitiva de Cuba, en 1984. Al final lo enviaron o trasladaron –término que utilizan disimular la realidad– 4 años a Roma. Lo que sucedió fue que lo habían nombrado profesor de Teología del Seminario San Carlos, algo que el gobierno no toleraba. Luego, en 1987, se fue como rector en una Seminario en Puerto Rico, y, por último, a partir de 1991, estuvo 19 años en el convento San Francisco de Nueva York.

Cuando el papa Juan Pablo II visitó Cuba, el padre Loredo estaba en la lista de sacerdotes invitados, pero el gobierno castrista le negó la entrada al país. Falleció en 2011, en St. Petersburg, Florida, a los 73 años.

Después del silencio, entrevista al padre franciscano Miguel Ángel Loredo, 
realizada por Nicolás Pérez Díaz-Argüelles


- ¿Cómo transcurría la vida de un franciscano en la Cuba de los años 1970-1980?

Sucedió algo muy curioso. Como se sabe los franciscanos hacemos voto de pobreza, según las enseñanzas de San Francisco de Asís. En Cuba, siempre habíamos sido los más pobres. Pero resultó que como la llamada revolución empobreció a todo el mundo de una manera increíble, nosotros, que en realidad antes de 1959 parecíamos pobres con respecto al resto de la población, después de la llegada del castrismo dábamos la impresión de serlo menos, tan solo porque como orden religiosa recibíamos algún apoyo de las hermandades del exterior.

A todas estas, había cosas que no encontrábamos. Por ejemplo, las telas para los manteles y ornamentos de la iglesia, durante determinadas festividades, etc., las conseguíamos gracias a Arcadio Gutiérrez, el gran babalao de Guanabacoa. Era increíble la solidaridad entre miembros de diferentes creencias y la manera en que esta persona, muy respetada entre los fieles de su comunidad, nos recibía y nos facilitaba el acceso a la compra de telas, que a ellos les facilitaban pues tenían acceso a una tienda especial en donde podían comprarlas. Arcadio Gutiérrez nos quería mucho al padre Loredo y a mí. Siempre decía que nosotros éramos Orula, que como se sabe, se asocia a San Francisco de Asís en la santería cubana.

De todas formas, ser franciscano en Cuba, en ese periodo, era un anacronismo. La vida religiosa había sido reducida a la más mínima expresión. En varias ocasiones, cuando cogía una guagua, vestido con nuestro hábito marrón, que es el que siempre llevo, había creyentes de la religión afrocubana que, al verme, creían que se les había aparecido Orula. ¡La de veces que tuve que asistir a escenas de mujeres a las que les daba un terepe en plena guagua porque se les montaba el santo al verme! Ellas conocían el hábito que yo llevaba por las imágenes de San Francisco, pero nunca habían visto a un fraile en persona llevarlo y ni siquiera sabían de nuestra existencia real. Recuerdo particularmente a una, que, viajando yo en guagua de La Habana Vieja a Guanabacoa, se le montó el santo al verme y empezó, en medio de aspavientos, a decir que yo era Orula. Allí mismo tuve que hacerle un exorcismo, algo que algunos de nosotros aprendimos, en mi caso, durante mi formación en España.

Iglesia de Santa Clara de Lawton, estado actual.

- ¿Cuándo cree que se suaviza la represión contra la iglesia católica?

A los franciscanos siempre nos mantuvieron excluidos. Sucedió que cuando comenzaron las escaseces, el departamento de asuntos religiosos del gobierno castrista decidió darle avituallamiento especial a las diferentes órdenes que habían sobrevivido al cataclismo. Un poco como sucedía con los técnicos extranjeros, que no vivían como el cubano de a pie, sino que tenían sus propias tiendas para comprar productos a los que el pueblo no tenía acceso. Este servicio fue implantado en 1966 para facilitar a quienes pertenecían a diferentes órdenes religiosas la compra de algunos productos. Pero los franciscanos nos negamos a recibir un tratamiento especial y pedimos vivir, como todos los cubanos, con la libreta de abastecimiento. Aquello bastó para que el gobierno nos odiara más. Esto, por supuesto, independiente de cualquier ayuda que pudiéramos recibir, sin proponérnoslo, por parte de otras comunidades franciscanas en el exterior.

Creo que la represión contra la Iglesia comenzó a aflojar a partir del momento en que salió el libro Fidel y la religión, del brasilero Frei Betto. Este dominicano, representante de la llamada Teología de la Liberación, vino a Cuba acompañado de Leonardo Boff, otro de esa misma secta, en mayo de 1985. Gran amigo Fidel Castro y cómplice de la dictadura, tuvo entonces una conversación de varios días con el dictador y de esa verborrea salió entonces un libro que titularon de ese modo. Por supuesto, el brasilero se hospedó a todo tren en el antiguo hotel Habana Hilton (bautizado como “Libre”, después de su nacionalización) e intentamos verlo para que intercediera y evitara la expulsión del padre Loredo. Por supuesto, nunca respondió a nuestra invitación ni tampoco movió un dedo.

El tema de la religión hasta ese entonces había sido tabú, de pronto quedó abordado por el mismo que la prohibió. Se hacían colas para comprar ese libro y como una Biblia todos los cubanos se pusieron a leerlo. Para muchos era una novedad aquella faceta que ahora dejaba al descubierto al antiguo alumno de colegios jesuitas. Por supuesto, lo que Castro estaba anhelando era la famosa visita del Papa, algo que él siempre tuvo en mente y que demoraba en realizar por situaciones de contexto internacional. Recientemente a este Frei Betto se le ha vuelto a ver en La Habana participando en grandes cenas gastronómicas con el presidente actual y la Primera Dama.

De izquierda a derecha William Navarrete, Ofelia Schuder García Menocal, 
fray Rafael Fernández Rguez del Rey y Margarita Larrinaga en Madrid. Foto Pierre Bignami

- ¿En qué condiciones se produce su salida definitiva de Cuba y por qué vive hoy en Madrid?

Salí de Cuba en el 2002, expulsado y bajo amenaza de prisión, incluso de muerte. En realidad, no me expulsan, pues ese término ellos no lo utilizan, sino que se valen de un mandato del provincial, para dar la impresión de que no hay ninguna relación con temas políticos. Pero en esto tuvo mucho que ver mi vieja amistad con Osvaldo Payá Sardiñas. Yo le prestaba al líder del proyecto Varela mi iglesia dos veces al año. E incluso, entre los fieles, él estuvo tratando de recolectar firmas para su proyecto. Yo pensé también que mi expulsión también tenía que ver con la traición de un amigo. Luego supe que éste había orquestado todo para salvarme la vida, pues en realidad a quien mataron años después fue a mi sucesor.

Salí vía Miami, en donde viví tres años y en donde oficié en las iglesias de St. Brendan (en Westchester) y St. Benedict (en Hialeah), antes de llegar a Madrid. Aquí, en la iglesia San Fermín de los Navarros, remplacé al padre Emérito González, que también era cubano y estaba ya muy mayor.

- Entre sus ocupaciones está de ser también capellán de la archicofradía de la Virgen de la Caridad del Cobre en Madrid. ¿En qué consiste esta labor?

La archicofradía es muy antigua y sus orígenes hay que buscarlos en el hecho de que en mayo de 1871 comenzó a venerarse, con autorización de la reina María Cristina, la imagen de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre en la iglesia del monasterio de las Descalzas Reales, en donde aún hoy se conserva. La asociación de damas cubanas quedó fundada en 1923, fue aprobada por el Obispo de Madrid y su primera presidenta fue Caridad Duany de Ros.

Antes de yo llegar a esta archicofradía su capellán era el padre Pedro Capdevila, quien ya estaba muy mayor cuando me propusieron ocupar su lugar. Esencialmente, mi función es organizar el culto de la virgen, ayudar a los cubanos emigrantes gracias a las obras de caridad y recibir a los sacerdotes que vienen a visitarnos. La asociación vive exclusivamente de donaciones y de lo que aportan sus miembros. Por supuesto, sin contar mi actividad cotidiana como sacerdote de San Fermín de los Navarros.

Madrid/París, mayo-junio 2022


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