Entrevista a Lesbia Orta Varona, bibliotecaria del exilio cubano - Cubanet, por William Navarrete
Entrevisto a Lesbia Orta Varona, bibliotecaria durante más de cinco décadas, fundadora del fondo de herencia cubana de la University of Miami, pilar esencial en la salvaguarda del patrimonio cubano y fundadora de ese fondo. Honor a quien honor merece. Hace tiempo quería que Lesbia nos contara de su vida y obra, sobre todo ahora que, ya retirada, la vemos menos quienes éramos asiduos consultantes y visitantes de ese fabuloso sitio.
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La tranquilidad bajo el comunismo dura
hasta el día que decides ser libre
(El escritor y periodista William
Navarrete entrevista a la bibliotecaria Lesbia Orta Varona)
Todos los que acudimos en décadas pasadas
al inagotable y sorprende fondo cubano de la Biblioteca Otto G. Richter de la
Universidad de Miami, ya sea para nuestras investigaciones personales, tesis o
libros, tuvimos como “hada madrina” a Lesbia Orta Varona quien desde 1966 y durante
46 años trabajó en esta institución, incluso desde antes de que se constituyera
el fondo Cuban Heritage Collection.
Su labor, silenciosa y paciente, la llevó a cabo durante todo ese tiempo sin
ruidos ni aspavientos, y es, probablemente, una de las más sólidas y imperecederas que se hayan hecho en las últimas seis décadas para la salvaguarda
del patrimonio cubano dentro y fuera de la Isla.
Allí, en el campus de la casi centenaria
Universidad de Miami, entre los anaqueles y mesas atestadas de libros y
documentos a la espera de ser catalogados, Lesbia, junto a otras bibliotecarias
cubanas de los viejos tiempos, atesoraron con amor, y casi obsesión, la
historia de Cuba. De ellas, conocí y recurrí a Esperanza Bravo de Varona, a
Gladys Gómez-Rossié (quien aún trabaja allí), Zoe Blanco-Roca (quien falleció
hace unos años en Atlanta a donde se mudó después de jubilarse), María Estorino
(actualmente en la biblioteca de la Universidad de Carolina del Norte) y, a la propia
Lesbia, desde mis primeras incursiones en el recinto, auténtico oasis de
cultura y armonía, con una sala de lectura rodeada de palmas reales detrás de
enormes ventanales de cristal. No alcancé a conocer a Rosa Abella y Ana Rosa
Núñez, dos de las fundadoras de la colección, quienes ya no estaban cuando comencé
a visitar la institución.
Además, durante muchos años (al igual que
hacía en La Habana, según me entero ahora gracias a esta entrevista), Lesbia,
acompañada de Orlando Varona, su esposo desde hace 60 años, eran fieles y
asiduos espectadores de cuanto evento cultural relacionado con Cuba tuviera
lugar en Miami. En épocas en que solía hacer varias presentaciones, lecturas o
charlas durante mis visitas a la ciudad, ambos estaban siempre sentados en la
primera fila. Y ella misma me decía, siempre que llegaba al sitio en donde iba
a ocurrir la presentación: “Aquí estamos los Pi constante”, en jocosa alusión a
esa letra del alfabeto griego que en matemáticas se utiliza para indicar un
valor invariable (3,14).
- Háblanos de la niñez de Lesbia,
de tus orígenes y mejores (o peores) recuerdos.
Nací en el Mariel, un pueblo marítimo que
pertenecía antes a la provincia de Pinar del Río, el 31 de mayo de 1941. En ese
lugar, hermoso y próspero, había una fábrica
de cemento llamada El Morro, la más importante de Cuba, en la que trabajaba
David Orta León, mi padre. Se ocupaba de transportar el cemento en barco a
otras partes, Nueva Orleans, Alabama, incluso Nueva York, y sobre todo durante
toda la Segunda Guerra Mundial y posteriormente, debido a la mucha demanda que
había. Mi padre descendía de chinos porque su abuelo paterno, Ramón Orta, era
de China y había llegado a Cuba desde Estados Unidos en la segunda mitad del
siglo XIX. Ese bisabuelo chino peleó en la guerra de independencia y estuvo
preso porque fue de los que ayudó a Antonio Maceo a atravesar la trocha de
Majana a Mariel. Este bisabuelo, como muchos asiáticos de la época, cuando llegó
a Cuba adoptó un apellido español. En la familia se decía que el Orta lo había tomado
de su padrino de bautizo, otro de los pasos que daban para integrarse al país
al que llegaban. Yo era hija única del matrimonio de mis padres. Mi madre,
Cervelia Blanco Millán, era ama de casa, con abuelos canarios, como muchos en
la región occidental de Cuba.
El Mariel de mi infancia fue un sitio
maravilloso. Se vivía muy libre y recuerdo que a los niños nos dejaban salir a
donde quisiéramos, montar bicicleta, bañarnos en la costa, pues no había playas
sino un sitio que llamábamos Boca del Mariel, en donde las familias tenían
casas secundarias o de veraneo, pero era puro arrecife, de modo que nos
bañábamos en lo que se llamaba La Puntilla, a mar abierto y el monte llegaba
hasta la costa misma. Las mujeres íbamos temprano, por pudor, y entrábamos por
una caseta que daba al mar para zambullirnos. Cuando más tarde llegaban los
varones entonces nos recogíamos.
Uno de los recuerdos que tengo de la infancia
era que me gustaba enfermarme. Resulta que mi padre tenía un palomar y cuando
me enfermaba subía a buscar un pichón de paloma para que me hicieran una sopa.
Cosas de aquellos tiempos en que creían que con una sopa de pichón de palomas
iba a curarme rápido. El caso era que nunca más en mi vida he comido pichón de
paloma ni oído de sitio alguno en donde eso se coma.
- Sí, en Marruecos. Y además hacen
un plato fabuloso que llaman “pastilla de pigeon”, en realidad “pigeonneaux”
(pichón en francés), que a mí me daba al principio aprehensión comerlo, pero
cuando lo probé me encantó. Pero volviendo al tema: ¿Fue en el Mariel en donde
hiciste tu primera escolaridad?
En realidad, el preescolar lo hice al
doblar de mi casa y el primer grado también en el colegio público. Mi madre me
mandaba a clases de refuerzo por las tardes. Pero cuando iba a empezar el
segundo grado decidieron enviarme a La Habana, a casa de unas tías que vivían
en la calle Obispo, n° 403, en La Habana Vieja, porque en el Mariel no había
ningún colegio religioso y mi madre quería que yo fuera educada por las monjas.
Fue así como hice todos mis estudios primarios y secundarios en el colegio La
Inmaculada Concepción, en la calle San Lázaro, donde todavía está el edificio
frente al parque Maceo. Allí estuve diez años hasta el quinto de bachillerato y
aún permanezco en contacto con muchas de mis compañeras que viven también en el
exilio.
Contrariamente a la idea generalizada,
las monjas eran personas educadoras entrañables, al menos las que tuve yo.
Teníamos profesores laicos pero mis mejores recuerdos y experiencias fueron con
las monjas. En ningún momento me sentí apabullada por la religión. Había
disciplina, pero éramos libres. La directora del colegio, Sor Hilda Alonso,
vivió aquí, en el exilio en Miami, hasta este año (2022) en que murió con 101
años. No sé si sabes que ellas pertenecían a la orden de las Hermanas de la
Caridad y que en Miami tienen su casa en la calle 7 NW y la 63 Ave. Pero como
no hay novicias ni nadie tiene vocación ya quedan muy pocas.
Pero nunca perdí mis vínculos con el
Mariel, donde vivían mis padres, porque todos los viernes mi madre venía a
buscarme y me llevaba en guagua a pasar los fines de semana allá. Recuerdo que,
al principio, cuando no estaba construida aún la Carretera del Norte que pasa
por Jaimanitas, Baracoa, etc., cogíamos la ruta 35 hasta Guanajay y de allí
otra hasta el Mariel. Pero todo funcionaba de maravillas, las guaguas estaban
impecables y el servicio cada media hora.
- ¿Estudias en la Universidad
cuando terminas el bachillerato?
¿Universidad? ¡Ni soñarlo! La
inestabilidad política en 1957 era tal que la Universidad había cerrado.
Imagínate que incluso mi graduación de bachiller en La Inmaculada Concepción no
pudo ser en el teatro porque las monjas recibían amenazas de sabotajes por
parte de los grupúsculos llamados revolucionarios si procedían a tal acto, así
que me gradué junto con las de mi clase en un acto en el patio de la escuela.
El caso fue que, como no se podía
estudiar en la Universidad, me inscribí en Tarbox School of Business, una
academia para perfeccionar el inglés, en la que también se aprendía taquigrafía
y mecanografía, algo que me fue muy útil después para ganarme la vida. En las
clases solo aceptaban hasta 10 alumnos pues eran de conversación, ya que la
gramática la tenía aprendida.
- Y entonces triunfa la revolución
y se abre nuevamente la Universidad…
Sí, pero esta que ves aquí supo desde el
primer día que aquel gobierno no servía y el horror que se nos venía encima. De
modo que no acepté entrar en la Universidad. Recuerdo perfectamente que fui a
ver a las monjas de mi colegio, que estaban muy entusiasmadas con el triunfo de
la revolución, y les dije: “Recuerden que dentro de muy poco toda esa risa se
va a convertir en llanto”. No pasaron ni dos años que ya les habían confiscado
el colegio, y lo peor, montaron a 136 religiosos en un barco llamado Covadonga
y, seguidos por las monjas, los expulsaron a todos y todas del país. ¡Qué clara
estaba!
Entonces abrieron un curso para bibliotecarios
y a mí siempre me había gustado esa profesión, porque mi tía Evidia Blanco ya
era bibliotecaria del Banco de Fomento Agrícola Industrial (BANFAI). Me
inscribí y resultó que tuve a los mismos profesores que ella en su carrera. En
realidad, se salía con un título de Auxiliar de Biblioteca y a fines de 1961 ya
estaba trabajando en la Biblioteca Nacional, cuando aún la dirigía María Teresa
Freyre de Andrade. Fue allí que conocí a mi esposo, Orlando Varona, en marzo de
1962, y de quien tomé al llegar a Estados Unidos el apellido, por lo cual me
llaman siempre Orta Varona.
- O sea que tus primeros pasos como
bibliotecaria fueron en Cuba…
Sí, pero la felicidad en casa del pobre
dura poco o, mejor dicho, la tranquilidad en el comunismo dura hasta el día que
decides ser libre. Yo quería irme desde el inicio mismo del triunfo de aquella
pesadilla, y presenté los papeles pues mi tía Evidia se había ido para Miami en
1961. Por supuesto, renuncié a mi trabajo en la Biblioteca Nacional en octubre
de 1962 y Orlando junto conmigo. Él no podía
irse porque tenía 25 años y estaba en la edad que consideraban “militar”, de
modo que me dijo: “presenta la salida tú, salva al niño de esto, que yo me las
arreglaré como pueda para alcanzarlos”.
Vinieron entonces años de zozobra en los
que ya nuestro hijo había nacido y Orlando había conseguido trabajo en CMQ, en
la radio, de actuación. Yo tuve suerte de encontrarme con el gran historiador
Manuel Moreno Fraginals que estaba haciendo una investigación y necesitaba a
alguien que repertoriara e hiciera una descripción física de las casonas de La
Habana Vieja de los siglos XVI al XVIII. Cuando terminé aquel trabajo, como él
estaba escribiendo su imprescindible libro El ingenio, me propuso que me
convirtiese en su mecanógrafa. Entonces él escribía las cuartillas, corregía a
mano lo escrito y yo pasaba en limpio las cuartillas cuantas veces hiciera
correcciones. Pero a veces a él no le alcanzaba el tiempo para releerse y yo le
propuse que me dictara lo que quería escribir para ir más rápido. Al principio
se mostró escéptico en cuanto a este método, pero cuando vio que funcionaba a
las mil maravillas seguimos así hasta el final. Eso sucedió en las oficinas de
la Comisión Cubana de la UNESCO, en El Nuevo Vedado. Un día me preguntó si yo
me iba del país, y cuando le respondí afirmativamente me dijo que ya
hablaríamos del tema, cosa que nunca sucedió. Curiosamente, El ingenio,
obra cumbre de la historiografía cubana, permaneció censurada en Cuba durante
muchísimo tiempo.
- ¿Cómo y cuándo sales de Cuba?
El éxodo de Camarioca en 1965 aceleró mi
salida. Mi tía Evidia mandó un barco para que pudiéramos salir, pero como les
sucedió a muchos: nunca me avisaron. Finalmente, el 1 de junio de 1966, en
avión, salimos cinco: mi madre, mi padre, otra tía, su esposo, mi hijo y yo.
Orlando se quedaba en Cuba, como expliqué antes. Y así llegué a Miami, con lo
que teníamos puesto y con el dolor de dejar atrás a mi esposo y a mi patria.
- ¿Qué hiciste en Miami durante los
primeros años de tu exilio? ¿Comenzaste enseguida como bibliotecaria?
Miami en aquella época terminaba en la
Coral Way y la 87. El gran entretenimiento era ir a las tiendas del Downtown,
sobre todo al Federal Discount que era la más barata. El único centro comercial
que existía era el Dadeland Mall. Yo me instalé en casa de mi tía, en
Westchester, y desde entonces he seguido viviendo en el mismo lugar.
Empecé a buscar trabajo porque no quería
hacer nada que no tuviera que ver con mi profesión. Por suerte, me emplearon en
la Inter American Press Association, una agencia de prensa que tenía entonces
sus oficinas en el edificio que luego fue del Miami Herald y que
derrumbaron hace unos años. También trabajé de manera privada para Elena y Fermín
Peraza Sarausa, unos bibliógrafos cubanos que trabajaban para la biblioteca
latinoamericana de Gainsville.
Pero un día, estando sin trabajo en casa
de mi tía Sara, que era una costurera de primera, llegó una de sus clientas
americanas, la bibliotecaria Mildred
Merrick, y al verme me preguntó qué hacía. Le dije que estaba sin trabajo.
Sin decir nada en ese momento me mandó a buscar dos días después para ponerme a
trabajar a medio tiempo en el departamento de adquisiciones de la biblioteca de
la Universidad de Miami. A ella le debo que me dijera que tenía que estudiar y
sacar un título en inglés de bachellor. Cosa que hice inmediatamente
porque empecé a trabajar de día y a asistir a las clases del Miami-Dade
Community College por las noches.
Más tarde, como el título de
bibliotecario solo se podía sacar en Tallahassee para allá fui durante tres
veranos seguidos para poder sacarlo. Me gradué en 1974 y en cuanto abrieron el
puesto en el departamento de Publicaciones Periódicas de la Universidad de
Miami presenté mi candidatura y me aceptaron.
- Tengo entendido que en ese
entonces el Fondo Cubano no existía y que les costó sudor y lágrimas lograr
fundarlo…
No te imaginas lo que fue. Date cuenta de
que al principio los libros cubanos estaban mezclados con los restantes. Hay
varias cosas que deben ser puntualizadas. La primera es que ya había en la
biblioteca de la Universidad de Miami gran cantidad de libros cubanos valiosos
porque cuando se fundó esta universidad en 1926 fue inmediatamente hermanada
con la de La Habana y los intercambios de profesores y contenidos comenzaron
ese mismo año.
De modo que había mucha documentación
cubana que estaba mezclada con la del resto del mundo. Cuando me hicieron jefa
del departamento de Micro Forms and Reserve me di cuenta de que los libros
cubanos desaparecían por arte de magia. Como en mi departamento tenían estantes
disponibles empecé, disimuladamente, a bajarlos al mío. En mi departamento era
donde los docentes ponían los libros que orientaban a los estudiantes, de modo
que cuando ellos venían a pedirlos prestados tenían que dejar una pieza de identidad
que no se les entregada hasta que devolvieran los libros. Aquello era una
garantía para que los libros cubanos que salieran del recinto volvieran, pues
era una exigencia específica de mi departamento.
Por supuesto, los americanos empezaron a
protestar cuando se dieron cuenta de que los libros cubanos iban poco a poco
bajando para mi departamento. Entonces yo los entretenía inventándoles pretextos,
pero lo que trataba era de ganar tiempo para ver si se lograba crear un fondo
independiente con esta documentación. De más está decirte que a quienes
protestaban les importaba un pitoche los libros cubanos, de modo que lo hacían
ya sabes para qué.
- ¿Y entonces fundaron el Cuban
Heritage Collection o Fondo de Herencia Cubana?
Ni te creas que eso fue coser y cantar.
Las primeras bibliotecarias cubanas, Rosa Abella, Ana Rosa Núñez y mi propia
tía, habían defendido contra viento y marea la colección cubana. Y no solo
defendido, sino enriquecido. Luego Esperanza B. Varona logró que se aceptara,
primero la separación de la colección cubana del resto, y luego la fundación
del Cuban Heritage Collection y la construcción del espacio que hoy ocupa, para
lo cual consiguió en 1994, un millón de dólares que donó Elena Díaz-Verson Bana,
una filántropa cubana que había llegado a Estados Unidos en 1944, donde se casó
un año después con el empresario John B. Amos. Pero Elena puso la condición de
que la Universidad de Miami diera también otro millón.
Cuando se creó la comisión para la
creación del fondo, todas las bibliotecarias cubanas quedamos fuera de esta. A
la única que autorizaron asistir como oyente fue a Gladys Gómez-Rossié. Como mi
departamento ya había desaparecido me pasaron para el piso 8 que era el de las
Colecciones Raras y Personales en donde estaba Esperanza B. de Varona, bajo la
batuta de alguien con quien las relaciones eran muy tensas, quien además fue a
quien encargaron la creación de la comisión. Mejor ni entrar en detalles, pero
te podrás imaginar lo difícil que fue todo.
La suerte fue que aparecieron Roberto
Goizueta y su esposa Olga Casteleiro. Él había estudiado en el Colegio Belén de La Habana y luego en la
Universidad de Yale. En ese entonces ocupaba, desde 1979, el cargo de presidente
y director general de la Coca Cola en Estados Unidos, después de haber sido en
los años 1950 el director técnico de seis de las fábricas cubanas de esa bebida
en la Isla. Esperanza B. de Varona organizó entonces una exposición para
enseñar algunos de los tesoros que teníamos, y la exposición se improvisó en la
primera planta, que yo llamaba “El Sótano”, por lo poco agradable que era
trabajar allí. Cuando Olga vio aquellas maravillas incitó inmediatamente a su
esposo para que la Fundación que ellos habían creado donara un millón y medio
de dólares para la creación del Cuban Heritage Collection. Así fue que pudimos
arrancar de verdad en 1998 y terminar el local que todos conocen hoy día en
2003.
- ¿En qué consiste la colección en
la que trabajaste hasta que te jubilaste en 2013, el mismo año que Esperanza B.
de Varona?
La colección tiene un valor inestimable.
Hoy en día debe rondar los 50,000 volúmenes. El gran problema de esa colección
es que para poder manejarla correctamente y dar el servicio apropiado tienes
que conocer muy bien la historia de Cuba, de lo contrario, como decimos en buen
cubano, no das pie con bola.
Una de las colecciones más notables es la
de periódicos y revistas del exilio. Hay más de 250,000 ejemplares de cuanto
periodiquito o publicación periódica importante haya sido publicada por cubanos
y sobre Cuba en el exilio en cualquier lugar del mundo. Imagínate que cuando la
Gran Duquesa de Luxemburgo, María Teresa Batista Mestre, que como sabes es
cubana, nos visitó se quedó asombrada que el primer periodiquito de nuestro
exilio contemporáneo fue impreso en Luxemburgo en 1959. Esta colección se debe
en particular al empeño de Esperanza B. de Varona que nunca paró de pedir a
cuanto cubano conocía o acababa de conocer que le recopilara este tipo de
publicaciones y que nos la enviara a la biblioteca.
Por otra parte, se atesoran libros
cubanos únicos, a veces muy raros. Están las ediciones originales de los libros
de historia de Cuba de Ramón de la Sagra, que se publicaron en París a partir
de 1839, el de los ingenios con las litografías originales de Laplante (1857),
los álbumes de Cuba pintoresca del grabador francés Frederico Mialhe de 1838,
un libro escrito en latín por el padre Félix Varela en 1812 y tantísimos más
que sería abrumador evocar aquí. A ellos se puede sumar las series completas de
periódicos y revistas como el Diario de la Marina, Bohemia, Carteles,
Social, e incluso toda la Gaceta Oficial desde finales del siglo
XIX. Hay miles de fotografías, publicidades, afiches, misceláneas, grabaciones,
películas de todo tipo, hasta volantes publicitarios. Hubo una época que andaba
por Miami y me subía a los postes para arrancar afiches de temas cubanos que,
inmediatamente, entraban en la colección.
Otro fondo de valor incalculable es el de
la papelería, documentos, manuscritos y cartas de autores cubanos o
personalidades nacionales. Ahí están los archivos de Lydia Cabrera, Enrique
Labrador Ruiz, Eugenio Florit, Gastón Baquero, José Lezama Lima (en realidad los papeles de su hermana), José Miró Cardona,
Celia Cruz, René Touzet, Rosendo Rosell, Giulio V. Blanc, José Ignacio Rasco,
Elena Mederos, Guillermo Álvarez Guedes, entre otros 660 e incluso la
extraordinaria biblioteca de genealogía de David Masnata y los archivos de tres
presidentes de Cuba: Gerardo Machado, Fulgencio Batista y Carlos Prío Socarrás.
Y, por último, todo lo relativo al periodo posterior a 1959. Como yo conservé
siempre vínculos con la Biblioteca Nacional de Cuba trataba de obtener por esa
vía las cosas de Cuba más recientes para que el fondo se mantuviera
actualizado.
Sin la revolución Cuba hubiera sido
maravillosa. De cualquier situación los cubanos sales airosos porque ha sido un
país que ha dado gente muy brillante. Solo conociendo como conozco ese Fondo me
doy cuenta de lo avanzada que estaba Cuba, de lo muy a la vanguardia que
estábamos en muchísimos ámbitos. Y es que Cuba cogía siempre lo mejor de Europa
y de Estados Unidos, pues era una isla entre esos dos mundos, pero con una
identidad muy fuerte.
- Me parece que volviste en una
ocasión a Cuba. ¿En qué contexto? ¿Qué impresión tuviste?
En efecto, fui en 2009, invitada a un
Festival de Teatro. Me quedé perpleja de ver la destrucción y el estado de
abandono. Yo miraba todo aquello como desde afuera, como si me fuera
completamente ajeno y exterior. Pude entrar a mi casa de la calle Obispo.
Recorrí todo aquello. Incluso di una conferencia con Power Point en la sala que
hay en los jardines de la UNEAC sobre los materiales y recursos que teníamos en
la Universidad de Miami para la salvaguarda de todo el contenido de la
biblioteca y las colecciones. La gente se quedó boquiabierta al ver cómo
tratábamos los libros, el proceso de conservación, catalogación, etc. Se veía
que estaban a años luz de nosotros aquí.
Por otra parte, sentía una sensación muy
desagradable, pero a la vez algo lindo porque independientemente de todo estaba
caminando por lugares que consideraba míos. Puedo decir, eso sí, que todos
fueron muy amables conmigo.
- Ahora que ya estás retirada, ¿le
echas de menos a tu trabajo? ¿Sigues pasando por la biblioteca?
Todos los días de mi vida me falta, a
pesar de mis 81 años. Lo que más disfrutaba de mi trabajo era ayudar a alguien
con material cubano, incluso a personas que vivían dentro de Cuba y ya no
encontraban allá, durante sus investigaciones, documentos que nosotros sí
teníamos.
Decidí no pasar nunca por la biblioteca
para no entorpecer la labor de quienes llegaron después de mi partida. No
quería influirlos, aunque al principio siempre me preguntaban sobre aspectos
determinados, tanto a Esperanza como a mí, como es lógico, por los muchos años
que allí trabajamos y porque todo aquello lo habíamos montado nosotras junto a
las otras bibliotecarias de la vieja guardia que ya mencioné.
Espero que todo ese trabajo que con tanto
esmero realizamos no se echado por la borda. Y que se sepa apreciar en su justo
valor el tesoro incalculable que es el Fondo de Herencia Cubana de la
Universidad de Miami.
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