Entrevista a la periodista Olga Connor - Cubanet
Entrevisto a la periodista cubana Olga Connor que nos cuentas sus muchas y muy variadas vivencias.
Se los contamos en Cubanet:
La Habana era un hervidero cultural y el mundo
entero soñaba con brillar en ella
El escritor y periodista William
Navarrete entrevista a la periodista y escritora cubana Olga Connor
Ha sido durante las últimas tres décadas
un personaje imprescindible de la vida cultural en Miami. Desde los diferentes espacios
que ha animado, en prensa y radio, ha dado visibilidad a los artistas de todos
los ámbitos durante presentaciones y actos que han tenido lugar en el sur de la
Florida. Olga Connor ha estado presente en innumerables eventos contándole a los
ausentes los detalles de la vida y obra de cada autor, lo mismo del ámbito
teatral o cinematográfico, que musical, literario, coreográfico y, en general,
artístico.
Nos conocimos a principios de la década
de 1990 y para mí, que no vivo en Miami, Olga Connor ha sido como un centro
gravitacional y una especie de brújula que me ha informado siempre de todo el
acontecer de la ciudad. A través de sus columnas en El Nuevo Herald, o los
micrófonos de la radio y las diferentes tribunas en que ha sido la presentadora
se ha convertido en una de mis guías más sólidas para enterarme de todo lo que
se cuece de este lado del océano. A ello hay que sumar su entusiasmo crónico,
su vitalidad impresionante, la agudeza de sus análisis y ese sexto sentido que
tiene para entender inmediatamente cada situación y evitar escollos a sus
amigos gracias a sus sabios consejos y certeras intuiciones.
Su vida, evidentemente, da para un vasto
libro de memorias, un proyecto que insisto no debe abandonar. En Cuba, Puerto
Rico, Filadelfia y Miami, sin contar sus múltiples peripecias a lo largo del
mundo, su anecdotario es infinito y la gracia con que lo cuenta también. Sin
olvidar la enorme cantidad de personas que ha entrevistado, de las cuales un
breve muestrario recogió en su libro El arte de la entrevista, publicado
en el 2017.
A Olga la asocio también a las fiestas,
que ella misma cultiva porque desde niña (ya nos dirá por qué) siempre quiso
convertirse en anfitriona de amigos que se reúnen para pasar un buen momento.
Con una larga vida pletórica de vivencias es mejor que sea ello, testigo de tantas
épocas y situaciones desde su nacimiento en La Habana de 1935, quien nos lo
cuente.
- Como con todos nuestros
entrevistados vamos a comenzar con los orígenes familiares antes de tu
nacimiento…
Vengo de una familia de gallegos que
emigró a Cuba a principios del siglo XX. Mi madre, Pilar Villares González,
nació en la aldea de Gayán, con campos de trigo y pastos para las vacas, en la
parroquia de Soaje, en Villalba, provincia de Lugo. Su padre era justamente de
otra aldea, Villares, de ahí el apellido. Mi madre se casó en primeras nupcias
en ese paraje, pero su esposo y el hijo que ambos tuvieron murieron durante la
llamada gripe española, en 1918. A raíz de este trágico episodio fue que ella
viajó a La Habana, en 1921, con el pretexto de acompañar en el barco a su
hermano Agustín y trabajó en la capital cubana como costurera, que ya lo era de
la condesa de Villalba. Volvió a Galicia en 1927, pero regresó a Cuba tres años
después.
En cuanto a mi padre, Francisco Fernández
Dorado provenía de una familia más pudiente, originaria de la parroquia de
Soumede, en San Mamed, también en Galicia. Sucedió que él no quiso ir a la
guerra de 1914, razón por la cual aprovechó el contexto de que tras la llamada
“guerrita de los negros de 1912”, en Cuba, abrieron el país a la emigración
gallega, para llegar a La Habana dos años después. Contaba que cuando los
emigrantes desembarcaban en el muelle, los metían en Triscornia, un sitio a
donde venían los empresarios criollos cubanos a buscar braceros. Entonces les
decía que, aunque parecía pequeño, tenía las manos fuertes para trabajar, y así
fue como empezó cortando caña y terminó, poco después, como capataz. Pero el
sueño de su vida era comprarse un auto, de aquellos Ford que llamaban “Tres
Patadas” (modelo T), porque la industria del automóvil estaba en pañales
todavía. De modo que se lo compró en cuanto reunió el dinero y terminó de chofer
de familias pudientes del Vedado, un hecho que tendrá mucha importancia porque
en ese medio es que conocerá a mi madre, una vez que ésta había regresado de su
viaje a Galicia, en 1930.
- Por eso naces y te crías en El
Vedado, como Olga María Luisa Fernández Villares, un 19 de agosto de 1935…
En efecto, mi madre era una excelente
costurera y cosía en la propia casa de Celia de Cárdenas Echarte, una señora
rica, esposa del ingeniero civil Luis Morales Pedroso, en la calle F y 15, aunque
cuando la conocí ya ella era viuda y vivía con su cuñado, el arquitecto
Leonardo Morales. Mis padres se casan en 1933 y se mudan para una de esas
pensiones típicas que existían en La Habana, algunas administradas por
gallegos, como era el caso de la de ellos, en la calle 17 y E, casi frente al
palacete de la condesa de Revilla de Camargo. Esa pensión ocupaba la planta
alta de una casona, y en la baja había comercios (bodega, zapatería y farmacia
en el caso de la nuestra). Desde la terraza de la pensión yo veía las fiestas suntuosas
de María Luisa Gómez Mena, en lo que es hoy el Palacio de las Artes
Decorativas, como si fuera una Sabrina Fair.
Como eran casonas que en otros tiempos
habían pertenecido a familias pudientes, los cuartos eran muy amplios. De modo
que varias familias ocupaban uno o dos cuartos, como nosotros, pero compartían
el baño y también el comedor. El ambiente era exclusivamente español porque los
propietarios (en el caso de la nuestra Emilia y Gumersindo) y los inquilinos,
lo eran. Se hablaba gallego, se frecuentaba a gallegos y se asistía a fiestas
gallegas. Yo recuerdo que mi madre me prohibía hablar la lengua en que ella
comunicaba con mi padre, familia y vecinos porque decía que era un dialecto. Insistía
en que hablara castellano.
- ¿Vivías entonces en un ámbito más
gallego que cubano?
Siempre digo que, durante los primeros ocho
años de mi vida, en El Vedado habanero, me limité a frecuentar un ambiente
gallego más el mundo exclusivo de las clientas de mi madre y los clientes de mi
padre, que era el de las familias adineradas de ese barrio. De hecho, vi la luz
en Hijas de Galicia, un hospital fundado por asociaciones gallegas. En la
pensión, por ejemplo, se celebró la fiesta de boda de mi madrina con bailes
gallegos, como la muñeira. A los 5 años me matricularon en el colegio de Las
Siervas de San José, originario de León y Valladolid, en donde les llaman “Las
Josefinas”. Casi todas las niñas descendían de padres españoles. En ese colegio
las monjas intentaron incitarme a que un día cogiera el hábito.
Las niñas que estudiaban allí eran muy ricas,
lo que no era mi caso, y las que no, eran generalmente mestizas y estaban
becadas. Entonces las monjas les cobraban a mis padres solo un peso al mes por
mi matrícula para que pudiera asistir a las clases regulares. También
participaba en las fiestas del Centro Gallego, especialmente en los carnavales
y en las romerías con gaitas de la asociación Santa Marta de Ortigueira, a la
que pertenecían mis padres y tíos.
- ¿Qué recuerdos tienes del Vedado de finales
de la década de 1930 y principios de la siguiente?
Era un barrio fabuloso. Mi madre me llevaba
siempre a casa de Celia de Cárdenas, donde jugaba con su hija María Luisa que
me cuidaba. Es de destacar que esta señora que era fundadora de la Liga contra
el Cáncer y su presidenta de Honor, además de llevar una vida activa como
filántropa en diferentes asociaciones y juntas de beneficencia, presidenta de
la Liga de Damas de Acción Católica, organizando colectas para diferentes
causas, y de beneficiar también mucho a mi mamá desde que llegó de España.
Recuerdo la decoración de su casa al dedillo. Allí me regalaban carteras y
abrigos de las niñas de la familia que ya habían crecido. Las batas me las
cosía mi madre y las bordaba mi madrina Josefa. Cuando mi madre me paseaba por
la Avenida de los Presidentes (Calle G), cerca de casa, la gente pensaba que
ella era mi manejadora, ya que me había tenido a los 40 años y la que iba más
elegante era yo.
En la infancia tenía varios amiguitos con los
que mataperreaba por las calles del barrio. Una de mis vecinitas, Martica
Bonachea, era hija de una señora de padre alemán (preso durante la II Guerra
Mundial), que nos llevaba al teatro América a ver ballet y películas de
musicales. Al lado de mi casa, por la calle E, estaba el cine Gris (hoy enrejado),
en donde me dejaban entrar sin pagar, porque me conocían. No me perdía una
película de Tarzán y otras americanas que me ayudaron a oír el inglés desde
niña. Esa calle desembocaba en un tramo del Malecón que todavía no estaba
urbanizado y en donde se encontraban los famosos “baños”, unas pocetas con
diente de perro y casetas de madera y sogas para agarrarse al entrar, en donde muchos
se bañaban por unos pocos centavos. Mi madre me llevaba también allí, hasta que
fabricaron el club de Hijas de Galicia de la playa de Marianao.
A esto se sumó que, en esa misma época, hacia
1941, hubo una gran crisis de neumáticos de autos en Cuba, debido a la Segunda
Guerra Mundial, y mi padre no pudo seguir trabajando como chofer. Como Josefa, mi
madrina (y hermana de mi madre), cosía también en la casa del millonario
norteamericano Frank Steinhart, dueño de los tranvías de Cuba, mi mamá empezó a
trabajar durante un tiempo como inspectora de ese transporte público, razón por
la que recorría con ella media Habana. Este señor tenía una finca fabulosa
llamada Happy Hollow, en San Francisco de Paula, colindante con la finca La Vigía
de Ernest Hemingway. Allí me llevaban de niña y recuerdo el impresionante juego
de comedor barroco inglés, similar al de las mansiones de Newport, de los que
encontré y compré un juego años después en una tienda de antigüedades en
Filadelfia y que aún tengo en mi casa de Coral Gables. Era una bella casa muy
tropical, con palomares, jaurías de perros, jaulas con monos y cuadras de
caballos, desde donde se veía el puerto de La Habana. Yo vivía en ese mundo:
desde el Vedado con sus parques y hermosos palacios hasta el de las fincas de
San Francisco de Paula, que influyó en mis gustos estéticos y aprendizaje de
los ambientes más exclusivos y bilingües.
- ¿En qué momento y por qué cambian de barrio?
La pensión gallega nos iba quedando chiquita
mientras crecía. De modo que a los ocho años mis padres deciden dejarla por un
piso en la calle Corrales, en Centro Habana, en donde lloré desconsoladamente
por verme en un barrio que en nada se parecía al que dejamos, sin parques ni
hermosos jardines. Ese año seguí asistiendo a mi colegio del Vedado, mientras
mi padre distribuía deliciosos dulces en bodegas y restaurantes. Pero un año
después, la familia se mudó al barrio Manuel de la Cruz, entre Luyanó y Santos
Suárez. La razón del cambio fue que mi padre, junto con el esposo de mi
madrina, empezó a trabajar como distribuidor de las galletas de La Panificadora
de Matanzas, una fábrica que se hizo muy famosa en aquella ciudad, y necesitaba
parqueos para los camiones de distribución.
Me pusieron en la Academia Boston, otro
colegio de españoles, en la calle Tamarindo, de Santos Suárez, en donde empecé
el cuarto grado. Eso fue ya en 1944 y mi calle era Municipio, N° 170, entre
Acierto y Atarés, a apenas una cuadra del gran hospital La Benéfica, un barrio
en el que me transformé en cubana de verdad, porque allí el vecindario estaba
compuesto de blancos guajiros o de clase media baja, negros, chinos, santeros,
gallegos, asturianos, canarios, testigos de Jehová, pentecostales, o sea, todo
lo que era Cuba realmente.
En mi cuadra, por ejemplo, vivía un hermano
del músico Cachao, y al lado de mi casa había un solar en que todos los
domingos daban toques de bembé. En frente, vivía una santera mayor, quien me
invitó cuando debía tener como 11 años a la gran fiesta que le dio a Las
Mercedes y me vaticinó cosas que ocurrieron de verdad. Es más, me dijo que yo
al igual que ella era hija de Obbatalá. De hecho, yo veía desfilar por su casa
a todos los políticos de La Habana, quienes venían en sus carrazos, que
llamábamos entonces “colas de pato”, a consultarla. ¡Te estoy hablando de la
Cuba de mediados de los 1940!
La casa que mis padres alquilaron había sido diseñada
por el famoso arquitecto Max Borges, de estilo chalet, con un balcón idéntico
al de mi casa actual. Él era padre del que luego construyó el cabaret
Tropicana, y la fabricó en aquel barrio que ahora llamaríamos “multicultural”,
porque el dueño anterior y vecino nuestro, el famoso Carrillo, era el diseñador
y fabricante de todas sus rejas que se hacían entonces, algo que le valió
premios en España. Fue en este barrio en donde aprendí a bailar música cubana,
aparte de las rumbas de las películas de María Antonieta Pons que ya yo bailaba
para las monjas Josefinas. Fue en las fiestas en los salones del club San
Carlos de Santos Suárez donde aprendí a bailar son y mambo, aunque con mi madre
ya había aprendido los pasos del danzón que era muy popular en España. Y en un
liceo de la Mil Diez, en Luyanó, donde cantaban Olga Guillot y Celia Cruz en
sus inicios, me inicié en el bolero y la guaracha.
- ¿Coincide esa época con tus estudios en el
Instituto de La Víbora?
Antes de entrar en el Instituto de La Víbora
estuve, como dije, entre los 9 y los 11 años, en la Academia Boston, de una
madrileña llamada Corina y que quedaba a cuatro cuadras de mi casa. Iba caminando
con mis dos amiguitas del barrio, Esther Rivas y Mercedes Rodríguez, cuyos
padres eran españoles del Partido Socialista Popular, o sea, comunistas. Yo era
muy buena en Aritmética y tuve a un profesor que se llamaba Rubén que un día
dio un premio a la mejor de su clase. Resultó que fui la ganadora y el premio consistía
en un libro de La Edad de Oro de José Martí, que devoré y releí varias
veces. Así fue como terminé convirtiéndome en cubana, pues entendí que Martí, siendo
hijo de españoles como yo, defendía la tierra donde había nacido.
Luego, el séptimo grado lo cursé en el
Instituto Torres Donate, en la calzada de Diez de Octubre, donde por primera
vez tuve que hacer una jura de la bandera, como se hacía en todos los colegios
cubanos cada viernes. Entonces empecé realmente a escribir mis primeros
ensayos, a leer toda la obra de Martí, a la vez que estudiaba inglés ya que me
inscribí en unos cursos que daban al lado de la iglesia de Jesús del Monte. Al
Instituto de La Víbora entré en 1947.
- Siempre has dicho que tus años de estudio en
esa prestigiosa institución fueron determinantes para tu futuro. ¿Por qué?
Lo fueron en todos los sentidos, no solo desde
el punto de vista de mi formación, sino porque conocí allí a mi primer esposo,
Pedro Vicente Aja, profesor de Sociología del Instituto. El director era, nada
más y nada menos, que Leví Marrero, uno de los grandes historiadores cubanos. Entré
a los 12 años y permanecí los cinco reglamentarios hasta graduarme. En el
Instituto había profesores maravillosos, como Perla Tavares (directora del
coro, que nos llevaba a los conciertos del Auditorium), Fernando Portuondo del
Prado (autor del libro de Historia de Cuba), Mercedes Pereira (de literatura
cubana), Mercedes González (directora del teatro, en el que entré en el cuarto
año). También tenía compañeros brillantes como el pintor Jorge Camacho, quien
colaboró con sus pinturas, que entonces eran naïves, para un largo ensayo sobre la isla de Cuba, un proyecto de
geografía que yo coordiné para Gerardo Canet, profesor de Geografía, que creó
mapas muy especiales. Eso era en el tercer año en que fundamos la revista Átomo
con compañeros como Mirta Atanes, Magaly González, Jorgito Marbán, Emelina
Ginoris y Amparito Dans (futura arquitecta, que siguió su carrera en Miami).
Y en renglón aparte está mi encuentro con el
futuro cineasta Enrique (Pineda) Barnet, quien también fue determinante en mi
formación de entonces, porque nos hicimos novios, lo quise mucho, y nunca
perdimos la amistad, a pesar de que se quedó viviendo en Cuba.
- ¿Fue en el Instituto de La Víbora en que
empiezas realmente a codearte con el mundo cultural habanero?
Eso comenzó en cuarto año, o sea, en 1951, en
que Mercedes González, muy amiga de Virgilio Piñera, nos daba clases de Teatro.
Conocí al pintor y actor recientemente fallecido en Miami Julio Matas y también
a Enrique, como dije. Ese año montamos una sociedad que llamamos Liceo de la
Juventud y nos reuníamos en la Loma de Chaple, en casa de la poetisa Mirtha
Ibarra (no la actriz de años después) para oír música clásica, asistir a los
conciertos del Auditorium, y oír poesía, sobre todo de Dulce María Loynaz.
Barnet me llevaba a ver todo lo que pasaba en la escena teatral habanera, a Las
Máscaras o al Cine América (en que recuerdo haber visto a Josephine Baker).
Incluso estuve con él en el Carnaval de 1951 y me llevó a la sociedad Nuestro
Tiempo, situada en un local de la Mil Diez, en donde conocí a Wifredo Lam que
estaba montando una exposición.
Comenzamos a asistir a la Sociedad Cubana de
Filosofía (SCF), donde se destacaba Humberto Piñera Llera, profesor de
filosofía en el Instituto de la Víbora, e introductor de la filosofía
existencialista en Cuba. Ya yo leía a Jean-Paul Sartre, y Barnet me había
regalado La edad de la razón y El extranjero, de Albert Camus.
Piñera, hermano de Virgilio, nos hablaba de Martin Heiddegger. Aja, secretario
de la Sociedad, se inclinaba a pensadores más religiosos, como Soren
Kierkegaard. La Sociedad se reunía en El
Ateneo del Vedado que dirigía el conde Agustín de Foxá y Torroba, marqués de
Armendáriz. Y también en el Lyceum Lawn Tennis Club y en la Sociedad Económica de
Amigos del País. Y por supuesto, no dejé nunca de leer novelas, poesía, teatro
y de escribir también. Estudié el arte europeo con Rosaura García Tudurí y
canciones de la trova antigua cubana con María Zambrano.
La Habana era un hervidero cultural y el mundo
entero soñaba con brillar en ella.
- El fin de tus estudios en el Instituto
coincide con el golpe de Estado de Fulgencio Batista y también con el año de tu
casamiento. ¿Entras de lleno en el mundo de la Sociedad de Filosofía cubana y te
politizas?
Como mi futuro esposo, Pedro Vicente Aja, era
profesor del Instituto tuve que terminar el último año por la libre, o sea, sin
asistir al plantel. Eso fue en 1952 y nos casamos un mes antes del golpe de
Estado. Pedro Vicente era ortodoxo y aspiraba a ser representante a la Cámara,
junto con Raimundo Lazo de senador. Yo acababa de leer Mi vida, de Evita Perón, un libro muy idealista en lo político, que
luego resultó ser una falacia, pero que me dio la idea de vincularme también a
la política.
Sin embargo, en la Sociedad no se hablaba de eso
y siguió funcionado bajo Batista, como muchas asociaciones culturales. Además,
Mercedes García Tudurí, que era entonces su presidenta, tenía buenas relaciones
con el Gobierno, aunque alguien como el filósofo Rafael García Bárcena, parte
de la institución, militó contra el dictador y era jefe del Movimiento Nacional
Revolucionaria – MNR y hasta fue encarcelado.
En 1953, sucedieron varios eventos
importantísimos. Batista decidió celebrar en grande el aniversario del
centenario de José Martí alrededor del 28 de enero del 1953, con famosos
invitados, como Gabriela Mistral, además de realizar varios congresos de
sociedades como la de Historia y la de Filosofía (SCF). Yo me entregué de lleno
a cooperar con la SCF, del que mi esposo era el secretario, para organizar el
Congreso de Filosofía en La Habana. Hubo que escribir mucha correspondencia a
todos los países invitando a filósofos reconocidos con todos los gastos pagos.
Vinieron de todas partes de Latinoamérica, y hasta un profesor de la India. La
estrella fue el famoso ensayista mexicano José Vasconcelos, y entre los
invitados estaba la propia hija de Martí, María Mantilla, al lado de la cual me
retraté en la recepción del Palacio Presidencial, algo que me valió la crítica
de mis antiguos compañeros del Instituto, porque Batista aparecía en la foto que
publicó el Diario de la Marina.
En lo privado, construimos nuestra casa en el
Nuevo Vedado, exactamente en Conill, n° 556, a una cuadra de la avenida 26, y
aún está allí. La arquitecta fue Beatriz Masó, hermana del abogado Calixto
Masó, luego socio de bufete de mi esposo y esposa del historiador Manuel Moreno
Fraginals, que también fue muy amigo de Pedro Vicente. El terreno más la
construcción de la casa nos costó aproximadamente 10,000 pesos cubanos, equivalente
a dólares.
Ese mismo año Aja decidió asociarse al
Congreso por la Libertad de la Cultura, con sede en París, una organización
fundamentalmente anticomunista, fundada en 1950 para contrarrestar la
propaganda de los congresos de paz de la Unión Soviética, extendida a 35 países
y que atrajo a ex comunistas que rechazaron esa ideología, en parte debido a
los desmanes de Stalin.
Aja cooperó con la revista Cuadernos del Congreso por la Libertad de la
Cultura escribiendo artículos de filosofía y fue nombrado secretario de prensa
en La Habana y, más tarde, Secretario General de la organización. Yo le ayudé
activamente mecanografiando cartas y editando sus artículos. Me convertí en su
asistente cultural, pues ya la política había tomado un compás de espera, y
prorrogué los estudios universitarios para ayudarlo. En la década de 1950 eso
era lo que sucedía con las mujeres que eran esposas de personajes públicos.
Un tercer logro fue viajar a Bruselas en
agosto para participar en el Congreso Internacional de Filosofía. Toda la
directiva de la SCF, que incluía a Aja, viajó al evento, pero solo dos de las
esposas, Estela Piñera, con su hija, y yo, y el esposo de Mercedes García Tudurí.
Después hicimos un viaje memorable por Francia, Suiza e Italia, incluyendo
Londres. Recuerdo que éramos unos 10 y
viajamos con escala en Miami primero y, luego, en Nueva York, pues en esa época
no había trasatlánticos directos. Fue un viaje muy interesante para mí porque
estuvimos también en París, en Lucerna (Suiza) y en Roma. Recuerdo que Pío XII
nos dio permiso para saludarlo, pero como Pedro Vicente y yo éramos
presbiterianos él no quiso ir. ¡Algo que hoy lamento mucho!
El otro ámbito en el que colaboré activamente
fue en el de la Iglesia presbiteriana de la calle Salud, cuya sede se
encontraba en el barrio chino habanero, por lo que tenía también una capilla
para los servicios en ese idioma, y que yo usaba para mis clases de la Escuela
Bíblica Dominical para adultos, a la que asistían estudiantes universitarios. Tomé
clases especiales de teología calvinista para prepararme en este tema.
Mónica, mi hija, nació el 4 de mayo de 1956 y
fue un gozo para mis padres y toda la familia. Le dimos una fiesta en 1958 en
la casa de Conill, cuando cumplió los dos años, y esa fue la última fiesta en
que vimos a los amigos y familiares en Cuba.
- ¿En qué situación te encontrabas el 1° de
enero de 1959 y cuál fue tu reacción con la llegada de Fidel Castro al poder?
Pedro Vicente Aja conocía muy bien a Fidel
Castro desde la Universidad y sabía que era un gánster. El 31 de diciembre de
1958 estábamos en nuestra casa que colindaba con la de una familia batistiana muy
rica de Oriente y tenían al jefe de policía, el notorio Ventura, como invitado.
Nosotros también habíamos sido invitados, pero como la fiesta iba a estar repleta
de batistianos Pedro Vicente estimó que no nos convenía asistir. El caso fue
que, a las 12 de la noche, el propio Ventura empezó a lanzar tiros al aire,
gritando loas al presidente, pero cuando se supo de la huida de Batista
salieron corriendo y dejaron todo como estaba y hasta los platos con la comida encima
de las mesas.
Desde antes de 1959 ya sabíamos lo que venía,
porque Aja conocía a agentes soviéticos en la Sierra Maestra. Imagínate que
Raúl Fernández Ceballos, amigo nuestro y ministro presbiteriano de nuestra
iglesia que apoyaba a Hubert Matos, cuando comenzó la cacería contra el antiguo
comandante de la Sierra se pasó al bando de quienes lo acusaban de traidor. De
modo que había comenzado la etapa del terror. Todo estaba perdido. Había que
largarse cuanto antes. Y lo primero que hicimos fue vender la casa del Nuevo
Vedado y sacar nuestro dinero de la Isla.
Aunque no habían desmantelado aún la Sociedad
de Filosofía no nos hacíamos ilusiones. En agosto de ese año participamos en un
Congreso Internacional de Filosofía en Argentina, organizado por el presidente
de la Universidad de Buenos Aires, Risieri Frondizi, y estuvimos también en
Lima, donde nos invitó Francisco Miró Quesada y luego en Brasil, en donde nos
encontramos con el filósofo Rafael García Bárcena, embajador de Cuba en este
país. Ya de regreso, Pedro Vicente, siguió relacionándose como Secretario al
Congreso por la Libertad de la Cultura con la preparación de un congreso que se
iba a celebrar en Berlín, el 5 de junio de 1960. Era una situación difícil para
él pues, aunque no se decía que era un proyecto de la Agencia Central de
Inteligencia Americana (CIA), el gobierno de los Castro estaba mejor informados
que nosotros. Al acercarse el momento de decidir si Aja viajaría o no, fue
informado por Humberto Medrano, jefe de redacción de Prensa Libre, de las
declaraciones en el exilio en México del otro invitado cubano (ya Raúl Roa estaba
en el gobierno de Castro), que era Aureliano Sánchez Arango, ex secretario de
Educación con Prío Socarrás, un personaje en la mirilla del régimen castrista.
Nuestra posición era muy delicada. En efecto, Pedro Vicente estaba en la lista
de las personas que iban a arrestar.
Entonces precipitamos nuestra salida, y el 3
de junio de 1960 salimos en un vuelo de Cubana de Aviación, vía Miami, con 6
maletas (de las cuales 2 estaban llenas de libros que aún conservo) y con
nuestra hija Mónica, de 4 años. Nuestras visas eran de estudiantes del
Seminario Teológico de Princeton (presbiteriano), de Nueva Jersey, con planes
de regreso en un año.
- ¿Se quedaron entonces en Miami?
No. En realidad, en ese viaje me quedé con una
familia amiga en Pompano Beach y Pedro Vicente siguió rumbo a Berlín Occidental
para participar en el Congreso por la Libertad de la Cultura junto a Aureliano.
Allí denunciaron al gobierno de Fidel Castro como comunista, que oficialmente
resultó en “una declaración de que se estaba insertando a Cuba en la Guerra
Fría contra Estados Unidos y de parte de los soviéticos”.
Jaime Benítez, entonces rector de la
Universidad de Puerto Rico había viajado con él en el avión de Nueva York a
Berlín y le ofreció un trabajo como profesor de Humanidades, amparado por la
Ford Foundation, que junto con la Rockefeller Foundation, aparecían como los
apoyos económicos del Congreso. Nos tomamos un merecido descanso en Pompano
Beach y nos instalamos después en University Gardens, cerca de la Universidad
de Río Piedras, en San Juan, y cerca de nosotros, a pocas casas, vivían el
ensayista Jorge Mañach,el ex presidente del Banco Nacional Felipe Pazos y el ex
secretario de Obras Públicas Manolo Ray, todos exiliados como nosotros.
- ¿Cómo fue tu vida entonces en Puerto Rico?
En esa época íbamos a diario a casa de Jorge
Mañach, quien tenía cáncer y me llamaba “Señora Protestante”, desde un almuerzo
en La Habana en que, al conversar con un grupo de la SCF, se enteró de que
varios eran protestantes. Pero al llegar a mí, creyó que por ser hija de
gallegos iba a decirle que era católica, y le aclaré que también yo era
protestante, y empezó a llamarme así.
Los independentistas boricuas veían con muy
malos ojos a los exiliados cubanos. En el Congreso de Berlín Pedro Vicente Aja ya
había alertado que lo que se venía encima de los cubanos era el comunismo, pero
a ellos no les importaba. En Puerto Rico, empieza a coordinar el libro Cuba
1961, un suplemento de la revista Cuadernos No 47, marzo-abril 1961,
y como siempre hacía en La Habana, yo copiaba todas las cartas y editaba todos
los artículos: de José Ignacio Rasco, Manuel Antonio de Varona, Humberto
Medrano, Ángel del Cerro, Néstor Suárez Feliú, Aureliano Sánchez Arango, Felipe
Pazos, y el propio Pedro Vicente Aja.
Se estaba preparando la invasión de Playa
Girón desde Miami y a él le habían propuesto ser parte de la junta política a
establecerse al triunfo de la campaña. En San Juan ya él había formado un nuevo
comité del Congreso con exiliados cubanos que incluía a Roberto Agramonte, el
sucesor de Eduardo Chibás. Tras la fallida invasión, debido a la cobardía y
traición de John F. Kennedy, comienzan los ataques de ansiedad de Pedro Vicente
y me doy cuenta de que necesita asistencia médica urgente, primeramente, en
Puerto Rico, luego en Miami, en donde finalmente se hospitaliza en el Jackson
Memorial Hospital. Allí pasó 3 meses, pagados con parte del dinero que habíamos
sacado de Cuba. Néstor Suárez Feliú, de Prensa Libre, y Dámaso Ayuso, de
la Pan American, fueron sus amigos en ese tiempo en Miami.
- Entonces ocurre uno de los episodios
trágicos de tu vida…
Así fue. Yo daba clases de preescolar para una
escuela de la iglesia presbiteriana de Hato Rey, mientras mi esposo estaba en
Miami. Al regresar un día, en enero del 62, a nuestro apartamento, me lo
encontré muerto y herido. En condiciones muy extrañas de las que no deseo
hablar y de las que me aconsejaron que ni siquiera hurgara. Pero los periódicos
puertorriqueños de Nueva York declararon su muerte como un asesinato político y
Humberto Medrano en el Diario Las Américas también. Ese día la policía
me hizo sospechar que eso era lo que temían, aunque se declarara como suicidio,
quizás por su hospitalización anterior.
Me quedé entonces en Puerto Rico, sola, con
una niña menor y el apoyo, eso sí, de la escuela metodista, la muy prestigiosa
Robinson School, en la que me invitaron a dar clases de español. Uno de mis
aventajados alumnos fue Ramón Cernuda, actual galerista en Miami. En esa época
estudiaba al mismo tiempo en la Universidad de Puerto Rico, en la que los que
habían sido alumnos y admiradores de Pedro Vicente me ayudaron al principio con
los estudios de inglés. Entre mis maravillosos profesores estaba Federico de
Onís, editor de la novela de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de
la Mancha. Allí permanecí hasta julio de 1964 en que comienza una nueva
etapa de mi vida, esta vez en Filadelfia, digamos, la etapa de “Olga Connor, la
americanizada”.
- En 1963 llegas a Filadelfia. Cuéntanos
de esos años previos a tu llegada en Miami.
En efecto, así fue. De hecho, es a partir
de ese momento, en que me caso con mi segundo esposo, que comienzo a llamarme
Olga Connor. David, con quien me casé en 1963, pertenecía a una familia WASP
norteamericana. Era profesor de Robinson Scholl en cuya capilla se celebró mi
boda en presencia de Jaime Benítez, rector de la Universidad de Puerto Rico.
Fue él quien nos invitó a David y a mí a terminar nuestros estudios de
postgrado en Filadelfia, dejándonos la puerta abierta para volver si queríamos
como profesores a Puerto Rico.
Me mudé entonces para Filadelfia, en
donde nació mi hijo David Fernández Connor en 1965, y nos instalamos en el
barrio Wynwood, del Mail Line de esa ciudad. Como me dieron una “Teaching
Fellow” impartí clases en Penn desde el segundo año y pude explorar toda la
literatura española. Quería olvidar el pasado doloroso cubano y explorar mis
raíces ibéricas. La Universidad, por ejemplo, tenía un departamento de Lenguas
Romances en el que el español ocupaba el primer lugar en Estados Unidos. Allí
impartía clases el profesor Otis Green, autor de España en la tradición
occidental, el hispanista austríaco Arnold G. Richenberger, Peter G. Earle,
especializado en literatura hispanoamericana, así como los españoles Gonzalo
Sobejano, Ciriaco Morón Arroyo, entre otros. Pasé mi doctorado en 1979 con
honores sobre el Siglo de Oro español, la Comedia, la Edad Media y Filología.
El periodo de Filadelfia representó
también una vida agitada cultural, en que íbamos a los conciertos de la
Filarmónica y a la Ópera de Nueva York
que nos visitaba cada año.
- Pero terminaste inclinándote más
hacia la literatura latinoamericana…
Lo que sucedió fue que comencé a dar
clases en el mejor College de Estados Unidos: el Swarthmore, en las afueras de
Filadelfia, y coincidió con el momento en que estalló el boom de la
literatura de América Latina, algo que atraía más a los estudiantes. En Cuba
había ocurrido el Caso Padilla (1971) y el departamento de Lenguas Modernas del
Swarthmore era un hervidero: el famoso filósofo y comunista francés había
protestado contra la política del castrismo, y mis colegas académicos de
izquierda parecían descubrir la enorme sovietización de Cuba, a pesar de que
entre nosotros había una profesora rusa exiliada que provenía de una familia
menchevique.
Empecé a escribir sobre los ensayos de
estética de Octavio Paz basados en Heiddegger y empecé a hacer muchas
presentaciones de su obra, hasta que, como colofón, le hice una gran entrevista
en 1996 que puede consultarse en Academia.edu y que incluí en mi libro El
arte de la entrevista.
En esa década participé en muchos eventos
y conocí y frecuenté a destacados autores y profesores como los poetas chilenos
Nicanor Parra y Gonzalo Rojas, el poeta mexicano José Emilio Pacheco y al
novelista cubano Guillermo Cabrera Infante, a quien conocí viajando desde el
Dickinson College de Carlisle a la Universidad de Yale en 1979, el mismo año en
que viajé a Caracas para participar en un congreso en homenaje a Rómulo
Gallegos donde presenté una ponencia sobre la pieza teatral del dramaturgo
cubano José Triana La noche de los asesinos y en donde conocí a Carlos
Fuentes.
- ¿Coincide esa época con tu
filiación con el movimiento feminista?
En esos años participé en el congreso
feminista Women in Academic Community. Aunque no lo creas me ofrecieron un
puesto de jefa del departamento de español en el gran College Sarah Lawrence de
Nueva York que no pude aceptar porque en Estados Unidos primaba la ley de que
el esposo pesaba más que la esposa y David no quería mudarse. Así mismo tuve
que rechazar también otra propuesta fabulosa en Cornell University, porque mi
esposo había recibido una oferta en Baltimore y por eso nos mudamos para
Severna Park en 1974. Allí, finalmente, también se me presentó una oportunidad
en la Universidad de Maryland, aunque continué con mis clases de literatura
española en inglés en la Wharton School of Economics por lo que viaja
continuamente en tren desde Baltimore y participando en la vida académica de la
Universidad de Pensilvania, como en aquel célebre congreso sobre el
Surrealismo, de 1975, en que conocí al dramaturgo cubano Matías Montes Huidobro
y su esposa catedrática, Yara González, quienes desde entonces se convirtieron
en grandes amigos.
- ¿En qué momento llegas a Miami y
por qué?
Me encontraba trabajando, desde 1978, en
Dickinson College (Carlisle, Pensilvania), junto al escritor cubano Arturo Fox,
quien me ayudó mucho a crear coloquios y eventos literarios de enorme éxito. A
David, mi esposo, le propusieron un puesto en Miami en calidad de especialista
en estadísticas para el ámbito bancario, de modo que empezamos a viajar entre
Filadelfia y Miami durante tres años hasta que terminamos por alquilar una casa
en esta última ciudad.
Terminamos por vender nuestra casa a
orillas del río Severn y alquilamos una en Coconut Grove, a orillas de la bahía
de Biscayne, exactamente en 3519 Bayhomes Drive. No era una casa cualquiera
porque su propietario era nada más y nada menos que Tennessee Williams. Una
casa fantástica que, como muchas cosas de aquí, la derribaron sin consideración
alguna para vender el terreno por 30 millones de dólares.
O sea, que entré a Miami por la puerta de
un sitio bohemio como era (y ya no es) el Coconut Grove de la época. Ya mis
padres se habían mudado para la Pequeña Habana y mis tíos y primos vivían en
Suroeste de la ciudad. De modo que, poco a poco, a medida que mi relación con
David empezó a deteriorarse, decidí instalarme definitivamente en Miami en
1981, justo cuando me iban a ofrecer la permanencia en el Dickinson College. Y
coincidió con el éxodo del Mariel en que la ciudad recibió una nueva infusión
con la llegada de artistas y es escritores de Cuba. De hecho, en mi casa se
celebró en 1982 una reunión que llamamos “Encuentro”, dirigida por el artista
Víctor Gómez y en la que participaban marielitos como el pintor Carlos Alfonzo,
Gaínza, Luis Vega junto a artistas del exilio como Tony López, Mijares, Gay
García y Ramón Carulla.
- Dicen que las fiestas de “la casa
de Tennessee Williams”, de la que eras la anfitriona, eran famosas…
Allí ocurrieron cosas inolvidables. A
veces venían Reinaldo Arenas, de paso por Miami, también el guitarrista Carlos
Molina, el poeta Gonzalo Rojas con su esposa Hilda, Eloísa Lezama Lima. Pero en
realidad siempre he sido muy fiestera y dada a organizar fiestas. Las que hacía
en el 268 de Hathaway Lane, en Wynwood, Filadelfia, eran famosas y tanto que
hasta vino a una de ellas Nuria Espert con toda su compañía de teatro cuando
montaron a Federico García Lorca en Filadelfia.
- ¿Cuándo comienza realmente tu
labor periodística?
Un día mi hija Mónica vio en la página de
ofertas de empleo del Herald un anuncio de la Editorial América, que
publicaba entonces Vanidades y otras revistas, en que se buscaba a
alguien con conocimientos de Astrología. Tengo que decir que, con las múltiples
experiencias como humanista del Instituto de La Víbora, presbiteriana a los 15
años, maestra bíblica dominical y estudiosa del esoterismo y el teosofismo yo
era una “neopagana postmoderna”. De modo que de toda esa mezcolanza venían mis
conocimientos de astrología y me conocía de memoria mi propia carta astral.
Me presenté entonces en la entrevista y
fui remitida a Mirta Blanco, entonces directora de Vanidades. Y aunque
solo me preguntó sobre astrología salí de aquel encuentro con un puesto de
redactora, pero en realidad lo que querían era que tradujera del inglés al
español el ensayo anual de astrología de la revista. El caso fue que me
hicieron otras pruebas y una de ellas fue enviarme a un junket de Columbia
Pictures para entrevistar a John Huston en el set de la película Annie,
que él dirigía. Esta fue mi primera gran experiencia en este medio. Realmente
podía participar en una rueda de prensa sobre la película, pero yo me las
ingenié para conseguir 15 minutos de entrevista con el director.
El caso fue que tras esta entrevista
empecé como editora y terminé como jefa de redacción de Buena Vida, otra
versión de Buen Hogar. Al trasladarse Vanidades para México, Cristina
Saralegui me dio trabajo en Cosmopolitan, donde pude entrevistar a
muchas personas del medio artístico. Posteriormente fui directora de Aboard
Magazine, una revista para los aviones, en donde entrevisté a Arthur
Laffer, el economista de Ronald Reagan y al cantante Lucho Gatica, entre otros.
Una revista con millones de lectores que me hizo viajar a Bolivia y a República
Dominicana.
- ¿Abandonaste entonces la
docencia?
No. En Miami comencé a trabajar también
en la Universidad, impartiendo literatura española introductoria a estudiantes
que venían de América Latina. Fue entonces que llegó la oportunidad de trabajar
para el Herald por la noche sin tener que abandonar las clases de la
Universidad. Esto ocurrió en 1987, en que era editora de mesa de 3 a 11 de la
noche y mantenía por el día mis clases en la UM.
Pero sucedió que justo en ese momento se
da la noticia de que comienza El Nuevo Herald, como periódico
completamente en español, y me nombran asistenta de Araceli Perdomo que se
ocupaba de la sección de Opiniones, dirigida por Carlos Alberto Montaner.
Trabaja entonces directamente con él, que vivía en Madrid, y lo hacíamos todo
vía telefónica. Con nosotros trabajaban también Manuel Silverio (quien falleció
muy joven) y Andrés Hernández Allende. Excelentes compañeros todos. En estos
comienzos formé a más de 100 nuevos trabajadores del periódico en el uso de las
computadoras de entonces, porque venía con la experiencia de Vanidades.
Fue poco después que me pusieron al frente de la sección, luego suplemento, de
“Galería”, dedicada plenamente al arte. Al final, no pude hacer todo a la vez y
dejé la Universidad.
- ¿Y tu primer artículo para El
Nuevo Herald?
Se me ocurrió escribir una columna sobre
Mario Vargas Llosa, quien se estaba postulando entonces para la presidencia del
Perú, algo que lamentaba profundamente porque conocía muy bien su obra y había
impartido clases sobre ésta. Me parecía imposible que dejara aquel bello oficio
para meterse en el tenebroso mundo de la política, al que se sumaba el peligro
de ser asesinado por Sendero Luminoso. El artículo se publicó el 22 de
diciembre de 1987 y se tituló, por idea de Montaner, siempre ocurrente, “De la
Casa Rosada a la Casa de Pizarro”. Vargas Llosa vino a Miami, visitó el Herald,
y ni me saludó. Obviamente no había apreciado mi artículo que contradecía sus
aspiraciones políticas y que le recordaba lo mal que le fue a Rómulo Gallegos,
el formidable autor de Doña Bárbara, como presidente de Venezuela.
- Aunque sigues colaborando para El Nuevo Herald, tu labor en favor del periodismo cultural de
la ciudad fue esencial en las décadas de 1990 y 2000. ¿Qué recuerdos tienes de
ese periodo?
Galería llegó a tener hasta 40 páginas de
arte, literatura, espectáculos, cocina, moda, etc. Luego vino Viernes,
suplemento que dirigí entre 1991 y 2000. En esa época proliferaron los sitios
de moda en que se oía muy buena música como el Café Nostalgia. Durante años
cubrí o mandé a cubrir cuanto evento cultural o artístico ocurría en Miami.
Creé una sección de Viajes con periodistas encargados de los reportajes. Pasé
de organizar grandes fiestas en casa a meterme en todas las fiestas de Miami.
Si le creyese a un santero de Regla, que vi en 1998 cuando, a raíz de la visita
del Papa Juan Pablo II a Cuba, regresé por primera vez a la isla, casi 40 años
después, yo soy, según me dijo entonces, hija de Changó que le dio mi cabeza a
Obbatalá. Es decir, los dioses del tambor y del conocimiento juntos, dos mundos
que he llevado a la par durante mi vida.
- Justo sobre ese primer viaja a
Cuba quería preguntar. ¿En qué condiciones ocurrió y qué impresiones tuviste?
Fui a Cuba por iniciativa propia durante
la visita del Papa anticomunista Juan Pablo II y en la Plaza Cívica construida
bajo Fulgencio Batista en la década de 1950 coreé junto a los cubanos “Juan
Pablo II te quiere todo el mundo”. Pude hacer uno de los reportajes más
hermosos de mi vida, durante un viaje que pagué de mi bolsillo y por iniciativa
propia, como peregrina de la Iglesia. Visité mi iglesia de Salud, en donde por
primera vez en mi vida no pude hablar porque la emoción me dejó muda, invitada
por el decano de las Iglesias Evangélicas de Cuba, Isaac Jorge, primo de Pedro
Vicente Aja, mi primer esposo y quien había sido invitado por el Vaticano a
sentarse al lado del Papa.
En Cuba fue bien recibida por mis viejos
amigos: el cineasta Enrique Pineda Barnet, la escritora Mylene Fernández
Pintado, el propio Isaac. Pude entrevistar a mucha gente y recorrer los lugares
queridos de mi infancia y adolescencia: el Vedado, Luyanó, La Víbora, el Nuevo
Vedado. De la destrucción generalizada mejor ni hablar. Quién no lo sabe.
- ¿Has conocido a muchas
personalidades, pero si tuvieras que escoger a tres a quiénes escogerías?
Primero a Eugenio Yevtushenko, en 1991,
poeta de la petrestroika que conocí junto a mi gran amiga, profesora de la
Universidad de Vilanova, en Filadelfia, Estrella Busto Ogden. Quería leer sus
poemas en Miami y yo hablé con Eduardo J. Padrón y se le invitó. El quería
quedarse en un sitio que le recordase una dacha rusa y se le consiguió una en
Pompano Beach, en donde se quedó.
En segundo, a Octavio Paz a quien
entrevisté en el apartamento de la Reforma, en el DF, en donde vivía con María
José. Eso fue en 1996 en que el periódico me envió. La entrevista fue
fantástica y tan buena de su parte que no hubo que editar una sola palabra.
Recuerdo que el apartamento estaba lleno de cajas de libros y de gatos, pero me
dijo que los gatos no eran de él sino de su esposa. En esa ocasión me dijo que
André Breton no sabía nada de filosofía pero que él lo que admiraba del francés
era su libertad. El único esteta de América Latina, nuestro Benedetto Croce,
fue Paz.
Por último, a Ellen Goodman, a quien
entrevisté en 1989, columnista del Boston Globe. Ha sido ella mi modelo
como columnista y la admiro mucho.
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