Mi cuento de Navidad en El Nuevo Herald / Los figurines reencontrados
No había tenido tiempo de subirlo al blog desde Miami, a pesar de que fue publicado por El Nuevo Herald el pasado 25 de diciembre, día de Navidad. Aquí les dejo entonces mi cuento de Navidad Los figurines reencontrados publicado por el periódico.
Enlace directo: Los figurines reencontrados/ Cuento de Navidad / William Navarrete / El Nuevo Herald
El cuento de
Navidad es una tradición que la prensa mantiene viva en muchos países. El
escritor William Navarrete escribe este cuento sobre las Navidades de su
infancia, prohibidas en la Cuba y las primeras que celebró en la Riviera
francesa, tras su llegada a París, en donde vive desde hace 30 años |
Los figurines reencontrados
William Navarrete
Nadie sabía
realmente de dónde provenían las pequeñas figuritas del belén. Abuela Rosa
afirmaba que sus padres las habían comprado durante su luna de miel.
“En Niza, Riviera
francesa, hace siglos”, afirmaba, llamando a la Côte-d’Azur como se hace
todavía del otro lado del Atlántico.
Como prueba de la
antigüedad de aquellas figuritas, el asno había perdido la cola, uno de los
pastores la hoz, el manto de María la intensidad de su color azul y la
lavandera la cesta de ropa limpia. Algunas piezas tenían una rajadura y a otras
les faltaba un pedacito. La jarra cuarteada de la aguatera había sido pegada
varias veces. Pero la estatuilla que más me llamaba la atención era la del
reyezuelo de arcilla con su corona dorada aún resplandeciente. Eso sí: le
faltaba por lo menos la mitad de la espada que empuñaba. Creía entonces que, al
manipularla, había sido yo quien por descuido provocó la rotura, y por temor a
que me regañaran, la disimulaba siempre en el bosquecillo de lentejas cuya rápida
germinación auguraba, según abuela, el renacimiento de la vida y un año de prosperidad.
Privados del brío
de antaño, los figurines seguían llenándome de ilusión. Los quería a todos y los
mimaba desenvolviéndolos cuidadosamente para que no se dañaran aún más. Y los
volvía a colocar en el cajón en que esperaban pacientemente hasta la próxima
Navidad.
Me impacientaba
por que llegara la fecha en que las sacábamos de su escondite y las colocábamos,
lejos de la vista de personas indiscretas, debajo de una mesa que cubríamos con
un mantel largo que rozaba el suelo y las ocultaba. Abuela siempre me ayudaba a
montar el belén. Me encantaba oírla cuando ponía voz al asno del establo que le
deseaba la bienvenida a los Reyes Magos: “Gaspar, Melchor, Baltasar, deeejen
esos regalos en la eeentraaada”, con tono teatral prolongando el sonido de
algunas vocales. ¡Regalos que eran ficticios, por supuesto!
Llegado a este
punto confieso que la única Navidad que celebraban en el país desde hacía mucho
tiempo era a una tal Natividad –Pérez de apellido–, una campesina cortadora de
caña de azúcar que habían declarado “heroína del trabajo” y a la que todos
debían venerar. Había cortado ella sola, contaba la prensa, toneladas de aquella
rosácea, la gran riqueza de Cuba en otros tiempos. Se le citaba entonces como
prueba irrefutable de la enérgica resistencia del pueblo frente a un enemigo
invisible que mencionaban día y noche sin que nadie lo hubiera visto nunca.
La otra
Natividad, la de las reuniones familiares en prácticamente todo el mundo
cristiano, se había convertido en una palabra tabú, borrada por leyes y decretos
de nuestras costumbres, susurrada apenas por los más viejos. El celo que ponían
las autoridades en censurar aquella fiestas era tal, que para que nadie asociara,
ni por equivocación, el extraño nombre de la guajira machetera con las
festividades prohibidas, dejaban de mencionarla a ella en periódicos y
noticieros durante el periodo que iba del Adviento a la Epifanía.
Al que sorprendieran
con un belén en casa lo podían sacar del trabajo. Por eso a los niños nos
enseñaban, desde muy temprano, a tragarnos la lengua y a disimular. Así pasaron,
uno tras otro, los años sin Navidades durante aquella década de 1970. Aunque la
prohibición era cosa seria, en casa de la abuela se montaba siempre el
Nacimiento. Y al igual que durante la Revolución francesa, en que se
prohibieron los cultos en las iglesias y la gente montaba las capillas en sus
hogares como acto de resistencia, nuestro belén era una especie de desagravio
ante todas las humillaciones que padecíamos a diario. Cada diciembre, un poco
para consolarse por tantas carencias, abuela decía: “¡Total, en esta isla
olvidada del mundo, nunca ha habido nieve, ni chimeneas, ni olivos, ni nada que
pueda recordarnos los paisajes sagrados del nacimiento de Jesús!”.
Nos quedaba, sin
embargo, un atisbo de esperanza. Para contemplar un arbolito de verdad nos
acercábamos a la Diplotienda, una gran tienda que el gobierno reservaba a los diplomáticos.
Sus vendedoras recibían órdenes de cerrar bien las cortinas de las vidrieras que
daban hacia la Quinta Avenida. Así escondían de la vista de los transeúntes los
arbolitos navideños repletos de bolas y guirnaldas multicolores centelleando y
decorando de lo lindo aquel templo vedado a los nacionales. Entonces se daba el
caso de que la que debía correr las cortinas, ya sea por descuido o porque
quería sabotear la orden, se olvidaba de hacerlo. Desde la acera veíamos,
durante esos raros momentos, la fastuosa decoración prohibida. Cuando eso
sucedía, mi madre me llevaba del brazo hasta la tienda, y para que nadie
sospechara, pasábamos varias veces, como quien no quería la cosa, delante de la
vidriera mirando disimuladamente los arbolitos iluminados.
Eel imaginario de
mi infancia no estuvo poblado de abetos, villancicos y mucho menos de medias
colgadas de un clavo repletas de regalos. Las golosinas navideñas típicas de los
países de tradición hispánica, turrones, manzanas de California caramelizadas,
mazapanes, frutas confitadas y galleticas de anís y canela en forma de estrellas,
los menores nunca las habían visto. Eran alegorías que existían solamente en el
recuerdo de quienes habían vivido la época anterior.
El belén, única
reminiscencia de un universo de censuras, desapareció un buen día. Fue durante
el invierno de mis catorce años, cuando abuela murió y muchas de sus
pertenencias se guardaron en cajones, otras se regalaron o fueron, simplemente,
olvidadas. Entre los objetos desaparecidos estaban los santitos o figurines del
Nacimiento que nadie volvió a mencionar. La Navidad se convirtió a partir de
ese invierno en un hueco negro de verdad, con la única ventaja de la ausencia
absoluta de nostalgia para quienes, como yo, nunca la habían celebrado en todo
su esplendor.
Más tarde, después
de vencer múltiples escollos lograba instalarme definitivamente en París. Durante
mis primeras Navidades a orillas del Sena, me llevaron a ver las vidrieras con
marionetas animadas de las Galerías Lafayette, el abeto gigante bajo la cúpula
art Nouveau de la tienda principal, y las iluminaciones suntuosas de los Campos
Elíseos con sus plátanos chorreando filamentos de luces que ofrecían un
espectáculo de cuentos de hadas visto desde lo alto de una gigantesca estrella que
colocaban por esa fecha a un costado de la plaza de la Concordia. Incluso la
nieve acudió en abundancia a mi primera cita navideña acentuando el encanto del
momento.
Aquello hubiera
podido parecerme extraordinario. Confieso que la decoración sofisticada que
hacía vibrar de emoción a grandes y chicos me dejaba indiferente. Sin puntos de
referencia que despertaran en mí el menor recuerdo, era un espectador ausente que
asistía a una puesta en escena ostentatoria y vacía. Mi pasado de prohibiciones
y escaseces, carente de fantasías, me acechaba.
Poco tiempo
después un amigo me invitó a visitar la Riviera francesa para celebrar con sus
familiares las Navidades. En cuanto puse los pies en Niza me emocionó la
silueta sensual de su bahía, la comunión perfecta entre la tierra y el mar, y los
destellos argentados de las olas que me devolvían la imagen de La Habana y me
hacían tomar conciencia, por primera vez desde mi partida, de la lejanía del
mar que tanto detesté por haber sido mi prisión.
No tardé en descubrir Lou
presèpi, el famoso belén viviente de la plaza Rossetti, frente a la
Catedral, en el casco antiguo. Entonces no se había puesto de moda todavía oponerse
a estas manifestaciones argumentando la defensa de los animales. Me fascinaba
que existieran pueblos que defendían sus tradiciones, aunque solo fuera para
alegrar la vida de los pequeños. Al darme cuenta del brillo en los ojos de los
niños que contemplaban aquel Nacimiento, no podía dejar de pensar en el fracaso
de las absurdas prohibiciones de mi infancia.
La fiesta de fin
de año terminada, otro amigo me propuso celebrar el primer día del año visitando
Lucéram, un pueblo del interior para recoger kakis, una fruta que madura en esa
época. Dijo que encontraríamos grandes cantidades colgando de las ramas de los
árboles de aquel pueblito a unos 25 kilómetros de Niza.
Visitamos primero
el burgo medieval, asentado en un peñón. La tierra conservaba aún los vestigios
de la nevada de la noche anterior. Hacía algunos años que los habitantes convertían
al pueblo en un belén gigante en cuanto despuntaba diciembre. ¡No daba crédito
a mis ojos! Había nacimientos en cada rincón, en las escalinatas delante de las
casas, sobre los buzones, en el borde del lavadero o en los alféizares de las
ventanas. A donde quiera que mirara descubría decenas de figurines de
terracota, los famosos santitos de Provenza, de madera, tela u otras materias
como palillos de tender ropa, semillas de calabaza e, incluso, de chocolate. Un
folleto explicaba que aquellos figurines eran la obra de los ribereños, que
dedicaban tiempo, creatividad e ingenio en fabricarlos.
Apenas podía
disimular mi emoción. Iba como un crío de una calle a otra, de belén en belén,
para verlo todo. Me daba igual que las ráfagas de viento gélido bajasen
ululando desde las cimas alpinas colándose como navajas entre los arcos y
pasajes del pueblo. Mi amigo, más interesado por los kakis que por aquella
panoplia de figurines, se había largado. No entendía cómo a alguien pudiera
gustarle tanto aquel arsenal de imágenes piadosas, dijo, burlándose amablemente
de mi asombro, antes de ir a por las frutas.
Empecé entonces a
detallar, ya sin prisa, cada personaje. Un vendedor de ajos parecía tener
cierta complicidad con la pescadera. El molinero, la mujer que iba con una
cesta llena de espliegos y el vendedor de calissons salían del mercado.
Más allá, el pastor buscaba a su perro que se había ido detrás de una pareja de
ocas que, a su vez, se escondía en un campo sembrado de lentejas que le servía
de escondite. Un ciego era guiado por su hijo. Una pareja de ancianos sentados
sobre un banco contemplaba el ajetreo de la plaza. En medio de la algarabía,
como si se hubiera querido borrar la frontera entre lo sagrado y lo profano,
unos pastores se dirigían hacia la casa en donde había nacido el Niño.
Caminaban detrás de una trompeta anunciadora que soplaba un ángel seguidos por un
grupo de gitanos que reconocía gracias a los colores chillones de sus prendas estrafalarias.
De pronto,
mirando hacia un muro de papier mâché que servía de tapia a un huerto
artificial, descubrí a un personaje que hasta entonces no había visto. Llevaba
una corona dorada centelleante y empuñaba una espada a la que faltaba la mitad
de la hoja. ¡Era Herodes! ¡Idéntico al del belén de la abuela, con el mismo
turbante y aquella expresión inolvidable, casi mueca, de odio y malevolencia!
Las capas superpuestas
de mi memoria, sumergidas por el olvido, empezaron a ceder paso a los recuerdos.
Y los figurines de mi infancia, a emerger poco a poco de cada una de las piezas
que tenía delante de mis ojos. Tal vez porque nuestros santitos ya estaban esmirriados
o porque quise olvidarlos para siempre, el reducido mundo de fantasías de mi
infancia había desaparecido de mi memoria.
Sin pensarlo dos
veces, asegurándome de que nadie me observaba, agarré al antiguo rey de Judea y
lo escondí en medio del campo de las lentejas, justo entre las más crecidas. Ya
no porque temiera, como en el pasado, que me acusaran de haber roto la espada
del rey, sino más bien para impedir, con aquel gesto, que alguien, ya fuera gobierno
o tirano, volviera a tratar de matar al niño que debe mantenerse siempre vivo en
cada ser.
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