Entrevista al pianista exiliado José Luis Fajardo - Cubanet - William Navarrete

Les dejo la entrevista que hice al pianista cubano exiliado en Madrid José Luis Fajardo, llena de anécdotas y recuerdos de otros tiempos.

Enlace directo: “No me fui de Cuba por falta de comida o de zapatos, sino porque no había libertad”



José Luis Fajardo, Nancy Berthier y William Navarrete en la Casa de Velazquez (Madrid)


“No me fui de Cuba por falta de comida o de zapatos, sino porque no había libertad”

(El escritor William Navarrete entrevista al pianista cubano José Luis Fajardo)

Compartimos recientemente durante un encuentro, mitad charla, mitad concierto, en la Casa de Velázquez, una antigua institución del Gobierno de Francia en el seno de la Universidad Complutense de Madrid. Mientras tocaba piezas de Lecuona, Cervantes, Touzet y de su propia autoría, yo alternaba contando la historia del exilio cubano desde el Padre Félix Varela y José María de Heredia hasta nuestros días, haciendo hincapié en el ámbito musical. Fue una noche muy especial porque en el salón de la prestigiosa Casa había exiliados cubanos de todas las generaciones y no faltaron los que, como él, el maestro José Luis Fajardo, llevan unas seis décadas de exilio en el suelo español.

En España, a donde llegó en 1963, logró, después de abandonar los estudios de sacerdocio que había comenzado en La Habana y continuado en Puerto Rico, afianzarse como pianista. Era muy joven cuando Julio Lobo, el magnate cubano del azúcar lo dejaba tocar en el piano del Centro Cubano de Madrid, sito primero en la plaza Santa Bárbara y luego en la calle Claudio Coello. Con mucho esfuerzo pudo terminar sus estudios en el Real Conservatorio de Música de la capital española y cuando pensaba cruzar el océano en busca de mejores perspectivas, sucedieron cosas que le cambiaron la vida.

Jubilado hoy en día, el maestro Fajardo sigue animando múltiples encuentros como el de la Casa de Velázquez. Es usual verle tocando durante las celebraciones de la Archicofradía de la Caridad del Cobre, solicitado por su presidenta Margarita Larrinaga, o en conciertos como el que recientemente dio en Valladolid junto a la soprano Alina Sánchez a solicitud de la Diputación de Valladolid y en favor de las víctimas del terrorismo.

- Como a todos mis entrevistados le pido que nos cuente sobre sus orígenes familiares, es decir, sobre la Cuba de sus padres y abuelos

Isaac Fajardo Rodríguez, mi padre, era de San Juan y Martínez, un pueblo de la provincia de Pinar del Rio. Su madre, Madrona Rodríguez Díaz, había sido maestra en un poblado llamado Calderón, cerca de San Juan y Martínez, pero al quedar mi padre huérfano muy temprano, durante la crisis del machadato, no pudo hacer estudios y tuvo que ponerse a trabajar. Lo hizo en una tienda de San Luis, llamada La Campana, propiedad de un asturiano, tío de la mujer con quien se casaría después. Me cuentan que, cuando vio en la pared de aquel lugar una foto de ella dijo: “Ésa es la mujer con la que quiero casarme”. Y así fue, se casó con Lilia Florinda Trabanco León, nacida en Holguín, pero cuyo padre era del pueblo de Grado en Asturias y su madre, Carmen León Díaz, nacida en San Agustín de Aguarás, quien al casarse con mi abuelo se mudó para Holguín, a la calle Rastro n° 5 de esa ciudad oriental.

- ¿Qué recuerdos tiene de su universo familiar?

Vivíamos en el mismo centro de la ciudad de Pinar del Río, en una casa de la calle Virtudes n° 23 en la que nací en 1946. En esa época mi madre era ama de casa y mi padre carrero, que es como se le llamaba a quienes iban por los campos con una camioneta repleta de productos que proponían a los tenderos. Ese trabajo él lo hizo hasta que yo cumplí los 11 años de edad. Mas tarde nos mudamos para una casa que mis padres compraron en la calle Colon, cuando ya la ciudad se terminaba, en un sitio más retirado y por detrás de nuestra vivienda pasaba el río Guamá. Ya en esa época mi padre trabajaba en la tienda La Mía en donde permaneció hasta su nacionalización en 1962.

Estudié en los Escolapios de Pinar del Río y, en algunos cursos, en la Academia Valella y en la Raymat, pero volví a los Escolapios en 1958 porque eran de los pocos lugares donde se podía estudiar tranquilo ya que en esos años había mucha inestabilidad política, huelgas y cierres que no permitían realizar un curso normal.

- ¿En qué momento la música entra en tu vida?

Mi madre tenía un piano en casa y había estudiado la carrera de piano en Holguín. Daba lecciones a veces, pero no le gustaba realmente practicar. Más tarde se convirtió luego en mecanógrafas. En casa había un disco de Paquito Godino grabado por la Panart con danzas y contradanzas cubanas que de niño me impresionó mucho.

Solíamos veranear en una playa llamada Boca de Galafre, cerca de San Juan y Martínez. De noche, como no había televisor ni nada que hacer, nos reuníamos entre veraneantes para hacer cuentos y cantar. Fue durante uno de esos veranos que me enfermé gravemente. Yo debía de tener cerca de cuatro años cuando ocurrió esto. Me iban a llevar a la quinta de la Colonia Española en Pinar del Río para que me atendieran, pero al parecer, empecé a pedir que me pusieran al piano y les decía que quería tocarlo. Aunque todo eso pareciera improbable, mis padres antes de llevarme a los médicos me complacieron. Creo que yo estaba tan mal que ellos tal vez pensaron que lo mejor era satisfacer mi pedido. De modo que antes de ingresarme en la clínica pasaron por la casa, me pusieron en el piano y dicen que toqué de oído todas las canciones que se habían cantado entonces en la playa.

Por supuesto, luego me hospitalizaron y cuando me curé me pusieron con una profesora llamada Candy del Valle para que diera clases de solfeo y piano. Era buena profesora, pero me aburría pues como conté ya entonces tocaba todo de oído. El problema era que en la sociedad de provincias como la mía era muy mal visto que un varón se dedicara a tocar el piano. Mi padre, que era muy viril, no apoyaba la idea de que me convirtiera en pianista pues él, como muchos hombres de esa época, prefería que yo fuera pelotero o boxeador. De modo que cuando anuncié en la casa que iba a dejar las clases de piano nadie mostró oposición, al contrario, se alegraron.

- ¿Fue entonces que decidiste estudiar en el Seminario?

En efecto, tenía 13 años y me estaba volviendo rebelde y, sobre todo, incómodo para la familia. Cuando anuncié que me iba a La Habana a estudiar para sacerdote a mi padre no le gustó mucho la idea, pero no pudo impedirlo. Envió, eso sí, a una hermana de él para que me convenciera de regresar a Pinar del Río. Fue inútil. Yo estaba decidido a seguir.

En el Seminario del Buen Pastor, que había fundado el cardenal Arteaga, había un sacerdote mulato llamado Emilio Valdés que parecía un hombre del Renacimiento. Sabía de todo: tocaba el piano y el órgano, hablaba muchas lenguas, era alguien cultísimo. Por supuesto, ahora pienso que él debió denostarme un poco, pero aceptó darme clases de música.

- ¿Estamos en el periodo en que ya ha triunfado la revolución de 1959?

Yo entré en el Seminario a principios de 1959. En efecto, la revolución había triunfado, pero al principio nadie imaginaba que iba a ser tan radical. Fue luego de la invasión de bahía de Cochinos en 1961 que las cosas se fueron degradando. Ese mismo año, una procesión reprimida por el 8 de septiembre y organizada por la Iglesia, fue el pretexto para que Fidel Castro expulsara, diez días después, y a bordo del barco Covadonga, a 131 sacerdotes. Un mes después, en octubre, un sacerdote jesuita nos consiguió una visa a mí y a un grupo de seminaristas para que saliéramos del país vía Miami.

- ¿Te quedas entonces en Miami?

Solo dos días porque me mandaron enseguida al Seminario Conciliar San Ildefonso, en Aibonito, Puerto Rico. Como aquel seminario estaba dirigido por jesuitas el nivel era muy bueno. Sin embargo, allí el que más sabía de música era yo. Por mi curiosidad innata hasta quise estudiar francés y recuerdo que un sacerdote cubano que era nieto del dictador mexicano Antonio López de Santa Anna, quien vivió exiliado en La Habana, me dio clases de francés en su habitación durante tres meses.

Entre tanto, mis hermanos salieron mediante la Operación Peter Pan en 1962 y logré sacar a mis padres, estando yo en Puerto Rico, porque le escribí al presidente de Gobernación de México explicándole mi caso y así fue como le concedió las visas a mis padres para que pudieran salir de Cuba.

En el Seminario de Aibonito solo se estudiaba hasta el bachillerato, de modo que, a los seminaristas cubanos, aunque había uno mayor en Ponce, nos enviaban por lo general a España. Así fue como llegué yo a este país, dos años después, en 1963.

- Continúas entonces tus estudios de seminarista en España. Tengo entendido que fue entonces cuando decidiste dar por terminada tu carrera para sacerdote …

Al llegar a Madrid, el padre Gerardo Fernández que había sido capellán de Los Maristas en La Habana, era el encargado de distribuirnos. Como mi familia materna era de Asturias, de un pueblo llamado Grado, en donde vivían tíos y parientes, me enviaron entonces al Seminario Metropolitano de Oviedo, un edificio enorme en esa misma ciudad, en donde recuerdo haber pasado el primer y peor frío de mi vida.

Entré en Filosofía ese mismo año, pero lo primero que noté era que no tenía la preparación necesaria para estar en ese sitio. Todas las clases eran en latín y tanto en La Habana como en Puerto Rico esa lengua se estudiaba, pero no lo suficientemente como recibir la integralidad de las lecciones en ella. Eso me desestabilizó mucho. Y empecé a padecer de insomnios que, al principio eran leves, pero luego fueron acentuándose.

- ¿Fue entonces que decides abandonar el Seminario y estudiar música?

En realidad, fue un proceso. Un 22 de noviembre de 1963, durante una celebración de Santa Cecilia que, como sabes, es la patrona de la música, propuse tocar el piano en el Seminario. Entonces interpreté La Malagueña de Ernesto Lecuona. Causé tal revuelo que, hasta el director, un hombre más bien seco y poco dado a los elogios, me dijo que era un verdadero artista.

Empecé entonces a tomar lecciones con un muchacho que venía desde Grado una vez por semana a darme solfeo y no me cobraba. Se llamaba Florentino Fernández, pero como en esos pueblos todo el mundo tiene un mote, le llamaban “Tinín de los Lelos”.

Ya en el curso 1964-1965 me sentía muy mal y pedí que me autorizaran consultar a un psiquiatra. El caso fue que en diciembre de ese mismo curso decidí dejar el Seminario e irme a vivir a casa de mis tíos en Grado. En Oviedo consulté al profesor Miguel Gomis quien me dijo que a mi edad era un poco tarde para recuperar el tiempo perdido y que la única solución que él veía era que me fuera a Madrid cuanto antes para inscribirme en un intensivo de piano. Lógicamente no tenía dinero para eso, de modo que ese verano lo que hice fue irme a Londres a trabajar para ahorrar dinero, de modo que pude inscribirme luego un curso entero en el Conservatorio de Oviedo.

- ¿Cuándo comienzas en el Conservatorio de Madrid?

Fue en septiembre de 1966, en la cátedra de Teresa Alonso Parada, esposa de Tomás Andrade de Silva con quien también tomaba clases particulares. Este último fue profesor de pianistas cubanas como Zenaida Manfugás e Ivette Hernández. El Conservatorio en aquella época estaba en el Teatro Real y a medida que pasaba los cursos iba ganando premios de excelencia hasta que hice mi último examen en 1975. Por ejemplo, en junio de 1972, siendo Primer Premio de Honor de Piano y Música de Cámara toqué en el Conservatorio de Paris, y en mayo de 1973 en el de Barcelona.

Toda mi carrera la hice con mucho sacrificio. Las becas importantes eran para los ciudadanos españoles y yo no quería naturalizarme porque como tenía menos de 30 años entonces por la ley me llevaba el Servicio Militar Obligatorio. Recibí pequeñas ayudas, una de ella gracias a Julio Lobo que me presento a Gregorio Marañón Moya, el hijo del gran médico Gregorio Marañón y presidente de Cultura Hispánica que me proporcionó una pequeña beca. No puedo decir que tuve mecenas aristócratas ni banqueros.

Era un pianista en busca de un piano, y cada vez que se me presentaba la oportunidad y encontraba uno entonces, sin importarme la hora, me iba a ensayar. Recuerdo que comía en uno de los comedores de Auxilio Social que dependía de la Falange femenina y que estaban en la calle Santa Catalina y en la de Canarias. En estos sitios se hacían colas enormes en las que no faltaban muchos cubanos, pero como era estudiante me dejaban pasar primero. Vivía en pensiones de mala muerte hasta que en algún momento de mis estudios empecé a dar clases particulares y a tener un poco de respiro. Fue en ese momento en que me dejaron vivir en la portería de la Iglesia Presbiteriana de la calle Noviciado, n° 5 y que el pastor de ésta dejaba que tocara en los pianos que tenían. Esto lo digo porque ahora se dice que durante el franquismo las religiones protestantes no estaban permitidas, algo que es incierto porque la prueba era que aquella iglesia funcionaba sin obstáculo alguno.

- Conociste muy bien a Julio Lobo Olavarría, uno de los hombres que marcaron el siglo XX cubano por haber amasado la mayor fortuna del país y porque en Cuba quedó, confiscada por el castrismo, su extraordinaria colección sobre Napoleón Bonaparte, considerada como la mayor de las Américas. ¿Qué recuerdos tienes de él?

Julio Lobo era en ese entonces el fundador en 1967 y presidente del Centro Cubano de Madrid y como yo me colaba donde quiera que hubiera un piano frecuentaba mucho aquel lugar en que solían reunirse los exiliados cubanos. Allí conocí a Miguel de Grandy, Zenaida Marrero, Olga Guillot, Maruja González Linares, y decenas de personalidades cubanas del ámbito musical, y a muchas de ellas las acompañé tocando el piano. En ese entonces, Lobo vivía en la calle Hermanos Bécquer, en el mismo edificio al que se mudó, una vez viuda, Carmen Polo, la esposa de Francisco Franco. Tenía un ojo muy sagaz y sabía diferenciar a las personas que se esforzaban de los que no. Tal vez porque yo era de los primeros me tenía particular consideración. En realidad, era un hombre austero y muy económico. Recuerdo una anécdota que me contó un camarero del Centro Cubano quien me dijo que, una vez, al tomar un taxi con Lobo quiso, al bajarse, dejarle una propina al chofer, pero el magnate le aguantó la mano y le dijo que botando su dinero nunca llegaría a nada. No puedo dar fe de la veracidad de esta anécdota, pero así me la contaron y como sucede con las personas célebres nunca faltan historias como ésta. En todo caso yo no fui tampoco un privilegiado por haberme relacionado con él.

- Qué sucede al terminar el Conservatorio. ¿Terminaste, acaso, encontrando tu propio piano?

Si supieras que mi primer piano me lo compré gracias a un viaje a Puerto Rico, en donde vivían mis padres, durante el cual trabajé en un restaurante y reuní el dinero necesario para comprarlo. Terminé el Conservatorio en 1975, el mismo año en que muere Franco. Al terminar mis estudios no sabía qué hacer y como acepté tocar en un club del barrio de Estrella llamado Sirio. Tocaba boleros y cosas populares, pero como a la gente le fascinaba me permitía el lujo de introducir zarzuelas y otros géneros. Siempre que le anunciaba el dueño que quería irme me subía el sueldo. El caso fue que, empecé a preparar, al cabo de los tres años, los papeles para marcharme a Estados Unidos. Pero el destino tenia otros planes para mí porque en ese mismo año de 1978 me hicieron un contrato temporal para ser profesor en el Conservatorio y conocí a Maribel Sánchez Rivera, mi esposa, con quien me casé, tuve dos hijos y vivo todavía.

- ¿Te dedicaste entonces a ensenar, más que a tocar?

Enseñé durante treinta años en el Conservatorio del que me convertí en profesor titular cuando me presenté a las oposiciones en el curso 1981-1982 y obtuve mi plaza fija. Me jubilé 30 años después, en 2009. Independientemente de la docencia, a la que me he entregado con esmero, no he dejado de tocar en muchos lugares y cada vez que puedo introduzco el repertorio de grandes compositores cubanos como Ernesto Lecuona (de quien he grabado dos discos), Saumell, Cervantes a la par de clásicos como Chopin, Liszt, Debussy, Falla, Albéniz, entre otros. He tocado en infinidad de salas, en el Campoamor de Oviedo, en el Rosalía de Castro de La Coruña, en la Fundación Botín de Santander, aunque también en Miami, en el Cami Hall de Nueva York, en Puerto Rico, en Bosendörfer House, entre muchos otros sitios. He ganado muchos premios y distinciones. Me gusta hacer transcripciones de música de zarzuela, un género que considero muy poco valorado. Hoy vivo en Torrelodones, a donde nos mudamos en 1994, rodeado de cinco pianos y sigo estudiando cada día.

- ¿Has vuelto a Cuba? ¿Recuerdas aun el sitio de tu infancia y primera adolescencia?

Nunca regresé. Sé que la Cuba que tengo en mi mente no existe ya y no quise sufrir una gran decepción. Esa que permanece vívida en mis recuerdos nadie me la puede quitar. Mi familia completa se exilió. Por extraño que parezca no quiere decir esto que no me interese Cuba. Puedo decir que no hay un solo día en que yo no piense en el lugar en que nací. Esa etapa me marco definitivamente y es la razón por la que, a pesar de que me exilié con 15 años, en mi repertorio nunca han faltado las piezas cubanas.

Por supuesto, ha habido intentos de invitarme, de hacer que dé un recital allá. Pero ni yo, ni mi esposa, ni Isaac y Elisa, mis dos hijos, ha querido nunca ir. Me considero un exiliado y no un emigrante. No me fui de Cuba por falta de comida o de zapatos, sino porque no había libertad. Las razones por las que tuve que abandonar mi país están aún vigentes. Por lo tanto, no tengo ni deseos ni motivos para regresar.

Madrid, marzo de 2023


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