Entrevista al investigador y académico Alejandro González Acosta - por William Navarrete
Entrevisto para Cubanet a Alejandro González Acosta quien vive en México desde 1987.
Enlace directo: "Donde está la paz y la libertad, está la patria" / por William Navarrete / Cubanet
“Donde está la paz y la libertad, está
la patria”
Entrevista al escritor, académico e
investigador cubano-mexicano Alejandro González Acosta
Tiendo un puente telefónico entre París y
Ciudad México para entrevistar al académico, escritor e investigador
cubano-mexicano Alejandro González Acosta. Nuestra conversación fluyo como si
nos conociéramos de toda la vida y lamenté no haberlo encontrado en las
diferentes ocasiones en que he viajado al Distrito Federal de México, donde
vive desde hace unos 35 años.
Conversador nato y con miles de anécdotas
y vivencias por contar, ha sido también uno de los investigadores más eminentes
de la UNAM, de la que es Doctor en Letras Iberoamericanas y en donde trabaja
desde hace tres décadas sin ganas de jubilarse. Ha recibido numerosos
reconocimientos por su trabajo, como el Premio Sor Juana Inés de la Cruz (1989)
y el Premio Internacional Inca Garcilaso de la Vega de ensayo (1990). Es
fundador y miembro numerario de la Academia Mexicana de Estudios Heráldicos y
Genealógicos y en este ámbito ha realizado estudios sobre la descendencia de
Moctezuma II por la línea femenina de Isabel Tucuichpoch, así como de la
Benemérita Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Con unos 20 libros
publicados de diferentes temas ha sido director de numerosos proyectos de
investigación sobre historia y literatura. Un extenso currículo que lo hizo
acreedor en 2017 de la Gran Orden y Collar Triunfo de la República, recibida en
la ciudad de Puebla.
- Naciste en La Habana en la
convulsa década de 1950. ¿Puedes hablarnos de tus orígenes y de tus primeros
pasos por la ciudad?
Nací en el barrio del Vedado, en 1953, en
el antiguo hospital Nuestra Señora del Carmen, frente al edificio López Serrano.
Ese hospital lo llamaron después Camilo Cienfuegos. Mis padres vivían en la
calle I, esquina a Calzada, cerca de donde estaba la pizzería Dona Rossina. Allí
permanecí hasta los 5 años de edad en que nos mudamos para la calle Neptuno, en
Centro Habana.
Mi padre, Elpidio José González González,
era hijo de gallegos que se habían establecido en Sagua la Grande, antigua
provincia de Las Villas, entonces una ciudad muy próspera. Aunque él había
estudiado para contador, en realidad se asoció con dos amigos para poner un
restaurante de comida española llamado La Moda, sito en las calles San Miguel e
Industria, en Centro Habana, razón por la que nos mudamos para este barrio. El
restaurante, después de que el gobierno castrista lo confiscó, pasó a llamarse El
Hanabanilla. El caso es que, por su céntrica posición, venían muchas personas
importantes a comer allí.
En cuanto a mi madre, Mercedes Acosta del Castillo, descendía de
catalanes y canarios, y había nacido en Aguada de Pasajeros, un pueblo que
después de la división administrativa de 1976 pertenece a la provincia de
Cienfuegos. Era, como muchas mujeres de la época, ama de casa.
- ¿Qué recuerdos tienes de ese
barrio de Centro Habana, epicentro comercial de La Habana antes de 1959?
Para que tengas una idea de la
importancia de la cuadra en que vivía – calle Neptuno #212 entre Industria y
Amistad – te puedo decir que, hoy en día, cuando alguien quiere mostrar la
maravilla que era La Habana de entonces, la foto que reproduce siempre es la de
mi cuadra. Vivíamos en los altos de la tienda Luxor, que vendía objetos y ropas
exóticas, como bien dejaba suponer su nombre, y casi frente a la tienda
Roseland. Colindante estaba el edificio en cuyos bajos se hallaba La Casa del
Perro, una tienda de objetos para mascotas, la primera de su tipo en Cuba.
Tuve la suerte, desde pequeño, de
frecuentar a personas que fueron importantes para la cultura del país. Mi
padrino, por ejemplo, era el gran compositor Osvaldo Farrés, muy amigo de un
tío paterno. Y nuestro vecino en la calle Neptuno, cuya casa daba pared con
pared con la nuestra, era el gran fotógrafo profesional de celebridades y de La
Habana elegante de aquellos tiempos, Joaquín Blez Marcé, nacido en Santiago de
Cuba en 1886, al que considerábamos como un miembro más de la familia, al punto
que terminamos por abrir una puerta para comunicar directamente nuestras casas.
Vivía allí con su hermana y su esposa Lydia D’Otres de la Riva. Blez me adoptó
como si fuera su sobrino y recuerdo que me llevaba a pasear en su Buick, el auto
que estacionaba en un garaje de varios pisos en Galiano y Concordia. Íbamos a
las ruinas del antiguo ingenio Taoro, al pueblo de Jaimanitas por la antigua
carretera de Cangrejeras y almorzábamos en un restaurante de madera casi sobre
la playa de Baracoa que se llamaba Hollywood, donde se reunió el Grupo de
Orígenes. Blez me dejaba hurgar en su papelería y archivo, lo que para mí
significaba un viaje por La Habana fastuosa de décadas anteriores.
Al mudarnos para ese barrio, me
matricularon en una escuela que estaba en Trocadero y Consulado, el Colegio
Academia Santa Cruz, privado, que luego cuando lo nacionalizaron lo renombraron
como Guillermo Llabre y lo trasladaron al final del Paseo del Prado, entre
Genios y Refugio, de modo que caminaba todos los días por la calle Neptuno y
doblaba a la izquierda para seguir por la alameda arbolada del paseo que
brillaba como un crisol, porque la limpiaban con chorros de agua todas las
mañanas. Como a veces llegaba antes de que empezaran las clases, me daba un
salto hasta el monumento de Juan Clemente Zenea, sito en La Punta. Allí aprendí
de memoria el primer poema de mi vida, A una golondrina, de este autor
bayamés fusilado por las autoridades españolas de la Isla en 1871.
También recuerdo la “Casa de La Bruja”
que, cosa de muchachos, era como llamábamos a la mansión de la última descendiente
de Frank Maximiliam Steinhart, un alemán naturalizado norteamericano que
primero fue cónsul en La Habana hasta que renunció en 1907 y se convirtió en
propietario de los tranvías capitalinos y en una de las personas más pudientes
del país. A la casona la llamábamos así porque en ella vivía todavía una
descendiente del hijo del fundador de aquel imperio familiar, también llamado
Frank. La señora salía de su casa en un flamante Rolls-Royce, con su chofer y
un mayordomo les abría la puerta, algo que nos llamaba la atención a todos en
aquellos primeros tiempos de revolución.
- ¿En dónde cursas tus primeros
estudios? ¿Y qué recuerdos tienes de los primeros años del triunfo del
castrismo?
Como dije, empecé mis estudios primarios
en una escuela privada llamada Colegio Academia Santa Cruz. Mi último curso
antes de que la nacionalizaran y pasase a llamarse Guillermo Llabre fue el de
segundo grado de cuya graduación, que tuvo lugar en el antiguo Teatro Alkázar
(luego Musical y ahora una ruina absoluta), conservo fotografías. Por cierto,
en la misma esquina quedaba la heladería El Anón de Virtudes, propiedad de unos
chinos que fabricaban los mejores helados del país y que, por supuesto el
gobierno castrista no tardó en confiscar y borrarla del mapa.
Recuerdo que en casa se hablaba de la
posibilidad de irnos del país, pero los planes se frustraban porque mi abuela
paterna vivía todavía y no podían incluirla en el viaje pues era demasiado
anciana. A nadie de la familia, incluido yo, le interesó nunca el tema
político. Cuando el ataque al Palacio Presidencial en 1957 oímos los tiros
desde la casa y lo único a lo que atinó mi madre fue a esconderme debajo de la
cama.
Por supuesto, después de 1959, el
ambiente escolar se politizó y como todos los niños tuve que cantar aquella
cancioncita que decía: “Que viva Cuba, y viva Fidel / y todos los que lucharon
junto con él”. También recuerdo particularmente el momento de la Crisis de
Octubre pues caminaba con mi padre hasta la casa de un tío que vivía en Malecón
y Perseverancia, y vimos en las bocacalles los sacos de arena puestos para los
atrincheramientos y la gente que cantaba en grupos una especie de conga que
decía “La ORI, la ORI, la ORI es la candela / No le digan ORI, dígale candela …”.
En efecto, esas siglas correspondían a las Organizaciones Revolucionarias
Integradas, el preámbulo que aunaba a las organizaciones “revolucionarias”
anteriores y primer eslabón creado, antes del Partido Unido de la Revolución
Socialista (PURS) y, luego, Partido Comunista de Cuba (PCC), para ejercer más
tarde el control totalitario.
- Tu escolaridad continúa entonces
en aquel difícil periodo entre las décadas de 1960-1970 …
La secundaria la cursé en lo que había
sido el antiguo Colegio de Los Escolapios, en las calles San Rafael y San Nicolás,
que rebautizaron, como todo, José Antonio Echevarría, y que luego mudaron para
el cuarto piso de la Manzana de Gómez. Luego me tocó la época en que crearon
experimentalmente un grado 13 antes de finalizar los estudios
preuniversitarios. Entonces nos llevaron a un “concentrado” (proveniente de
varias escuelas secundarias) que instalaron en un edificio frente a la Plaza de
Armas, que había sido la antigua embajada norteamericana en La Habana. A ese
concentrado lo llamaron Forjadores del Futuro y recuerdo que entre mis
compañeros de clases estaba la poeta Reina María Rodríguez. Después cursé el
bachillerato en el antiguo Instituto de La Habana, llamado ya José Martí y lo
terminé en 1974.
¿Fue entonces que comenzaste tus
estudios de Letras?
Ese año no hubo ninguna posibilidad de
estudiar una carrera de Letras. Lo único que se le acercaba y por lo que tuve
que optar entonces fue Pedagogía, que se cursaba en el Instituto Pedagógico
Enrique José Varona, en la antigua Ciudad Militar Columbia, rebautizada “Ciudad
Libertad”. Allí, lejísimos de donde vivía, cursé la carrera hasta que me gradué
en 1978.
Eran años difíciles porque a la vez que
estudiábamos teníamos que formar a los alumnos de los destacamentos pedagógicos
llamados Manuel Ascunce Domenech para que dieran clases en las llamadas ESBEC
(secundarias básicas en el campo) y en los ISPEC (los institutos
preuniversitarios también en el campo). De esa forma estudiábamos y
trabajábamos a la vez. Por suerte, lo que llamaban “servicio social”, una
especie de periodo obligatorio en el que trabajabas donde te mandaran para
retribuir lo que supuestamente habían costado tus estudios, lo pude hacer en el
mismo Instituto Pedagógico en el que estudié.
En paralelo estudié periodismo, mediante
los cursos nocturnos para trabajadores, porque no me veía toda la vida como
profesor. Era una manera de abrirme las puertas hacia otras posibilidades.
- ¿Y te sirvió de algo?
Tanto que, gracias a una propuesta de mi
amigo, el escritor Senel Paz, empecé a trabajar en 1983 para Cartelera,
una especie de magazín que publicaba el Ministerio de Cultura con todos los
eventos artísticos y culturales que ocurrían en la ciudad. Allí estuve hasta
1985 y durante ese tiempo ingresé también en la Academia Cubana de la Lengua.
- Justamente sobre este tema
deseaba indagar pues tengo entendido que fuiste el miembro más joven que entró
en una institución de este tipo… ¿Qué puedes contarnos de ésta?
La Academia de la Lengua Cubana, fundada en
1926, disponía en 1952 de una sede en el Palacio del Segundo Cabo, concedida
por el presidente de la Republica Carlos Prío Socarrás, siendo entonces su director
don Ernesto Dihigo López-Trigo. Por supuesto, en 1959 Fidel Castro abolió las
restantes academias no gubernamentales, como la de Historia y de Bellas Artes,
y solo sobrevivió la de la Lengua, albergada ya en las propias casas de sus directores.
Un concurso de circunstancias hizo que,
el 23 de abril de 1983 y con 29 años de edad, me convirtiera en el miembro más
joven que había ingresado en ese tipo de institución en el mundo. Resultó que
yo frecuentaba a Dulce María pues en esa época vivía ya en El Vedado, justo al
doblar de su casa. También habían fallecido, por vejez, unos cuantos miembros anteriores
de la Academia y a Dulce María, quien la presidía entonces, se le ocurrió que
debían “rejuvenecer” un poco el grupo. Fue entonces que propuso mi nombre.
La condición de académico es vitalicia,
con lo cual, aunque en el exilio, sigo perteneciendo a ésta y, por razones
biológicas me he convertido hoy en día en su decano, pues todos los miembros
actuales han ingresado después de mí.
- ¿Qué recuerdos tienes de esta
gran escritora?
Con Dulce María sucede lo mismo que con
Lezama: resulta que ahora todo el mundo la conoció. Ella me llamaba “el
Benjamín”, por ser el más joven del grupo. Según las afinidades, Dulce María
recibía en el portal de su casa los miércoles y los viernes entre las 5 pm y
las 7 pm a dos grupos distintos de personas. Cuando se acababa el tiempo pedía
permiso y se retiraba, pues decía que lo que no se podía decir en dos horas no
debía ser muy importante. Y añadía que cuando una persona era, como ella, muy
vieja, no le quedaba ya mucho tiempo para desperdiciar. Todos mis recuerdos sobre
ella los conté en mi libro La Dama de América, publicado en Madrid, en
las ediciones Betania.
- ¿Conociste a los familiares de
Dulce María?
Conocí a su medio hermano Enrique que
vivía en la casona colonial medio derruida de Línea y 8, en El Vedado. Esa casa
fue la que sirvió de escenografía para la novela Jardín, publicada por
Dulce María en 1951. Como solía suceder con muchos hombres cubanos del siglo
XIX, el general Enrique Loynaz del Castillo había
tenido una esposa oficial (de la cual se divorció) y cuatro hijos con ella
(Dulce María, Flor, Carlos y Enrique), pero también se casó después y tuvo
otros con mujeres con las que no se casó y uno de ellos fue este otro Enrique
que menciono. Dato curioso, cuando Dulce María falleció, como ya había ganado
el Premio Cervantes, el Ministerio de Cultura cubano solicitó a la Junta de
Andalucía la financiación para reparar la casa de la escritora sita en la calle
19, argumentando que había sido en ésta donde se habían dado cita en diferentes
momentos Federico García Lorca, Juan Ramon Jiménez, Blasco Ibáñez, Juan Ramón
Jiménez y Zenobia Camprubí, entre otros destacados intelectuales españoles. Así
obtuvieron los fondos, sin que la Junta se enterara de que, en realidad,
ninguno de ellos puso nunca los pies en la casa que ayudaron a restaurar, sino
que fue en aquella otra de la de la calle Línea, hoy prácticamente en ruinas.
También conocí a Flor Loynaz quien vivía
en una hermosa quinta entre La Lisa y el Country Club llamada Santa Bárbara.
Cuando Flor falleció en 1985 cargué su ataúd en el cementerio junto a Eusebio
Leal, Juan Emilio Frigulls (un antiguo cronista del Diario de La Marina,
más tarde en Radio Reloj) y Delio Carreras Cuevas (cronista oficial de la
Universidad de La Habana). Su casa la heredó Dulce María. Inicialmente una
alemana radicada en Cuba, Helga Neuffer, representante de la firma Bayer, quiso
comprarla, pero un día Gabriel García Márquez pasó por allí y le gustó, preguntó
de quién era y se antojó de que la convirtieran en la Sede del Nuevo Cine
Latinoamericano. Tal vez influyó también el hecho de que allí fue donde Tomás
Gutiérrez Alea filmó su película Los sobrevientes (1979).
Inmediatamente el Gobierno hizo las
gestiones y le compró la casa a su propietaria. Al parecer, según la propia
Dulce María y para hacer honor a la verdad, se le pagaron a un precio conveniente,
considerando el valor que entonces podía tener en Cuba. Cuando Flor murió, el
único familiar conocido que quedaba vivo era justamente ese medio-hermano que
mencioné. Como solía beber y Dulce María no confiaba en lo que podía suceder,
me pidió que fuera yo quien, en representación de la familia, asistiera al acto
de inauguración de dicha Sede, que se celebraría justamente un 4 de diciembre
de 1986, día de Santa Bárbara.
Ese día asistí a los discursos
inaugurales, delante de Fidel Castro. Recuerdo y lo cuento en mi libro La
Dama de América (p. 31) cuando Gabriel García Márquez dijo públicamente que
“los pueblos latinoamericanos tenían no sólo el derecho de producir y exportar
drogas hacia los Estados Unidos, para compensar todo lo que les habían robado,
sino también para minar su juventud y que no dispusieran de soldados para
combatirnos”. Entonces vi cuando Fidel Castro hizo un gesto de aprobación,
sonrió y aplaudió discretamente, que para mí quería decir que seguramente desde
mucho antes había anotado en su mente aquella sugerencia.
- ¿Es cierto que a Dulce María
ciertas personalidades del mundo de la cultura trataban de sacarle objetos de
valor de su propia casa?
No mientras yo viví en el país, que yo
sepa. Ella sabía muy bien el valor de sus cosas. El embajador de España
entonces, Don Antonio Serrano de Haro Medialdea, se ocupaba de abastecerla
frecuentemente. En una ocasión, cuando lo del Mariel, azuzados por la
presidenta del CDR, le hicieron un mitin de repudio. En esa época la
acompañaban Flor y su amiga de toda la vida Angelina Busquet. Fue Eusebio Leal,
cuya casa (en realidad, vivía en un departamento encima de la mansión de la
familia Albear, que le prestaron el lugar después de uno de sus numerosos
divorcios), colindaba con la de Dulce María, quien me avisó para que fuéramos a
socorrerlas pues yo vivía entonces muy cerca de ambos. La presidenta del CDR la
detestaba y tuvimos que encararla para que suspendieran aquel mitin absurdo.
Las tres pobres ancianas estaban aterrorizadas.
Más tarde, ya en México, intervine ante
el escritor Don Eulalio Ferrer, mostrándole la obra de Dulce María, pues sabía
que él podía influir para que Don Inocencio Arias, el hombre fuerte de la
cultura en España entonces, intercediera para que le otorgaran el Premio
Cervantes.
- Tengo entendido que fue en ese
periodo en que trabajaste para la casa de modas La Maison…
En efecto, cuando entré en la Academia de
la Lengua ya trabajaba como vicepresidente de CONTEX en 1985. Fue Cachita
Abrantes quien me invitó inicialmente a trabajar en relaciones públicas y de
prensa para la firma y su evento Cubamoda, pues buscaban a alguien que tuviera
cierta prestancia y que hablara varios idiomas. Fueron dos amigas suyas de esa
época, Giselle Artaud (modelo principal de La Maison) y Marilú Hornia, quienes
le hablaron de mí y así fue como entré.
Fue una época muy interesante, a pesar de
lo difícil que era trabajar con Cachita dado su carácter voluble y caprichoso.
Como trabajaba en relaciones públicas me ocupé de muchas personalidades que
visitaban entonces la isla, como Naty Abascal (duquesa de Feria), Carolina
Herrera, miembros de la familia Rockefeller, Paco Rabanne, la duquesa de Alba,
Kenzo, Robert de Niro, Treat Williams, Christopher Walken, Jeromy Irons, Harry
Belafonte y su esposa que era diseñadora, y muchos más que visitaban entonces
la Isla sin que nadie se enterara porque la prensa no lo mencionaba. Era la
época en que muchas modelos despuntaron y, entre éstas recuerdo, además de las
mencionadas, a Laura Brouté Depestre, a Rosa (también bailarina del Copa Room
del hotel Riviera) e incluso a la propia Alina Fernández Revuelta, hija no
reconocida de Fidel Castro que también llegó un buen día para modelar.
-
¿Te fue fácil salir
de Cuba? ¿Cómo y cuándo lo
lograste?
Yo había logrado en dos ocasiones que, previo
concurso de oposición, me concedieran una beca para cursar estudios en El
Colegio de México, pero las dos veces me negaron la salida, a pesar de que yo
no tenía ningún problema político, pero tampoco era miembro ni de la UNEAC ni
de la UPEC. En 1987, volví a ganar la beca y gracias a Lucía Sardiñas, una
persona que trabajaba en el Comité Central, pude obtener el anhelado permiso.
Esta persona era la colaboradora de José Felipe Carneado, el responsable de
Asuntos Religiosos en dicho Comité Central. Un día, la viuda de Regino Pedroso
vino a una reunión de la Academia acompañada por ella. Fue entonces que me preguntó
qué podían hacer ellos para tener alguna atención con Dulce María y yo le dije
que su mayor sueño sería la publicación de las Memorias de la guerra, de
su padre, el general Loynaz, varias veces postergada. Así fue como las memorias
fueron publicadas entonces. Establecí con Lucía Sardiñas una sólida y sincera
relación de amistad y gratitud, hasta el día de hoy.
Llegué a la Ciudad de México un 15 de
agosto de 1987 gracias a algunos amigos mexicanos que reunieron el dinero para
pagarme el boleto. Primero me presenté en El Colegio de México y luego -como me
habían indicado en La Habana- fui a ver al entonces ministro consejero de
asuntos culturales de Cuba en México, el escritor Miguel Cossío Woodward (quien
había sustituido al poeta Fayad Jamís), que al verme en vez de darme la
bienvenida preguntó molesto que qué hacía yo en México.
- ¿Y finalmente conseguiste
estudiar en dicha institución?
Solo pude estudiar cuatro semestres en el
Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios (CELL), y fue una etapa de mucho
aprovechamiento, pero un personaje detestable, quien ya falleció, me sacó con
el pretexto de que un trabajo escolar que había presentado no servía. Lo cierto
es que ese mismo trabajo ganó luego el premio de ensayo Sor Juana Inés de la
Cruz en 1989.
Al final, lo que sucede conviene, porque
gracias al gran poeta y humanista mexicano, Don Rubén Bonifaz Nuño, a quien
considero mi padre putativo, pasé de ser un simple becario a convertirme en
investigador de la UNAM. Y desde entonces he desarrollado toda mi actividad
profesional en esta Universidad donde he realizado numerosas investigaciones
sobre la historia del Virreinato, entre muchos otros temas.
- ¿Cómo vives tu cotidianeidad en la
abigarrada capital de México?
Desde que llegué vivo en Tlalpan, durante
unos años en un cuartico diminuto en una azotea, al que llamé “mi celda
franciscana con vista de Sheraton”. hasta que pude pasar a un apartamento más
grande y propio y traer a mi madre. Con mucho esfuerzo construí mi propia casa
en este barrio en el que me instalé desde el principio, porque es uno de los
pocos sitios del DF en donde la tierra no tiembla. De hecho, Tlalpan quiere
decir “lugar en tierra firme”. Curiosamente, aquí en este antiguo pueblo vivió
también 15 días José Martí, cuando vino de España y lo invitaron, en 1875, con
22 años de edad, a la inauguración del cementerio de Tlalpan que queda a la
vuelta de mi casa. También en este barrio (entonces capital del Estado de
México) vivió durante casi tres años José María de Heredia, donde publicó la
revista Miscelánea, periódico de arte y literatura, que pude
publicar en su integralidad, en un libro de más de 500 páginas armando como un
rompecabezas los diferentes números atesorados por diferentes bibliotecas del
mundo.
- ¿Has regresado a Cuba?
Una sola vez, en 1992, pues mi madre
vivía aún en la Isla. Viajé un 7 de febrero por su 70 cumpleaños. El viaje fue
una odisea que vale la pena contar y por sí solo explica por qué nunca más regresé.
Como había hecho algunas declaraciones que al régimen no le gustaron se me
dificultaba el regreso, pero mi amigo el escritor y académico mexicano Gonzalo
Celorio Blasco, que era entonces como el virrey de la cultura universitaria, pues
era su coordinador de Difusión Cultural de la UNAM, organizó una delegación oficial
para poder incluirme en ella y que yo pudiera entrar al país. Y una vez más
gracias a Lucía Sardiñas conseguí un permiso de 72 horas, extensible a una
semana, pues al llegar dijeron que a mi pasaporte le faltaba el sello de
permiso de residencia en el exterior. Pero para colmo, a la hora de salir no
aparecía en la lista del vuelo, y gracias a Gonzalo Celorio, el “seguroso” de
turno no tuvo otra opción que dejarme subir al avión ya que mi amigo le dijo
que sin mí él tampoco se iba, lo cual traería serios problemas con la UNAM. Así
fue como viajé en una diminuta silla plegable detrás del piloto en una nave de
Mexicana de Aviación, el 11 de febrero de 1992, última vez que estuve en la
Isla, sin que haya regresado desde entonces, ni pretenda volver a hacerlo.
Por suerte, pude sacar a mi madre en
1994. Y en 1996 me convertí en ciudadano mexicano “por servicios prestados a la
cultura y la educación”, un caso extremadamente raro entonces. Y entre los
servicios prestados estuvo la redacción de los libros de texto oficiales sobre
la historia de México por encargo del Doctor Ernesto Zedillo, quien entonces
era Secretario de Educación y no pensaba ni siquiera convertirse más tarde en
presidente. Cuando se enteró de esa concesión, mi amigo Carlos Alberto Montaner
me comentó: “eres el segundo cubano en la historia en conseguir la ciudadanía mexicana
por esa vía”, a lo cual mi pregunta lógica e inmediata fue, “y quién fue el
primero”. Y respondió: “El boxeador ‘Mantequilla’ Nápoles, pero él tuvo que
matar a puñetazos a un par de rivales para que se la dieran”. Afortunadamente,
no tuve que recurrir a esos extremos.
De Cuba ni siquiera tengo nostalgia pues
siempre digo que uno debe tener nostalgia de los lugares gratas: París,
Venecia, Florencia, Granada y sitios como esos, no de uno en donde se sufrió.
Yo he hecho mío, como lema, el ex libris de José María Heredia, poeta
del siglo XIX cubano al que he dedicado varios estudios. Dicho ex libris dice:
“Donde está la paz y la libertad, está la patria”. (Ubi pacis et libertas,
ibi patriae).
No tengo además ninguna esperanza en el futuro
de Cuba. Con lo cual recuerdo la frase de Oscar Wilde que citaba, a su vez, mi
maestro Don Raimundo Lazo: “Un pesimista no es más que un optimista muy bien informado”.
París-Ciudad de México, septiembre de
2023
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