Iván Restrepo: la memoria de la época dorada de la música en México / El Nuevo Herald / William Navarrete
Entrevisto para El Nuevo Herald al periodista Iván Restrepo, gran conocedor de la época dorada de la música mexicana y cubana con cientos de anécdotas por contar, sin mencionar las que se han quedado fuera de este artículo.
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Iván Restrepo: la memoria de la época dorada de la música en México
La copio también abajo con fotos no publicadas por El Nuevo Herald.
Iván Restrepo: la memoria de la época
dorada de la música en México
William
Navarrete*
Ha sido un lujo poder entrevistar, tras
su paso por París, al periodista Iván Restrepo nacido en 1938, y como dice él, en
Angangueo (Michoacán, México), a donde llegan todos los años 200 millones de
mariposas que migran en invierno a los bosques de Oyamel. Fue líder estudiantil
en la oposición colombiana contra la dictadura militar de Gustavo Rojas
Pinilla. Lo apresaron, lo liberaron porque era menor de edad y un juez militar
volvió a juzgarlo, condenándolo a retención domiciliar. A los 16 años empezó a
colaborar con el periódico liberal medellinense El Diario.
En 1959, se vinculó con los medios de
comunicación mexicanos, trabajando para el diario Novedades, y como
columnista bajo la dirección de Fernando Benítez, fundador del suplemento México
en la Cultura, el mejor de América Latina entonces. En 1983, se convirtió en
uno de los fundadores del diario La Jornada, del que fue parte del equipo inicial, aunque ha seguido escribiendo dos columnas: “Penultimátum”
y otra para el suplemento mensual de temas ecológicos, en los que ha trabajado
toda su vida.
Pero para Iván Restrepo –quien ha sido
autor de unos 20 libros sobre el medioambiente, investigador del Centro de Investigaciones
Agrarias, profesor de la escuela de Economía y pionero en temas de ecodesarrollo
en México desde la fundación del primer centro latinoamericano sobre estas cuestiones–,
la música del continente, y la cubana en particular, han sido una de las grandes
pasiones de su vida. Testigo y partícipe activo del panorama musical del periodo
posterior a 1960, sus relaciones con este medio lo han convertido en una especie
de biblia en la materia.
- Conoció desde muy temprano al
insuperable Damaso Pérez Prado, considerado como el mejor embajador del mambo
desde principios de la década de 1950. ¿Qué relación tuvo con él?
Nacido en Matanzas (Cuba) en 1917, Pérez
Prado ocupó un lugar cimero en la música mexicana hasta su muerte. Lo conocí en
Nueva York, en 1961, después de que lo expulsaron de México en 1953. Cuando le
dije que mi padrino era Mariano Rivera Conde, director artístico de la RCA
Victor, me invitó esa misma noche a cenar con él en el Waldorf-Astoria. Su
expulsión de México ocurrió en condiciones opacas y hubo varias teorías, pero
ninguna real. Lo expulsaron porque era un mal ejemplo para los otros artistas,
ya que pagaba más que otros a los músicos de su orquesta y no aceptaba que el
sindicato de músicos escogiera, en su lugar, a sus colaboradores. Esa fue la
razón: un complot entre el sindicato y el gobierno, ya que el primero chantajeó
al segundo de retirar a los músicos de las campañas presidenciales si no
sacaban a Pérez Prado del país. Así me lo contó Margot Su, la empresaria del teatro
Blanquita, con quien yo tenía una relación sentimental, y lo pude comprobar años
después hurgando en los archivos gubernamentales. No fue hasta 1964 que a Pérez
Prado le retiraron el veto de entrada a México y eso lo logró la actriz y
cantante María Victoria Gutiérrez quien, durante una cena con el presidente
Adolfo López Mateos, insistió para que éste intercediera en su regreso.
- ¿Fue entonces que su relación con
Pérez Prado se afianzó y perduró hasta su muerte?
Yo había tenido el privilegio, gracias a
mi amistad con Rivera Conde, de consultar los archivos de la RCA Victor y encontrar
todas las grabaciones inéditas de Pérez Prado en México. El propio maestro se sorprendió
al descubrir piezas grabadas que había olvidado y que le hice escuchar en mi
casa. En México lo idolatraban y él tuvo el mérito de ser el primer compositor
que internacionalizó realmente un ritmo latinoamericano, porque el mambo no
solo llegó a Hollywood y Nueva York, sino que impregnó desde el cine europeo
hasta los gustos musicales del Japón.
Cuando falleció en México, el 15 de septiembre
de 1989, se lo comuniqué a Carlos Payán, el director de La Jornada, y ese
día, en vez de poner en primera plana una importante intervención del Presidente
en la plaza del Zócalo lo que puso con grandes titulares fue: “Murió el rey del
mambo”, con una foto en que aparecíamos Margot Su, Manuel Buendía y yo,
acompañándolo en el Ateneo de Angangueo, en 1977, durante la presentación del
libro Amor perdido, de Carlos Monsiváis, y tres textos escritos por éste,
García Márquez y yo.
- ¿Supo algo de su relación con
Cuba, su isla natal?
Alguien del gobierno cubano, conocedor de
la estrecha relación que teníamos, me pidió que le comentara el deseo del pueblo
Cuba de hacerle un homenaje. Se lo dije, me contestó que lo pensaría y poco después
me comunicó que rechazaba la propuesta. “En Cuba me hicieron siempre la vida
imposible: cada vez que iba me acusaban de haberle robado el mambo a Orestes López,
sabiendo que nunca me consideré su inventor”, me dijo. Y añadió: “Ha sido
México el país que me dio todo; es aquí en donde quiero que me entierren”. Por
supuesto, Pérez Prado estaba consciente de ser quien había vestido de gala un
ritmo que venía de muy lejos.
En Cuba, en 2017, le hicieron un homenaje
en su ciudad natal de Matanzas y me invitaron. Acepté, a condición de que el
gobierno cubano no me pagase nada. Mi viaje y el de mi compañera Nelly Keoseyan,
lo pagamos nosotros. En Matanzas se hizo el homenaje y, a la excepción de los especialistas
musicales, nadie sabía quién era Pérez Prado. Yo había llevado dos placas para
la fachada de su casa natal, una mandada por el propio Armando Manzanero y la
otra de parte de todos sus amigos mexicanos. Dejé en el archivo matancero unas
300 grabaciones de Pérez Prado y todas sus películas. Lo que más me impresionó
fue que vivían aún sus tías y primos completamente olvidados. El día
en que se develaron las placas, bailé incluso con las tías en plena
calle.
- También fuiste muy amigo de otra
gloria de Cuba: Celia Cruz…
A Celia la conocí apenas llegada a México
en 1960 con La Sonora Matancera. Fue en casa de Yolanda Montes, más conocida
como “Tongolele”, cuyo esposo era el bongosero cubano Joaquín González. Celia se
alojaba en la calle Pensilvania, en el mismo edificio de la pareja. Nuestra
amistad atravesó las décadas hasta su fallecimiento en 2003. Un año antes de morir
me dijo que quería pasar sus vacaciones con Nelly y conmigo en nuestro piso de
Playa del Carmen y allí estuvo con nosotros, en marzo de 2002, haciendo vida
casera durante 15 días y sin salir a la calle porque en cuanto ponía un pie fuera
la gente la abordaba para autógrafos y fotos. Lo mismo venía a vernos a México
que nos quedábamos nosotros con ella en su casa de Nueva York. Era una artista
única, integral y, sobre todo, muy humana.
- ¿Alguna anécdota más personal de
su relación con Celia?
En 1991 me llamó para pedirme un favor
muy personal. Su madrina Ana, a quien ella adoraba, vivía en Cuba y estaba muy enferma.
Celia no la había vuelto a ver desde que salió sin regreso posible a la Isla. Pero
tampoco dejaban que Ana viajara a Estados Unidos. Por mi trato directo con
Carlos Salinas de Gortari pude pedirle al Presidente que facilitara el viaje de
la madrina de Celia Cruz a México. Inmediatamente el Presidente obró y meses después
estaban Ana, su enfermera y Celia en un apartamento en Cancún, durante un mes en
que la artista anuló todos sus compromisos musicales.
Poco después, Celia me dijo que quería
agradecerle personalmente a Salinas de Gortari su gesto. Y así fue como en
agosto de 1993 reuní en mi casa a Celia y Pedro Knight su esposo, con el Presidente,
Manzanero, Tongolele, su esposo Joaquín, Carlos Payán, Monsiváis, María
Victoria y al gran músico cubano exiliado en México Juan Bruno Tarraza. Alrededor
también de un piano, por supuesto.
* Escritor establecido en París
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