Entrevista al escritor Juan Cueto Roig
Les dejo la entrevista para mi serie lanzada en Cubanet, esta vez del escritor y amigo Juan Cueto Roig, desde Miami.
Ver enlace aquí:
Y copiada con las fotos a continuación.
“Contravenir las absurdas
leyes revolucionarias cubanas era un motivo de gran satisfacción”
(El escritor
William Navarrete entrevista a su homólogo Juan Cueto Roig)
Hace casi dos
décadas, un 9 de diciembre de 2005, presenté en la Maison de l’Amérique Latine
de París, los libros que acababan de publicar en Miami los periodistas Olga
Connor y Daniel Fernández, así como el escritor Juan Cueto Roig. En la sala,
entre otros, se encontraba el poeta Raúl Rivero, de paso también por la capital
francesa. Esa noche terminamos, incluido Rivero, en Bofinger, mítica brasserie
parisina fundada en 1864 a pocos metros de la plaza de la Bastilla. Para ambos aquel
encuentro significó el comienzo de una amistad y colaboración literaria que no
ha decaído desde entonces.
Juan Cueto publicó
su primer libro en 1996 y descubrió su pasión por la literatura en ese momento,
cinco años más temprano, por ejemplo, que la escritora norteamericana Laura
Ingalls Wilder cuando escribió Little House on the Prairie, su primer
libro, a los 65 años. Desde entonces, la producción literaria de Cueto incluye,
entre poemarios, relatos, cuentos, crónicas y traducciones de e. e. Cummings o
Constantino P. Cavafis, una veintena de libros que presenta regularmente,
además de numerosas críticas literarias en la prensa digital y otras
colaboraciones en antologías y volúmenes temáticos. De esta forma, se ha
convertido en una figura clave del ámbito literario de Miami, siempre celebrado
por su discreción, empatía y elegancia.
Cada vez que
viajo a la ciudad, me encuentro invariablemente con Cueto para almorzar, de
preferencia un viernes, en La Casita, restaurante cubano de la Calle Ocho,
seguido de una visita a La Ventanita del restaurante Versailles, en donde la
degustación de su café cortado con leche evaporada humeante, acompañado de un
pastel de guayaba, forma parte de los rituales que suele compartir con sus
amigos.
Juan Cueto es,
por así decirlo, uno de esos cubanos que, tras su largo exilio en Estados
Unidos, se perdieron tanto la Isla como las generaciones de jóvenes nacidos
después de la llegada del castrismo. Pero es mejor que de su vida nos hable él
mismo.
- Comencemos,
como siempre con todos los entrevistados, por tus orígenes familiares y el
lugar donde naciste…
Nací en el pueblo
costero de Caibarién, al norte de Las Villas, el 4 de marzo de 1936. Pero ese lugar
nunca significó gran cosa para mí, no porque lo rechace, sino porque 36 días
después de mi nacimiento, María Ofelia Roig Coloma, mi madre, falleció tras
complicaciones relacionadas con el parto y la familia se mudó a Remedios. Mi
padre, José Cueto Isla, mis tres hermanas y mi hermano, y yo, llegamos entonces
a la ciudad de la que conservo mis primeros recuerdos de infancia, un sitio que
he evocado muchas veces en relatos y poemas durante mi vida. En el cementerio
de la que llaman “la octava Villa de Cuba”, está la tumba de mis padres, otra
de las razones por las que me considero remediano. Escribí, por ejemplo, un
poema que evoca nuestra casa, en la calle José Antonio Peña, n° 35, a un
costado de la iglesia, en donde el ambiente mojigato de unas tías muy devotas contrastaba
con el de unas primas que eran todo lo contrario en cuanto a fervor religioso
se refiere.
Mi padre
trabajaba para el Royal Bank of Canada, y lo enviaban con frecuencia a otras
ciudades y pueblos de la isla para que abriera o cerrara sucursales. Por esa
razón, dos de mis hermanas habían nacido en Remedios, otra en Nuevitas, mi
hermano mayor en Yaguajay y yo en Caibarién. Ese nomadismo terminó el 19 de
abril de 1944, cuando mi padre falleció. En Remedios viví hasta los ocho años
de edad, pero siempre regresé en vacaciones, después que ya nos habíamos mudado
para La Habana.
A mis abuelos
paternos y maternos nunca los conocí, pues ya habían fallecido cuando yo nací.
Sé que por parte de los Cueto éramos de ascendencia asturiana y por los Roig
descendíamos de catalanes, algo frecuente en la genealogía de cualquier cubano.
Elpidia Roig
Coloma, la hermana más joven de mi madre, era novicia de una orden religiosa en
La Habana y obtuvo la autorización para asistir a los funerales de mi madre.
Como fue la única que se mostró dispuesta a ocuparse de la crianza de los cinco
huérfanos abandonó su vocación religiosa y se mudó para Remedios.
Mi padre se volvió
a casar, esta vez con Olga Mould, prima del compositor Alejandro García
Caturla, de modo que nos mudamos para La Habana cuando yo tenía 4 años. Para la
tía Elpidia fue una separación dolorosa, pero aquel accidente familiar le
permitió, en cierta medida, casarse con su esposo Octavio Sust y tener dos
hijos, Enriqueta y Octavio.
A comienzos de la
década de 1940 mi padre enfermó de cáncer y, a sabiendas de que no tenía cura, decidió
regresar a Remedios para morir junto a sus hermanas en la casa en donde
habíamos vivido antes. El Royal Bank of Canada siguió pagándole su salario
durante toda la enfermedad y hasta su muerte, y a todos sus hijos, una pensión
de 36 pesos mensuales hasta que cumplimos la mayoría de edad a los 18 años.
La muerte de mi
padre significó el regreso a casa de la tía Elpidia en La Habana y, en mi caso,
la entrada en el asilo San José de la Montaña, un internado para niños
huérfanos, en un inmenso palacete del barrio de La Víbora, en donde a unos 20
huérfanos nos atendían seis monjas y una cocinera llamada Fidencia. Las monjas
ocupaban el tercer piso del edificio, una estancia misteriosa a donde ni
siquiera podíamos asomarnos, los dormitorios estaban en el segundo y la cocina,
los baños y las aulas en la planta baja.
- ¿Tienes
recuerdos de esa etapa de tu vida?
Solo estuve 12
meses en el asilo que coincidió con mis 9 años de edad. Recuerdo perfectamente
la pésima comida, que consistía, en general, en un plato principal (y a veces
único) de sopa o potaje a base de vegetales, viandas y huesos. Muy temprano,
sor Clementina, una de las monjas de la institución, acompañada siempre de
alguno de los huérfanos, entre los cuales me encontraba, iba en tranvía hasta
el Mercado Único de La Habana, para pedirles a los comerciantes “una limosna
para los niños del asilo”. Con lo que allí conseguía gracias a su poder de
persuasión almorzábamos todos. Nunca olvidaré las miradas de piedad y
conmiseración de los viajeros de aquel tranvía, quienes sabían que éramos niños
huérfanos.
- ¿Dónde
continuaste tu escolaridad?
A los 10 años me
consiguieron una beca para que estudiara en el colegio de Los Maristas del
Cerro. Había entonces dos colegios dirigidos por esta orden en La Habana,
llamados Champagnat por el apellido del fundador de esta institución, uno en la
calle Saco, cerca de la avenida Santa Catalina, en La Víbora y el otro el que
estaba en la Calzada del Cerro, n° 1756, donde yo estudié. El director y mi
profesor me animaron para que entrara en el seminario menor que se hallaba en
El Sevillano, en los locales donde se encuentra hoy, Villa Marista, la sede de
la siniestra Seguridad del Estado del régimen.
Y ahí estuve
hasta que, a los 12 años de edad, me enviaron a Querétaro, México, para que
continuara mis estudios religiosos y académicos. Ese mismo año, mi hermana
Teresa viajó de luna de miel a México con su esposo, el piloto José Joaquín
Fraxedas. Fue algo espectacular porque una avioneta roja, un Stinson de 4
asientos y un solo motor, voló muy bajo dos veces sobre el seminario para
anunciarme su llegada. Se hospedaron en San Miguel de Allende y dos horas más
tarde viajaron a Querétaro. El hermano director me autorizó solamente a salir a
almorzar con ellos. Cuando me llevaron de vuelta al seminario, me sentí tan
abrumado por la brevedad de aquellos minutos de calor familiar que decidí
fugarme del seminario. Tenía, como dije, 12 años. De modo que salté por encima
de la reja, recordando una frase que con frecuencia repetía el director: “El
que pone la mano en el arado y se vuelve atrás, no es digno del Reino de los
Cielos”. Fui al centro de Querétaro y le pedí a un taxista que me llevara a San
Miguel de Allende, con la promesa de que le pagaría al llegar. Y así fue, no
tuve que explicarle nada a mi hermana y solo le dije “hay que pagar el taxi”.
Ese mismo día volamos a Ciudad México para hacer los trámites consulares de
rigor y una semana más tarde volábamos los tres a Houston, luego a Nueva
Orleans, después a Miami y, finalmente, a Cayo Hueso, desde donde regresamos a
Cuba.
Cuando
llegué a La Habana fui a vivir con mis hermanas y mi tía Elpidia, su esposo e
hijos. Recuerdo que familiares y vecinos se reían al oírme hablar con acento
mexicano que, por supuesto, perdí a las pocas semanas.
Me matricularon
en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Víbora y terminé mi bachillerato en
ciencias en similar institución en El Vedado.
- Estamos
hablando de la década de 1950, que tras el golpe de Estado estremeció a la
sociedad cubana. ¿Qué recuerdos tienes de ese periodo? ¿Tu familia o tú mismo
se implicaron en las acciones políticas de entonces?
En mi familia a
nadie le interesaba la política. A pesar de las dificultades a las que tuvimos
que hacer frente mi hermano mayor José pudo graduarse de médico con las más
altas calificaciones y se convirtió en el director del hospital de la United
Fruit Company norteamericana, en Banes, pueblo del norte de Oriente. Allí se
casó en 1952 con Nora Varona Cárdenas, que tú conoces por ser prima de tu
abuelo paterno. Mi hermano obtuvo ese mismo año una beca de especialización en
la ciudad de Chicago, a donde fui a verlo con 16 años, una experiencia que
considero de las más importantes de mi adolescencia. Él nunca pensó quedarse
en Estados Unidos, pero consideró que la situación política de Cuba bajo la
dictadura de Batista no era ideal. Así que permaneció en Estados Unidos, pues
luego vino el castrismo. Vivió después en Detroit y, finalmente, en Santa Ana,
California. En 1971 era el primer latino que había obtenido la licencia para
ejercer la Medicina en seis estados: Illinois, Michigan, Florida, Texas,
California y Washington.
En cuanto a mis
hermanas, María del Carmen se hizo abogada; Teresa, maestra y Consuelo, estudió
Pedagogía en la Universidad de La Habana, una carrera que abandonó pues
consiguió un magnífico empleo en el Instituto Cubano de Estabilización del
Azúcar.
Durante épocas
difíciles siempre contábamos con el apoyo del cienfueguero Arturo Barrayarza
Cabrera, esposo de mi tía María Luisa Roig Montalván, a quienes mi padre les
había prestado dinero en varias ocasiones mientras acondicionaban el balneario
de aguas bicarbonatadas, sulfhídricas y termales San José del Lago, en
Mayajigua (actual provincia de Sancti Spíritus), considerado, en el momento de
su inauguración en 1940, el mejor spa de Cuba. Tanto yo como mi hermano y
hermanas vivimos durante un tiempo en la casa que estos tíos tenían en la calle
Jovellar N° 314, Centro Habana, muy cerca de la Universidad.
Vale la pena que
evoque ese balneario termal, uno de los mejores de la isla, porque ya en la
década de 1940 mi tío Arturo había habilitado un terreno para pista de
aterrizaje de aviones y había convencido a Cubana de Aviación para que sus
aviones de la ruta Habana-Santiago de Cuba hicieran una escala en San José del
Lago. Aquella circunstancia fue la razón por la que dos de mis hermanas,
Consuelo y Teresa, se casaron con pilotos, la primera con Raoul García
Iglesias, quien también era escritor, y la segunda con José Joaquín Fraxedas,
que era abogado y tenía una finca en Camagüey.
Por mi parte, a
mediados de la década de 1950 empecé a trabajar en la sucursal, sita en Línea y
Paseo, en El Vedado, del Trust Company of Cuba, el banco más importante de
Cuba, fundado por Agustín Batista González de Mendoza. Mientras tanto estudiaba
Ciencias Comerciales en el curso nocturno de la Universidad de La Habana.
Justamente debido a las huelgas y las revueltas estudiantiles tuve que
abandonar los estudios, pues el ambiente no era propicio para continuarlos.
Cuando Fulgencio Batista
abandonó el país y los barbudos entraron en La Habana, mis hermanas,
entusiasmadas, como casi todos los cubanos entonces, llamaron a mi hermano que
estaba en Whidbey island, Estado de Washington, para darle la noticia. Su
respuesta fue: “Vayan preparando pasaportes y visas porque muy pronto las veo a
todas en Estados Unidos”. Y así fue.
- ¿Qué pasó
después del 1° de enero de 1959?
En efecto, mis
hermanas empezaron a irse de Cuba ese mismo año. Yo me quedé viviendo con dos
tías en El Vedado y, paradójicamente, por primera vez me sentí libre para
actuar sin necesidad de contar con la aprobación de los mayores de la familia.
Permanecí en Cuba hasta octubre de 1966 pues, al principio, me sentía muy
cómodo trabajando a solo cuatro cuadras del banco, y frecuentando los
restaurantes Casa Potín, El Carmelo, el restaurante El Jardín, además del Teatro
Auditorium en la calle Calzada. Mi hermana Consuelo me dejó su apartamento,
también en El Vedado, y mi hermana Teresa su automóvil, casi nuevo, y ambas,
una colección de libros y discos de música clásica.
Me avergüenza
confesar que, contrariamente a quienes empezaban a padecer entonces los
desmanes de la nueva dictadura, yo vivía una época de bonanza, frecuentaba a
personalidades de la cultura porque participaba en unos cursos de teatro impartidos
por Vicente Revuelta en su grupo Teatro Estudio y tenía dinero suficiente
gracias al cambio de dólares en pesos cubanos provenientes de las comisiones
que le cobraba al hermano de un amigo, encargado de sellar las casas de
ministros y esbirros de Batista, y que se apropiaba de los dólares que se encontraba
en ellas. Yo lo hacía sin escrúpulos porque, en definitivas, ya las arcas de la
nación estaban en manos de Fidel Castro y aquel dinero había sido abandonado
tras la estampida de enero de 1959. Sin contar que, si denunciaba al hermano de
mi amigo, lo menos que podía pasarle era una condena de 20 años de cárcel.
- ¿Trabajaste
hasta tu salida de Cuba en 1966?
Más tarde,
después de que confiscaron los bancos y de haberme quedado un tiempo en el que
trabajaba convertido ya en agencia de no sé qué, me trasladaron a la sucursal
de La Rampa, donde, desde el administrador hasta el último miliciano, estaba al
corriente de que toda mi familia se había ido a Estados Unidos y que yo no
simpatizaba con la revolución. No sé si fue porque me necesitaban o porque les
caía bien o me consideraban inofensivo, pero nunca tuve que ir a las
concentraciones de la Plaza Cívica (luego llamada, de la Revolución), ni
realicé trabajos voluntarios, y ni siquiera hacía los ridículos fisminutos, unos ejercicios físicos ordenados
por el gobierno a los trabajadores antes de comenzar el trabajo.
Cuando
presenté los documentos para irme del país, me cesantearon, como a todos los
que se iban, y tuve que entregar el carnet laboral. En esa época si no tenías
ese carnet cuando te lo pedían en la calle te podían acusar de vago y
castigarte, lo mismo si estabas en una playa u otro sitio durante las horas
laborables. Previendo ese riesgo, meses antes de mi cesantía, declaré que, en
una ocasión, al mostrárselo a un miliciano, mi carnet se había caído dentro de
una alcantarilla. El original que conservaba me sirvió para que durante los
meses que estuve desempleado antes de mi salida, pudiera seguir saliendo día,
noche y madrugada a disfrutar de lo que iba quedando de la maravillosa Habana, de
las playas e, incluso, de viajes al interior de la Isla. Cuando me pedían el
carnet no mostraba el de remplazo que me habían dado y que había tenido que
entregar, sino el original. Así podía decir que no trabajaba en ese momento
porque estaba de vacaciones.
Hoy me doy
cuenta del peligro que corrí, pero la suerte me acompañó, incluso en cuanto a
la fecha de mi partida, pues pocos meses después empezaron a castigar con
trabajos forzados a todos los que presentaban la salida definitiva de la isla.
Y aunque
estaba en constante riesgo, me sentía amparado por el hermano de mi amigo y por
el comandante del Ejército Rebelde, el Dr. Julio Martínez Páez, que era muy
amigo de mi familia y ministro de salubridad y asistencia social del primer gabinete
de Fidel Castro.
- ¿No
tuviste ningún percance con la vigilancia de los CDR y los milicianos?
Una noche,
no recuerdo la fecha exacta, aunque debe haber sido en 1960, de regreso de casa
del Dr. Martínez Páez, donde me habían invitado a cenar, una perseguidora me
obstruyó el paso, registraron mi carro y me condujeron al G2 en la Quinta
Avenida de Miramar. Allí me acusaron de tener en el portaguantes una mecha y un
mapa con marcas de lugares en donde habían estallado bombas o donde,
supuestamente, iban a hacerlas estallar. De nada valió mi explicación de que se
trataba de un cordón de pijama y que las marcas en el mapa eran los lugares
donde mi tío repartía productos de su finquita cerca de La Habana. Mapa y
cordón que yo había trasladado de su automóvil al mío el día en que vendí el
que él me había dejado al irse del país.
Cuando le
conté mi caso a uno de los detenidos, me dijo: “Por menos que eso fusilan aquí
a la gente”. Dos días después, me enteré que iban a liberar a un muchacho y le
di el teléfono de mis tías con el encargo de que le avisaran al Dr. Martínez
Páez de mi encarcelamiento justo la noche en que regresaba de su casa. No tengo
la menor duda de que él intervino, ya que horas más tarde me dejaron ir, aunque
retuvieron el carro.
Al día
siguiente, me atreví a volver a la sede del G2, a reclamarlo. Me acerqué a la
ventanilla donde un joven miliciano, después de escucharme, me informó que a
todos los que habían estado detenidos se lo confiscaban, aunque fueran puestos
en libertad. Entonces inventé la mentira de que un alto oficial del gobierno
(usé un nombre real) estaba interesado en adquirir mi automóvil y que ya
habíamos firmado el traspaso. Al escuchar mi alegato, y al mencionar el año, la
marca, el color y el número de la chapa, una voz de quien nunca le vi la cara
le dijo al miliciano: “Coge la llave que está en el tablero detrás de ti y
dásela”.
Hechos como
este solo suceden en regímenes donde el caos y la ineficiencia producen tales
desenlaces, tanto para mal, como para bien. Así que pude disfrutar el carro
varios años más, y poco antes de exiliarme lo vendí. Cuando la presidenta del CDR
me hizo el inventario, trámite ineludible para poder viajar, después que contó
sábanas y fundas, vasos y cubiertos, me dijo que tenía que entregar “el
Chevrolet verde del 57” del que ella tenía anotados todos los detalles, hasta
el número de la chapa. Tuve que llamar, una vez más, al hermano de mi amigo,
que tomó el caso en sus manos, anuló la orden del CDR y me acompañó al
aeropuerto de Rancho Boyeros el día de mi salida.
Nunca me arrepentiré de haber permanecido en Cuba los ocho primeros años
del régimen castrista. Además, de haber sido testigo de la instauración del
comunismo (lo cual, por insólito, fue una experiencia única) y a pesar de los
sinsabores y peligros que experimenté, viví momentos que yo intuía
irrepetibles. Contravenir las absurdas leyes revolucionarias cubanas, burlar la
vigilancia férrea de los comités de defensa y conseguir productos en bolsa
negra, eran, a pesar de los riesgos, motivos de gran satisfacción.
Y todo eso, sin claudicar en mi repudio al régimen ni ceder a presiones
para respaldarlo. Como dijo en una entrevista Anna Veltfort, autora de Adiós mi Habana (Edit. Verbum, 2017) se
trata de “…la experiencia extraordinaria de presenciar y vivir en medio de una
revolución…”. A lo que agrego: “siempre que tengas suerte y salgas vivo de sus
garras”.
- ¿Cómo y cuándo sales de Cuba?
Finalmente, salí de La Habana el lunes 24 de octubre de
1966 hacia Madrid, en donde permanecí 4 meses. Un aspirante a cuñado, un judío
americano enamorado de mi hermana María del Carmen, no sabía qué hacer para
conquistarla, algo que en realidad nunca logró. Al enterarse de que yo
estaba en Madrid y que demoraría meses o años en obtener la visa de entrada a
Estados Unidos, se ofreció para ir a buscarme, convirtiéndose en el segundo cuñado
o aspirante a serlo que cambiaría mi destino. Al día
siguiente de su llegada me llevó al Consulado y le dijo al cónsul que él había
viajado a España con el único objetivo de rescatarme. Esa fue la palabra que
usó. Que no se iría sin mí, al tiempo que le mostraba el boleto Madrid-Miami
expedido a mi nombre, comprado de antemano en la agencia de viajes de un amigo
de él. Con su labia y credenciales de hombre de negocios, logró que ese mismo
día me otorgaran la visa.
- ¿Has vivido desde
entonces en Estados Unidos? ¿A qué te dedicaste antes de irrumpir en el ámbito
literario?
En Miami, no
conseguí trabajo en ningún banco, que era lo único que yo sabía hacer, tampoco
en Detroit, donde vivía mi hermano. Solo trabajé unas semanas en esa ciudad en
una fábrica de tuercas y tornillos, con el honroso título de jefe de limpieza,
aunque yo era el único empleado de dicha labor. Era época de recesión,
disminuyó la demanda y me cesantearon: “De ahora en adelante cada obrero
limpiará su área”, me dijo un buen día el gerente para consolarme.
Entonces
aproveché que un tío iba a buscar a una sobrina a Nueva York y fui con él, para
explorar posibilidades de trabajo. Tenía varias cartas de recomendación de
funcionarios del Trust Company of Cuba, mi primer empleo antes de 1959, y
solicité trabajo en Irving Trust, 1 Wall Street, junto a la Bolsa de Valores y
frente a Trinity Church. Me aceptaron y viví exactamente 5 años, entre 1967 y 1972,
en esa ciudad. ¡Una inolvidable experiencia!
En mayo de
1972 me trasladé a Miami donde vivían mis hermanas, para administrar una
tintorería que el eterno aspirante a cuñado, el mismo que me trajo de Madrid,
había abierto con dinero de mi hermano en la avenida 97 y Coral Way. Estuve dos
años al frente del negocio. A pesar de su optimismo, el negocio quebró y mi
hermano perdió 30 mil dólares y yo 2 años sin sueldo.
Afortunadamente,
en 1974 el administrador del grupo médico de mi hermano José en California se
retiró y me ofrecieron esa posición. La acepté y ese fue mi último trabajo
hasta que mi hermano se retiró en 1993. Entonces decidí regresar a Miami donde
vivían mis hermanas.
- ¿Volviste alguna vez a Cuba?
Cuando en 1979 el
gobierno cubano permitió la visita de los exiliados, me atreví a ir a ver a mis
tías que eran ya muy ancianas. Confieso que también me motivó la curiosidad de
ver los cambios ocurridos desde mi salida y el reencuentro con las amistades que
aún permanecían en Cuba. Pero la principal razón fue tratar de convertir en
dinero dos pinturas y tres búcaros de Amelia Peláez y unas monedas de oro que
habían quedado en la casa del Vedado cuando me fui.
Mi propósito era
dejarles a mis tías el producto de las ventas. Una amiga en Miami me había dado
el nombre de dos personas en La Habana que podrían estar interesadas en
comprarlas. Pero una de mis tías, aterrorizada por las amenazas del gobierno de
castigar con años de cárcel a quienes tuvieran oro escondido en sus casas,
había echado poco a poco las monedas en el inodoro. Fue la primera prueba del
miedo que percibí en las personas que traté. Pero hubo más ejemplos. El Dr.
Martínez Páez, cuando supo mis intenciones de ir a visitarlo, me dijo que él
iría a verme a casa de mis tías. Y así lo hizo. Otro caso fue el de mi amiga
Olga Andreu, la primera persona que llamé en La Habana para invitarla a
almorzar en el Habana Hilton (entonces llamado Habana Libre). “Juan, hace más
de 15 años que no veía una piña”, me dijo, mientras saboreaba platos que no
probaba desde hacía mucho tiempo. Después, caminamos a su apartamento para dejar el regalo que yo le había traído. Antes
de entrar, me advirtió que no dijera una sola palabra, pues estaba segura de
que había micrófonos ocultos. Luego, fuimos a sentarnos en un banco de la Avenida de los Presidentes para conversar: yo,
de los trece años de exilio; ella, de su calvario en Cuba. Olga tenía el
desencanto y el miedo grabados en su rostro. Nueve años después, el 9 de abril
de 1988, se suicidó saltando al vacío desde
el balcón de su propio apartamento.
Por supuesto,
nunca más intenté regresar y no creo que lo haría mientras siga vigente el
mismo régimen.
- ¿Cómo y
cuándo empezaste a interesarte en la literatura y en qué géneros?
Siempre fui
un ávido lector, pero nunca escribí nada durante todos los años en Nueva York y
California. Cuando me mudé a Miami en 1993, como no encontré un trabajo
equivalente en condiciones y sueldo al que tenía en California, me jubilé antes
de la edad estipulada, y con todo el tiempo libre en mis manos me dediqué a
viajar y a escribir.
Envié unos
poemas a un certamen de una universidad de Nueva York y gané un premio, que,
además de una medalla, me llegó con un cheque (no recuerdo el importe). Eso me
animó a seguir escribiendo, y lo que se inició como una distracción se
convirtió en un vicio.
He publicado
varios libros de poesía, el primero de ellos en 1996, en la editorial Sibi que
dirigían Nancy Pérez-Crespo y su esposo Juan Manuel y luego otros en Miami y
España. También he traducido poemarios del inglés al español, escrito relatos y
cuentos, así como cuatro volúmenes de crónicas que he llamado Verycuetos,
porque tienen mucho que ver con todo lo que me interesa y lo que he escrito,
desde cartas, intercambios, reseñas, etc. También publiqué dos álbumes de fotos
y textos sobre Raquel Revuelta, la gran actriz, que frecuenté durante mis
últimos años de vida en Cuba.
París –
Miami, marzo de 2024
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