Entrevista al arquitecto francocubano Gilberto Seguí
Para esta serie de entrevistas que he estado realizando desde el 2022 ha llegado el turno al arquitecto cubano exiliado en París Gilberto Seguí. He aprendido muchas cosas durante nuestro intercambio. Les dejo enlace, copia y fotos:
Enlace: Entrevista a Gilberto Seguí / por William Navarrete / Cubanet
“En la Cuba
castrista no hay nada que pueda emprenderse sin contratiempos”
(El escritor
William Navarrete entrevista al arquitecto cubano Gilberto Seguí)
Conocí al
arquitecto cubano Gilberto Seguí poco después de su llegada a París durante una
fiesta celebrada por el pintor Ramón Alejandro en su apartamento del barrio de
Pigalle, en febrero de 1994. A Ramón le gustaba organizar fiestas y, en aquel
entonces, muchos cubanos que vivían desde hace décadas en la capital francesa y
otros recién llegados de la isla coincidían en su casa y estudio parisinos. Gilberto
Seguí había comenzado ya el proceso de solicitud de asilo político en este
país, una gestión larga y no siempre exitosa, ayudado por el también arquitecto
cubano y exiliado en Francia, David Bigelman, fallecido en París dos décadas
después, en 2017. Fue justamente en el apartamento de este último, sito en la
calle Rodier (distrito 9), que volví a encontrarme con Seguí, el 22 de enero de
1995, para celebrar entonces, junto al también arquitecto Ricardo Porro y otros
amigos, el hecho de que las autoridades francesas le hubieran otorgado
finalmente su derecho a asilo político. Un caso extremadamente raro, pues el
expediente presentado por Seguí se basaba exclusivamente en su condición de
arquitecto que le impedía seguir viviendo en la isla.
A Gilberto Seguí
he seguido viéndolo a lo largo de las últimas tres décadas en diferentes
momentos. A veces nos encontrábamos en casa de Regina Maestri, una cubana
encantadora cuya casa era el centro de un salón literario. Lo había perdido un
poco de vista desde hacía unos años hasta que me gracias a los arquitectos Juan
Luis Morales y Teresa Ayuso logré contactarlo y proponerle esta entrevista que
tuvo lugar en el propio Atelier Morales, sito en la calle Rivoli, en París. Me había
dado cuenta de que en esta serie de intercambios con personalidades del exilio
cubano nacidos antes de 1959 no figuraba ningún arquitecto. Y esto, a pesar de
haber entrevistado a fines de la década de 1990 a Ricardo Porro, pero
fundamentalmente por no habérseme ocurrido antes entrevistar a otros ya desaparecidos
como al propio David Bigelman, o a amigos como Hervin Romney (recientemente
fallecido en Miami y uno de los fundadores de Arquitectónica en 1977), Irma
Alfonso Rubio (fallecida en Madrid en 2022) o a Nicolas Quintana, a quien sí
invité a participar en el libro por el Centenario de la República Cubana que
publiqué en 2002, en las Ediciones Universal (Miami) con la colaboración de 33
especialistas cubanos de diferentes ámbitos.
- Cuéntanos
de tus primeros pasos por la vida, tus orígenes familiares y en qué lugar
naciste y creciste.
Nací en La
Habana, en el barrio El Vedado, en 1938, pero a los 2 años mis padres se
mudaron para el poblado de Santiago de las Vegas, al sur de la capital, sitio
en donde transcurrió toda mi infancia. Mi madre, Mercedes Diviño, era sobrina
del gran músico matancero Brindis de Salas y se había hecho modista porque
había tenido acceso a la moda parisina desde muy temprano. Había sido acogida
por Antonia Domínguez, cuyo primer esposo había sido Manuel Inclán, uno de los primeros
vecinos del Vedado cuya Quinta Rosario todavía perdura y es una escuela y, en
segundas nupcias, con un judío alemán laico llamado Julio Rauchman.
Mi padre,
Gilberto Seguí, era zapatero y justamente como tal empezó a trabajar a una
fábrica de calzado en Santiago de las Vegas, de modo que nos mudamos para ese
lugar. Fue entonces allí donde cursé la escuela pública e hice mis primeros
estudios. También donde, a los 13 años, hice una exposición de pintura en la
escuela primaria superior pues había empezado a pintar cuando descubrí la
tempera. El caso es que mi profesor de dibujo, al ver la gran cantidad de obras
que tenía, decidió organizar aquella exposición que fue la primera y la única
que hice en mi vida en este ámbito.
- ¿Qué
estudios realizaste después y en qué contexto?
Los estudios secundarios
y el bachillerato los cursé en la Escuela de Artes y Oficios que se encontraba
en la calle Belascoaín, una de las instituciones más prestigiosas de la isla,
fundada por los norteamericanos durante la primera ocupación militar y bajo el
gobierno provisional de Leonard Wood. En esa escuela, el bachillerato se
cursaba al mismo tiempo que el aprendizaje de un oficio. Creo que la excelencia
de la arquitectura cubana del periodo de la República, entre 1902 y 1959, se
debe en gran medida a la existencia de esta institución. Tenía mucho que ver
con las escuelas del movimiento Arts and Crafts y con los preceptos del gran
creador inglés William Morris. A esa escuela achaco el motivo por el cual nunca
tuve crisis de adolescencia, pues allí no nos daban tiempo para perder el
tiempo y teníamos tal cúmulo de tareas y actividades que no podíamos pensar en
otra cosa.
En la Escuela de
Artes y Oficios tuve excelentes profesores, muchos de ellos arquitectos, que
daban las sesiones matinales. Estaba César Sotero, mi profesor de Dibujo
Técnico; Miranda, el de albañilería, San Román, un catalán que me enseñó la
bóveda catalana, entre muchos más que he ido olvidando con el tiempo. El caso
es que de allí salí como constructor civil en 1957, pero la realidad era que
había tenido una formación prácticamente de arquitecto porque por las noches asistía
a los cursos para agrimensores. Como en La Habana este ramo no tenía mucho
campo, el profesor, Antonio Georges, lo que impartía realmente eran proyectos
propios de la Facultad de Arquitectura de la Universidad.
- ¿Nunca te
vinculaste a los movimientos estudiantiles revolucionarios de finales de la
década de 1950? ¿En qué situación recibes la noticia de la huida de Batista y
el triunfo de la insurrección de 1959?
Como la
Universidad estaba cerrada después de graduarme me fui a trabajar a la oficina
de arquitectura de José H. Martínez, en El Nuevo Vedado. Nosotros nos habíamos
mudado ya, en 1954, para Marianao, pero en la época de Santiago de las Vegas mi
madre había conocido a Fidel Castro porque frente a nuestra casa había un
estudio fotográfico en donde se reunía una de las células del Movimiento 26 de
Julio. Mi madre era miembro del Partido Ortodoxo, de modo que estaba muy activa
en sus filas, al punto que cuando el célebre juicio a Fidel Castro en Santiago
de Cuba, después del ataque al cuartel Moncada, viajó por su propia iniciativa hasta
la antigua capital de Oriente para presenciar el juicio desde el público. Incluso,
mucho antes, tras el golpe de Estado del 20 de marzo de 1952, me llevó al
primer mitin estudiantil que hubo en la Universidad de La Habana y en el
momento en que subíamos la escalinata se encontró con Fidel Castro y me lo
presentó. Por supuesto, aquel Castro de entonces no era ni remotamente el
personaje en que se convirtió después, sino que, por el contrario, se retiraba
del mitin porque no tenía prácticamente ninguna aceptación entre los propios
lideres universitarios. En vez de uno más, era uno menos.
El 1° de enero de
1959, viviendo en Marianao y en cuanto supe lo que había ocurrido, fui
caminando hasta el cuartel Columbia, epicentro de la vida militar de la capital
cubana. Esa misma mañana, apenas llegado a la entrada del cuartel, constaté que
los militares portaban ya el brazalete del 26 de Julio. En realidad, se habían
apoderado del campamento y habían sacado de las prisiones a los guardias
detenidos y a quienes habían sido encarcelados por motivos políticos. Mi madre
y mi hermana se fueron a Las Villas en un camión con el comandante William
Gálvez y yo me quedé en La Habana. Recuerdo que presencié desde el público aquel
famoso discurso de Fidel Castro en que dijo la famosa frase “armas para qué”.
Pero volviendo a
tu pregunta, en realidad nunca milité en ningún movimiento estudiantil. No
porque no me interesara, sino porque nunca fui acogido en ninguno.
- ¿Qué
sucedió desde el punto de vista de tu labor profesional tras los cambios de
1959?
Al mismo tiempo
que entré dos años a la Universidad para estudiar Arquitectura trabajaba como
dibujante a medio tiempo en la construcción del hospital Naval, en La Habana
del Este, un proyecto comenzado por Fulgencio Batista. Y de allí, me incorporé
en 1960 al Instituto Cubano de Cartografía y Catastro también como dibujante.
Fue en ese
periodo en que conocí al arquitecto Ricardo Porro durante una conferencia que
él impartió en la Biblioteca Nacional. Me invitó a su casa en el reparto La
Sierra y le pedí colaborar con él en el proyecto de las escuelas de arte de
Cubanacán, en el antiguo Country Club de La Habana, y él me integró a su
equipo. En aquel momento, en 1961, la oficina de Porro estaba en la capilla de
la mansión del Dr. Ernesto Sarrá, en la calle 2 esquina 13 del Vedado, un
personaje conocido por las farmacias de ese nombre. Le propuse a Porro trabajar
no en las oficinas sino en la obra y aceptó. Entonces llevé conmigo a Oscar
Hernández y a Hilda Fernández-Vila, dos amigos de la Escuela de Artes y
Oficios, y empezamos a dibujar los planos de cimentación, los de estructura y
otros durante tres meses hasta que me fui del proyecto.
- ¿Por qué
dejaste lo que en aquel momento era la mayor obra arquitectónica del periodo
revolucionario?
La obra de las
Escuelas de Arte en general era absolutamente innovadora. Se trataba de un
proyecto único, y no solo para Cuba. Yo tenía mucha curiosidad por ver el
resultado final, pero quería hacer mi propia arquitectura. Ricardo Porro era un
gran arquitecto, pero mi manera de ver la arquitectura no era tanto como objeto
de arte o escultura, sino como objeto de utilidad humana muy funcional.
En ese periodo posterior participé en varios proyectos, incluido uno que incluía una zona de comercios, oficinas, restaurantes y hoteles para la ciudad vasca de San Sebastián en 1965 que, por cierto, aunque nunca se realizó, lo ganó el propio Porro. También presenté mi proyecto para el Parque de los Mártires Universitarios, en las calles San Lázaro e Infanta, que ganó el equipo de Mario Coyula, Emilio Escobar Loret de Mola, entre otros, y el resultado es el monumento brutalista y casi desalmado que perdura aún en ese sitio. También estuve en el del Pabellón Cuba para la Exposición 1967 de Montreal que, por cierto, ganaron Vittorio Garatti, Sergio Baroni y Hugo Dacosta.
Walter Betancourt durante la construcción de la Estación Forestal de Guisa
- Estuviste
muy vinculado al arquitecto americano de origen cubano Walter Betancourt.
¿Puedes contarnos algo sobre esta relación amistosa y profesional, y las obras
en las que colaboraste con él?
Walter Betancourt
Fernández descendía de una familia de cubanos tampeños, llamados así porque
habían permanecido en Estados Unidos después del exilio colonial de la segunda
mitad del siglo XIX en la ciudad floridana de Tampa. Había nacido en Estados
Unidos en 1932 y de su familia, él era el único que quiso vivir en Cuba. Lo
conocí en las Escuelas de Artes en 1964 y en esa época ya vivía y trabajaba en
Holguín en donde había comenzado ese mismo año el proyecto de Casa de la
Cultura o Teatro en la localidad de Velasco, perteneciente al municipio de
Gibara y conocida por ser, de alguna manera, el granero de Cuba.
Walter había
recibido una educación norteamericana, lo cual influía en que fuera una persona
flexible, sin complejos y que aceptaba sugerencias y consejos, contrariamente a
muchos de los que recibieron una educación hispana. En 1965 llegué a Holguín, a
su propia casa, para ver los comienzos de aquel edificio completamente
inesperado y desproporcionado para un pueblo pequeño que en realidad pocos
conocían. Se trataba de un teatro para acoger a la compañía de Félix Varona
Sicilia, dramaturgo y promotor cultural originario de ese pueblo. La
arquitectura orgánica de Walter era compleja, con muchas referencias a Frank
Lloyd Wright y con algo del “Facteur Cheval” francés dado la sucesión de
añadidos decorativos. La obra se convirtió en una especie de Sagrada Familia de
Barcelona, pero cubana, porque su construcción se prolongó durante años y quedó
paralizada tras la muerte de Walter, el 18 de julio de 1978.
- Pero
tengo entendido que trabajaste con él en otros proyectos y que fuiste,
finalmente, quien concluyó ese célebre edificio holguinero…
A Walter le encomendaron
en 1969 la construcción, en las estribaciones de la Sierra Maestra, exactamente
en Guisa, la construcción de la Estación Forestal de este lugar. Se trataba de
un proyecto con subvención de las Naciones Unidas, de modo que no le costaba
nada al Estado cubano. Cuando me enseñó el proyecto inmediatamente acepté
colaborar con él, pues representaba todo lo que me gustaba en términos de
arquitectura, es decir, seguía a pie juntillas el estilo del arquitecto
norteamericano Frank Lloyd Wright.
Entonces me mudé
para Santiago de Cuba que era donde estaban las oficinas principales y aunque
había gente dispuesta a mutilar la obra, el proyecto contaba con la anuencia
del comandante Juan Almeida, que era de la región, y poco podían hacer contra su
construcción porque ya los cimientos estaban echados. En esta realización
estuve trabajando durante dos años, algo que estrechó mis lazos con Walter
Betancourt, razón por la cual, mucho más tarde, en 1985, el Ministerio de
Cultura me designó como proyectista principal para terminar la Casa de Velasco,
siete años después de la muerte del arquitecto.
- ¿Y
pudiste terminarla sin contratiempos?
En la Cuba
castrista no hay nada que pueda emprenderse sin contratiempos. Durante una
reunión encabezada por Nuria Frómeta, la ayudante ejecutiva del ministro de
Cultura Armando Hart, y en presencia de Félix Varona y dos otros arquitectos,
me designaron como proyectista principal de la Casa de Velasco. Inmediatamente
me di cuenta de que Varona iba a obstaculizar mi función y de que no veía con
buenos ojos mi designación. Era como si él no deseara que la sede de su teatro
se terminase de construir tal vez porque utilizaba para sus propios fines el
carácter inconcluso del edificio o porque pensaba simplemente que yo le iba a
robar la gloria.
Yo había escrito
en 1981 una carta a Fidel Castro, a través del director de la revista Revolución
y Cultura, pidiéndole que se terminara la obra de Walter. Años después, en
junio de 1985, fui invitado a celebrar el 25 aniversario del elenco de Félix
Varona en el pueblo de Velasco, y allí me encontré entonces con el director de
cultura de la provincia de Holguín y pude decirle frente a frente que yo estaba
listo para terminar el edificio. Llegó como dije, meses después, mi
nombramiento, y aún así tuve que esperar entre rencillas y traspiés siete meses
para que realmente arrancara la construcción. El caso fue que, en julio de
1986, me llamó personalmente el mencionado director de cultura provincial y me
dijo: “Hemos echado a todos los arquitectos que estaban destruyendo el
edificio, qué necesitas para enderezarlo”. A lo que le respondí: “Plenos
poderes”. Y así fue como pude encausar aquel proyecto inconcluso y trabajar
durante dos años in situ. Finalmente fue inaugurado en 1991 y, dicho sea
de paso, no me invitaron, pero me invité yo mismo: tomé un vuelo desde La
Habana y le aparecí allí, para sorpresa de todos, en el momento en que iban a
cortar la cinta.
- Volvamos
al periodo en que terminaste de trabajar con Walter Betancourt en Guisa en 1971.
¿Qué hiciste después?
Trabajé entre
1971 y 1974 en la remodelación del antiguo colegio jesuita de Belén en La
Habana que, por iniciativa del castrismo, se había convertido en Instituto
Técnico Militar. Era un sitio con características particulares porque allí se
formaban los técnicos militares cubanos ya que Fidel Castro no había aceptado mandarlos
a estudiar a la Unión Soviética, como pretendía Moscú, sino que quiso que
estudiaran en la isla y, por el contrario, que los profesores soviéticos
viajaran a la isla para impartir sus cursos. De modo que había que adaptar todo
aquel edificio que había pertenecido a una de las instituciones educativas más
prestigiosas de América Latina a su nueva función. Utilicé esta experiencia
como laboratorio para mi propia carrera en caso de que tuviera que enfrentarme
solo a la ejecución de una obra.
Luego, entre 1974
y 1976, trabajé en la transformación del antiguo reparto de clase media Tarará,
al este de La Habana, uno de los primeros con un sistema que luego se pondría
de moda en Estados Unidos que era el de una comunidad cerrada cuyo acceso se
limitaba exclusivamente a los propietarios y a los visitantes autorizados, y en
el que había que presentarse en una garita en la entrada para acceder a él.
Como la mayoría de los propietarios de aquellas formidables clases habían
partido al exilio y sus propiedades habían sido confiscadas, al Gobierno se le
ocurrió crear allí una Ciudad de Pioneros por la que desfilaron a partir de
1976 casi todos los alumnos de primaria de La Habana. La transformación
implicaba la construcción de comedores (yo diseñé cuatro de ellos), áreas
deportivas, explanadas, un anfiteatro y otras instalaciones, de modo que las
escuelas pudieran mudarse literalmente durante un mes hacia ese sitio y que las
clases continuasen alternando con actividades de todo tipo propuestas a los
alumnos. Los albergues eran las casas confiscadas tras la salida del país de
sus auténticos propietarios. En una de ellas, por ejemplo, había vivido antes
de su salida de Cuba, Mirtha Díaz-Balart, la primera esposa de Fidel Castro,
con su primer hijo. Y lo sé porque cuando empecé a trabajar allí alguien me la
mostró.
- ¿No
tuviste nunca que participar en la construcción de los llamados edificios de
microbrigadas o “cajas de fósforos”, como se les llamaba entonces, por lo muy
feo y poco prácticos que eran?
Escapar de eso en
la Cuba de esas décadas era casi imposible. Hasta ese momento yo había logrado
navegar con suerte, sin caer en el hueco negro del MICONS, o sea, del
Ministerio de la Construcción, en el que los arquitectos eran simples
burócratas que no diseñaban nada, ni inventaban nada. Tuve esa suerte porque conocía
a Iván Espín, hermano de Vilma Espín, la esposa de Raúl Castro. Iván era
pretendidamente arquitecto, pero nunca, que yo sepa, construyó otra cosa que el
añadido o penthouse que le hizo al edificio de su hermana y cuñado en la
calle 26 del Nuevo Vedado. Pero él tenía poder por ser hermano de quien era y,
en 1965, me envió a ver a Fernando Salinas Mendive, uno de los pocos
arquitectos de la época republicana que no se había largado del país y al que
trataban con delicadeza, pues había trabajado en Estados Unidos con Van der
Rohe y Philip Johnson, y en realidad no querían que se les fuera también.
Pero aquel estado
de gracia se acabó en 1977, en que Salinas empezó la construcción de la
embajada cubana en Ciudad de México y a mí me mandaron a construir las famosas
escuelas de becados en el campo, las llamadas ESBEC. Pero sucedió que cuando
vieron mi frustración y poco interés me dejaron cesante. Fue entonces que me
“ubicaron” en la oficina de Proyectos de Viviendas, que dirigía Modesto Campos,
quien había sido profesor mío anteriormente. Modesto me leyó la cartilla y me
dijo que lo primero que tenía que hacer era leer y estudiar las normas de
construcción de vivienda vigentes, para que no pretendiera innovar nada, y lo
primero que me ofreció fue la concepción de un proyecto para remplazar los
módulos E14, o sea, aquellos edificios horribles de microbrigadas que se habían
construido en toda la isla y de los que el barrio de Alamar era el mejor y más
nefasto ejemplo.
Mi proyecto fue
aprobado por unanimidad y, por supuesto, enviado a la Dirección de la Vivienda
y engavetado. Como Modesto Campos había visto mi versatilidad me puso a
construir casas de madera en el campo a partir de 1980. También me autorizó a
retomar el proyecto que había abandonado un arquitecto apellidado Milanés: el de
la construcción de dos edificios antisísmicos de ocho plantas siguiendo un
modelo yugoslavo, pero en Santiago de Cuba. Entonces me entretuve en eso y
resultó que, en 1983, un grupo de arquitectos santiagueros quería construir dos
edificios de ese tipo en la ciudad y al ver mi diseño les gustó. Los dos
edificios fueron construidos frente al cementerio Santa Ifigenia porque querían
tapar la vista de un barrio de edificios de microbrigadas que había del otro
lado, para que los turistas que visitaban el cementerio no vieran la horrorosa
arquitectura de la Revolución. Mis edificios les venían como anillo al dedo
porque tenían ocho plantas. Hoy en día siguen tapando la vista desde el
cementerio de las “cajas de fósforos” que están detrás.
- ¿Cuál fue
tu último proyecto antes de salir de Cuba?
En 1988 un
arquitecto norteamericano, el californiano Huckleberry “Huck” Rorick, graduado
de Berkeley, logró la autorización para construir un reparto de 20 000
habitantes en el barrio de Aldabó, al sur de La Habana. Rorick había logrado
poseer un imperio inmobiliario y dedicaba su vida a crear lo que él llamaba
“desarrollo social transformador” y a impartir clases en lugares como China,
Nicaragua, Liberia, Nepal y la propia Cuba. Llevaba tiempo tratando de
conseguir la autorización para construir una “ciudad-jardín” en la isla y solo
lo logró en 1988 cuando viajó a La Habana en la delegación del obispo de Nueva
York que le abrió el camino hacia la persona que decidía todo en Cuba, es
decir, el propio Fidel Castro. El reparto que construyó y en el que participé
fue el de Las Arboledas, mi último trabajo antes de salir del país.
- ¿Cuándo
sales de Cuba y cómo lo logras?
Pude salir en
1993 gracias a la gestión del arquitecto cubano-norteamericano de larga vida en
París, David Bigelman, a quien conocía desde principios de la década de 1960 en
Cuba antes de que él se fuera del país. David me cursó una invitación para dar
conferencias en la Escuela de Arquitectura de Francia, algo que solo era
posible a través de la Asociación Hermanos Saíz, dependiente del Ministerio de
Cultura. El tramite burocrático fue largo y engorroso porque te constituían un
expediente y había que lograr la autorización de diferentes dependencias. Mi
expediente estaba bloqueado en la sede de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC),
no porque yo hubiera sido ni joven ni afiliado a ese partido, sino porque la
dichosa Asociación Hermanos Saíz había sido creada bajo el manto de la UJC y tenía
una sección de Arquitectura. Mi expediente estaba allí trabado cuando otra
arquitecta que hoy vive en París y que intentaba salir de Cuba también en ese
momento, Teresa Ayuso, se presentó en ese sitio a buscar su propia autorización
y lo vio debajo de toda la pila. Entonces lo puso arriba entre los cinco
primeros, en el que estaba el de ella, para que fuera procesado ese mismo día.
Fue así que pude llegar a París un 9 de enero de 1993.
- He oído
decir que tu asilo político ha sido uno de los pocos, tal vez el único, en que
las razones alegadas para solicitarlo tienen relación directa con la
arquitectura. ¿Puedes contarnos esto?
Mi dossier
explicaba las dificultades que tenía en Cuba y la persecución que sufría por
parte de los responsables del MICONS que se habían obsesionado conmigo. En una
ocasión escribí un artículo que me publicaron en enero de 1989 en la revista El
Caimán Barbudo, titulado “En defensa de la arquitectura”. En dicho texto criticaba
la burocracia estatal y explicaba por qué la profesión de arquitecto en Cuba
había dejado de tener sentido ya que todo espíritu creativo había sido
eliminado. Entonces para tenderme una trampa me invitaron a dar una conferencia
en Holguín y allí me esperaban los del MICONS con el objetivo de provocarme
desde el público espetándome con frases como “usted es un desafecto a la Revolución
por criticar la arquitectura generada por la Revolución” y cosas así. En
aquella ocasión me salvó el propio director de cultura provincial quien dijo
que mi artículo también había sido publicado en la prensa local de Holguín, el
periódico ¡Ahora!, y que eso era una razón suficiente para que no me
cuestionaran, ya que ese era el periódico del Partido en la provincia.
Estas cosas
vistas desde fuera, desde un país democrático, parecen irreales o imposibles,
pero en Cuba y bajo ese régimen todo esto cobra grandes proporciones, como
también lo cobró mi colaboración con Walter Betancourt, un norteamericano que
nunca fue bien visto por el MICONS, justamente porque era un electrón libre y
porque su arquitectura no reflejaba ni remotamente el espíritu socialista. A
Walter lo picó un insecto y falleció con 47 años de edad, poco después de la
picadura, en un hospital el Santiago de Cuba. Dijeron que la causa fue una
infección generada por esa picadura y una bacteria que no pudieron identificar.
Walter tenía muchos enemigos y había sido acusado incluso, en varios círculos,
de ser un agente de la CIA, cosa que poco le beneficiaba siendo ciudadano
norteamericano viviendo y trabajando en Cuba.
- ¿Has
vuelto a Cuba?
Ni he vuelto, ni
pienso hacerlo. Conozco demasiado bien ese país y ese régimen por haberlos
vivido suficientemente y desde dentro. ¡Yo allí no voy ni a buscar centenes!
París, abril de
2024
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