Entrevista en París a la galerista Nina Menocal
Entrevisto en París a la galerista cubana y mexicana Nina Menocal. La entrevista no tiene desperdicio. Me encanto la idea de Nina de al menos haber podido recuperar en algo lo mucho que el castrismo le robó a su familia. Enlace, texto y nuevas fotos:
"La cultura cierra y sana heridas", entrevista a Nina Menocal, por William Navarrete, Cubanet
“La cultura
cierra y sana heridas”
(El escritor
William Navarrete entrevista a la galerista cubanomexicana Nina Menocal
Johnson)
Conocí a Nina
Menocal sin conocerla gracias a mis nexos con muchos artistas cubanos de la
generación de 1980 a lo largo de estas últimas tres décadas. A pesar que he
estado en varias ocasiones en la Ciudad de México nunca me he encontré con ella
en el sitio en donde vive desde hace más de 60 años. En cambio, nos conocimos
hace algún tiempo ya en París, en la casa y atelier de Juan Luis Morales
Menocal y Teresa Ayuso, quienes no solo están emparentados con Nina, sino que
también son parte de los artistas que la galería representa en el DF.
A Juan Luis se le
ocurrió que esta entrevista la hiciéramos en vivo, aprovechando la presencia de
Nina Menocal en la ciudad. Al principio yo no estaba muy convencido de que en
medio de los invitados pudiera entrevistarla, pero al final nos prestamos al
juego para ver qué salía de esta experiencia. La entrevista comenzó entonces en
el espacio del Atelier Morales, en la calle Rivoli, y la terminamos unos días
después en el hotel en donde ella se estaba quedando en el barrio de
Saint-Sulpice.
Mujer
emprendedora y muy carismática, Nina ha sabido actuar con independencia y se guiado
siempre por sus propios instintos. Es por eso que se convirtió desde hace prácticamente
tres décadas y media en la embajadora fuera de Cuba de toda una generación de
artistas de la isla nacidos después de 1959. Mejor que sea ella quien nos
cuente de sus experiencias, su vida y sus pasiones.
- ¿Puedes
hablarme de tu nacimiento y de tus orígenes familiares?
Nací en La Habana
en 1948, en una casa de la calle B entre 11 y 13 del barrio del Vedado. Mi
padre Luis Narciso Menocal Nadal era arrocero y ganadero, y mi abuelo paterno,
Luis Narciso Menocal Fernández de Castro, el propietario de una finca llamada
Yariguá, cerca de Manatí, región de Las Tunas, dedicada a la crianza de ganado
criollo. Mi padre conoció muy joven a mi madre en el Havana Yacht Club que
ambos frecuentaban y en contra de la opinión de mi abuelo decidió casarse con
ella. Entonces comenzó a trabajar con su suegro, Teodoro Johnson Anglada, propietario
de una fábrica de cosméticos y de la Farmacia Johnson que todavía está en pie
en la calle Obispo, en La Habana Vieja.
Mi madre, Alina
Mercedes Johnson Aguilera, era hija del mencionado Teodoro, quien había
estudiado en las universidades de París, Berlín y de La Habana, y de mi abuela
materna, Emilia Aguilera Sánchez-Pereira. Mi madre era la hija favorita de su
padre. Por esta rama de los Aguilera, mi madre tenía varios tíos terratenientes
en Camagüey, como Guillermo, propietario de arroceras y Leopoldo, del
latifundio Cayo Toro. Por los Sánchez, varios tíos eran colonos y ganaderos,
como Bernabé Sánchez Batista, casado con Anais Culmell Vaugiraud.
Como crecí en una
familia acomodada me enviaron a estudiar a los colegios en donde solían
estudiar las niñas de este medio. Cursé parte de la enseñanza primaria en el
colegio Las Esclavas, en las calles 62 y 5ta A de Miramar, y poco después me
enviaron a la Merici Academy, una institución de las monjas ursulinas que
estaba en el Country Club o Biltmore de La Habana. Eso fue antes de que nos
instaláramos en Ciego de Ávila, donde mi padre empezó a ocuparse de sus
negocios en la región. Puedo decir que la educación de las hijas, más allá del
bachillerato, no era una prioridad para las clases altas. Lo corriente era
impulsar la educación de los varones y garantizar un buen matrimonio para las
hembras. A mi hermano Teodoro lo enviaron a estudiar a Choate Rosemary Hall
School, en Wallingford (Connecticut), una escuela privada preparatoria previa a
la universidad y a otro de mos hermanos, Luis, a la Universidad de Harvard. Por
esa razón ninguno de los dos participó en la invasión de bahía de Cochinos pues
estaban estudiando en ese momento. A mí me enviaron entre 1959 y 1962 a
Foxcroft School, un colegio privado para niñas de familias pudientes, fundado
en 1914 en Middleburg, Virginia, en donde todavía existe.
- ¿Qué
recuerdos tienes de esos años previos y posteriores al triunfo de la insurrección
de 1959?
Sólo viví los
primeros días del triunfo de la insurrección porque enseguida me enviaron a
Estados Unidos a estudiar. Pero recuerdo el júbilo en las calles y, en medio de
la algarabía, la visita que le hicimos a mi abuelo Teodoro a su casa de la
calle G entre 23 y 21. Allí nos lo encontramos un poco desconcertado. Nos
decía: “¡Es la Revolución Francesa!” Los sirvientes, excepto Jesús de León, el
chofer que siempre había sido muy fiel, habían entrado en las bodegas del
abuelo que estaban en la casa del servicio detrás de la principal y empezaron a
descorchar las botellas de vinos franceses de colección para brindar en la
calle por el triunfo de la insurrección.
Como teníamos una
casa en Palm Beach, la familia se instaló allí, mientras mis dos abuelas se quedaron
en Cuba. Recuerdo que todavía en 1960 pudimos hacer un viaje a la isla para ir
a Varadero y regresar luego a Estados Unidos.
Como dije antes, yo
empecé a estudiar en Foxcroft a principios de 1959, o sea, que no viví muchos
de los acontecimientos posteriores al 1° de enero. Lo que sí recuerdo es que cuando
estudiaba en el colegio de Virginia frecuentaba la iglesia católica de la
localidad, a la que iban pocos fieles pues la religión con más adeptos en Estados
Unidos era el protestantismo. Pero en una de las ocasiones en que había ido a
misa vi que entre los pocos fieles presentes estaban John F. Kennedy y su
esposa Jackie. Yo sabía que Kennedy había sido compañero de mi padre en 1936,
en Choate Rosemary Hall School, y que incluso habían compartido el mismo cuarto
durante esos estudios. Entonces aproveché en un momento en que pasé cerca de él
para decirle que yo era la hija de Luis Menocal. El Presidente me lanzó esa
sonrisa grande que lo caracterizaba y me invitó enseguida a visitar su finca. Una
emisora de radio se enteró y reveló que una alumna del Foxcroft había visitado
a los Kennedy. Aquello provocó tanto revuelo que el headmaster de mi
colegio me convocó para decirme que había destruido la reputación de la
institución. Tuve que hacer que mi padre interviniera para que lo calmara. ¡La
cosa no era para tanto!
- ¿Como
llegaste a México y qué hiciste allí durante los primeros años de vida en ese
país?
Después de la
invasión frustrada de bahía de Cochinos en abril de 1961, mi padre comprendió
que el castrismo era para largo. Fue entonces que aceptó ocuparse de la
dirección de la sucursal del Harris Bank de Chicago en el Distrito Federal de
México. Mis dos abuelos ya habían fallecido en Cuba y las abuelas se fueron de
la isla en 1961. La materna, Emilia, se instaló primero en el hotel Ritz de
Madrid con Isabelita Falla, antes de establecerse en Nueva York, y la segunda
vino a México, y terminó instalándose luego en King Ranch, Texas, en donde
vivían mis tíos Lydia Menocal Nadal y Julio Morales de Cárdenas. Allí falleció
años después.
Fui secretaria
ejecutiva trilingüe parlamentaria, trabajé con mi padre y también en la sede de
la Pepsi Cola en México. Más tarde fundé dos secciones en El Heraldo de
México, una llamada “Cuic”, sobre cultura y arte en general y otra titulada
“Snobíssimo” en donde publicaba noticias sobre eventos sociales y gente
conocida. Me casé en 1968, en la plaza de las Tres Culturas, con el industrial
Joel Rocha, tercera generación de esta familia en el ramo, y fue solo después
de casada y ya con tres hijas (Emilia, Alina y Carolina Rocha Menocal) que
estudié en la Universidad.
- ¿Cuándo y
en qué circunstancias tuvo lugar tu primer reencuentro con Cuba, el país que
habías dejado a los 13 años?
Yo hacía tiempo
que quería volver a la isla para ver mi casa, mi barrio y revivir los lugares
en los que había sido feliz. Pero, mis padres se oponían a ese viaje. Ellos
eran conservadores y los entiendo. Mi generación era otra, mis experiencias
también. Yo no comulgaba con sus ideas. Recuerdo que cuando les dije que
pensaba hacer los trámites para viajar a La Habana mi padre me dijo: “¿Por qué
mejor no coges un cuchillo y me lo clavas en la espalda?”.
Pero sucedió algo
imprevisible: los dos fallecieron de manera trágica en un accidente
automovilístico saliendo de San Juan del Río, Querétaro, y en dirección del
Distrito Federal, el 5 de abril de 1982. Como no pensaba cambiar de idea con
respecto a mi viaje a Cuba, organicé mi regreso a La Habana ese mismo año.
- ¿No
tuviste ningún contratiempo?
Lo primero fue
encontrar el pretexto para ir porque no se regresaba a Cuba tan fácilmente
siendo una exiliada. Me dedicaba entonces al periodismo y había recibido un
premio nacional por una serie de cinco artículos que publiqué bajo el título
“El caciquismo en el muladar”. También me habían publicado el libro México,
visión de los ochenta, que recopilaba 22 entrevistas que hice a
funcionarios públicos e intelectuales mexicanos.
Como participaba
activamente en la política mexicana y estaba en la campaña presidencial de
Miguel de la Madrid conocía a muchas personas del cuerpo diplomático y, entre
éstas, a José Agustín Fernández de Cossío, el embajador de Cuba en México,
alguien que en realidad no era una buena persona. Fue él mismo quien me sugirió
que presentara la solicitud como periodista, un ámbito en el que me
desempeñaba, con el pretexto de entrevistar a Carlos Rafael Rodríguez, entonces
vicepresidente de Cuba. Mi hermano menor, Carlos, dijo que no permitiría que
fuera sola a la isla y se sumó a los trámites para acompañarme. Contratiempos
hubo varios, pero el peor de todo fue que me detuvieron junto a mi hermano y a
un antiguo colaborador de mi abuelo y estuvimos arrestados en una estación de
policía en La Habana.
- ¿Puedes
contarnos ese arresto, en qué condiciones y las consecuencias?
Nosotros le
comentamos al embajador de México en La Habana que teníamos intención de
visitar mi casa natal en la calle B entre 11 y 13 del Vedado, ocupada por la
embajada de Bulgaria. La casa había sido construida por el arquitecto cubano
Evelio Govantes y decorada por la Maison Jansen de París. El embajador mexicano,
que era bastante frívolo, para no decir inepto, nos dijo que él se ocuparía y
que no habría ningún problema.
Mi hermano y yo,
acompañados por Manrique, un antiguo colaborador de mi abuelo Teodoro cuando
trabajaba en la Farmacia Johnson, salimos un buen día a visitar la casa. Cuando
llegamos nos encontramos con una señora que parecía ser miembro del personal de
la embajada y le explicamos nuestras intenciones. Ella nos pidió nuestros
pasaportes, se fue a buscar algo y nosotros entendimos que podíamos entrar. Así
fue como penetramos en la casa y empezamos a recorrerla cuando, de pronto,
reapareció la señora y muy alterada empezó a llamarnos “gusanos”. Armó tal
alboroto que no tardaron en quedar alertados los del Comité de Defensa de la
Revolución de aquella cuadra. Yo le decía a esta señora que en realidad debía
sentir vergüenza por haber transformado la casa de la manera en que lo habían
hecho, pues ni siquiera se entraba ya por la puerta principal sino por una
ventana lateral. Entonces llegaron milicianos con rifles, y allí mismo nos
prendieron a los tres y nos condujeron a la estación de policía más cercana. A
los que nos arrestaban les pregunté si eran cubanos. Como evidentemente me
respondieron que sí, les dije que por qué en vez de defender a una búlgara no
nos defendían a nosotros tres que éramos cubanos igual que ellos.
En la estación la
cosa empezó a ponerse fea. Recuerdo que Manrique, que de los tres era el único
que vivía en Cuba, temblaba de los pies a la cabeza. Allí nos interrogó un tipo
rubio de ojos azules que juraría que era ruso, aunque hablaba el español con acento
cubano. Empezó a levantarnos las actas y yo insistía en que tenía que
autorizarme a llamar por teléfono, aclarándole que era periodista y que había
venido por esa razón. Él decía que éramos sospechosos de ser terroristas, pues pocos
meses antes había ocurrido el atentado contra el Papa Juan Pablo II y lo había
perpetrado un turco que estaba vinculado con Bulgaria. La verdad es que no sé realmente
qué relación tendría para él aquel hecho con nosotros. Al final aceptó y me dejó
llamar por teléfono. Yo rezaba para que alguien del despacho de Carlos Rafael
Rodríguez contestara, pues era la hora de almuerzo. Ya él estaba al corriente
de mi presencia en la ciudad y nos habíamos puesto de acuerdo para la
entrevista. Cuando le dije que estábamos presos por haber entrado a la embajada
de Bulgaria y que una búlgara nos había tratado de “gusanos” puso el grito en
el cielo. Me preguntó si mi familia no me había educado, recalcando sobre todo que
cuando se visitaba un país que no era el de uno había que saber comportarse,
cuando más si se trataba de un país socialista como Cuba. Recuerdo que recalcó
que Cuba no era mi país. Al final fue él quien dio la orden para que nos liberaran,
pero el policía dijo que de todas formas había que castigarnos y nos condujo a
través de un laberinto de pasillos para confiscarnos, finalmente, todos los
carretes de películas que llevábamos.
Después de lo
sucedido y ya libres, Manrique me dijo muy apenado que él no quería volver a vernos.
E insistió para que aceptáramos 300 pesos cubanos que al parecer le debía a mi
familia. Cuando regresé a México conté toda mi experiencia en una serie de
artículos para la prensa, y por esa razón me negaron la entrada a la isla
durante los seis años siguientes.
- Pero todo
indica que no estabas dispuesta a ceder porque volviste en 1988 y empezaste a
interesarte en el arte cubano de la Generación de 1980, surgida a partir del
grupo Volumen I, hasta convertirte prácticamente en la embajadora de casi todos
sus artistas fuera de Cuba y también en el puente que les permitió salir y
exponer en el exterior…
Durante mi primer
viaje un primo de mi padre, Monseñor Carlos Manuel de Céspedes García-Menocal,
vicario de La Habana, me llevó a casa de otra prima, Feliciana “Fichú” Menocal,
que vivía frente al parque Gonzalo de Quesada, también llamado Villalón, en El
Vedado. Aquella casa era el punto de encuentro de muchísimos artistas cubanos
jóvenes recién egresados del Instituto Superior de Arte, es decir, de la Generación
de 1980. Cuando pude volver en 1988, que empecé a interesarme en el tema de la
pintura, conocí allí a Arturo Cuenca, Flavio Garciandía, Leandro Soto, Tomás
Esson, Moisés Finalé. Incluso, Fichú organizó un encuentro con artistas y con
mujeres clave del ámbito de las artes plásticas cubanas en ese momento. En 1989,
quise conocer a Tomás Sánchez y fui hasta su casa en Campo Florido, un pueblo
al este de La Habana. Esto me permitió organizar poco tiempo después una
primera exposición de pintores cubanos en la importante galería mexicana Arvil,
encargada de comercializar las obras de Diego Rivera, Frida Kahlo, Francisco
Toledo y muchos más, antes de fundar mi propia galería, Nina Menocal, en el
Distrito Federal, en 1990.
- Me dice
tu primo Juan Luis Morales Menocal, arquitecto y también artista plástico de tu
galería junto a su esposa Teresa Ayuso, que en aquella época los artistas
cubanos en vez de llamarte Nina Menocal te llamaban “Nina Menos-mal”, como queriendo
decir que menos mal que existías ya que gracias a ti habían podido darse a
conocer fuera de la isla e, incluso, exponer y ganar dinero. Cuéntanos sobre
esos primeros años de exposiciones cubanas en la capital azteca.
Organicé muchas
exposiciones y fui la primera persona que compró una obra de Tomás Sánchez en
una subasta de Sotheby’s. Le enseñé a toda una generación de artistas cubanos la
relación del arte con el mercado. De ese modo entendieron que podían
comercializar sus obras, venderlas fuera de Cuba y darse a conocer. Nunca se me
olvida cuando, después de haber expuesto a Arturo Cuenca y a Tomás Sánchez,
tras una exposición en que se vendieron todos los cuadros alrededor de 15 mil
dólares cada uno, quise entregarle en dinero cantante y sonante, como era usual
entonces, la parte que le correspondía a Tomás. Pero sucedió que, en ese
momento, se coló con nosotros en mi oficina Nisia Agüero, una funcionaria del
Ministerio de Cultura cubano y directora del Fondo de Bienes Culturales de La
Habana. Cuando le di el dinero a Tomás delante de ella, éste se quedó de piedra
y en vez de guardarlo se lo entregó a Agüero. Entonces, inmediatamente yo se lo
quité de las manos a esta señora y le dije a Tomás que en el capitalismo el
dinero era de quien se lo ganaba y que en este caso era el fruto de su trabajo.
Se lo devolví, pero él, pensando tal vez en las consecuencias que eso podría
tener en un país como Cuba, volvió a darle los billetes a Nisia. Hay que decir
que en esa época no se comercializaba el arte de los artistas de la isla. Creo
que, por primera vez, los plásticos se dieron cuenta de que podían vender sus
obras ya que el arte hasta entonces pasaba solo por el circuito oficial.
- ¿Cómo era
tu primera galería, qué exposiciones organizaste y que vino después?
En 1990 inauguré
Ninart, mi propia galería, que instalé originalmente en la calle Biarritz de la
Zona Rosa, la calle más pequeña de todo el Distrito Federal. Me acompañó al
principio en esta aventura el artista cubano y amigo Arturo Cuenca, quien
falleció en Miami en 2021. Luego, a partir de 1993, con el nombre de Nina
Menocal la desplacé hacia la colonia Roma Norte en donde permaneció por más de
20 años en una casona del porfiriato, sita en la calle Zacatecas.
En 1991 me
convertí en la primera persona que reunió en una misma exposición a artistas
cubanoamericanos del exilio con pintores de la isla. Entre los cubanoamericanos
figuraban Félix González-Torres, César Trasobares y Luis Cruz-Azaceta y entre
los de la isla, René Francisco, Eduardo Ponjuán, Israel León, Adriano Buergo,
Ana Albertina Delgado, Glexis Novoa, Alejandro Aguilera, José Bedia, Tomás
Esson, Leandro Soto, Carlos Rodríguez Cárdenas, Consuelo Castañeda y muchísimos
más. Ese año organicé la exposición “15 artistas cubanos”, cuyos curadores
fueron Iván de la Nuez y Osvaldo Sánchez, y para conseguir las visas de muchos de
ellos hubo que hacerlos pasar como bailarines gracias a Yolanda Santos de Hoyos,
la directora del Ballet de Monterrey. Al vernissage de esa exposición asistió
toda la élite del ámbito cultural y artístico mexicano. Allí estaban, por
ejemplo, Víctor Flores Olea, primer director de CONACULTA; Diego Salas,
director del MARCO de Monterrey e, incluso, Ricardo Legorreta, su arquitecto, así
como Eva Gonda de Garza-Lagüera.
Entonces, gracias
a la galería, muchos de estos artistas pudieron instalarse en México, algunos
con su familia. A casi todos tuve que enseñarles el capitalismo, poco importa
si ahora esto puede parecer pretensioso, pero en ese momento fue una realidad.
La mayoría tomó luego, como sucede en la vida, otros rumbos. Unos se quedaron
en México y otros se fueron a vivir a Nueva York, Miami, y otros sitios. De
todos, sólo dos regresaron realmente a La Habana.
- Tengo
entendido que después abriste tu espacio a artistas mexicanos, españoles, rusos
y de otras nacionalidades…
En efecto, la
galería se convirtió poco a poco en una tribuna del arte internacional, y yo
empecé a viajar a ferias de arte mundiales en diferentes ciudades y a
representar a los artistas con los que trabajaba en Berlín, Venecia, Miami,
Basilea, Madrid, etc. Ahora represento
no sólo con artistas cubanos contemporáneos como Ernesto García, Agustín
Bejerano, Katiuska Saavedra, Sandra Ramos, el Atelier Morales, Ángel Delgado,
René Francisco, Lidzie Alvisa, entre otros, sino también a Rosa Brun
(española), Carlos Amorales, Carlos Aguirre, Perla Krauze y Boris Viskin
(mexicanos), Ilya y Emilia Kabakov (rusos), entre muchísimos más que sería
largo y tedioso mencionar. He impartido muchas conferencias y curado varias
exposiciones a través del mundo.
- ¿En qué
proyectos estas enfrascada ahora?
He fundado el
proyecto Ninart-Havana con coleccionistas del mundo entero interesados en el
arte cubano contemporáneo. Este proyecto es parte del funcionamiento de la
galería. También llevo un blog en el que comparto experiencias estéticas, viajes y memorias familiares o
históricas. He escrito La libreta de los errores, unas memorias en las
que trabajo mucho, aún en forma de manuscrito y en busca de editor.
- Tu
decisión de viajar a Cuba y de convertirte en la década de 1990 en el puente de
los artistas de la isla con el mundo exterior te ha valido muchas críticas por
parte de quienes ven en esa decisión una traición, descendiendo como desciendes
de una de las familias pudientes de Cuba. ¿Qué puedes decir de esto?
Mi familia
participó activamente en el mecenazgo de arte durante todo el periodo
republicano cubano. Pienso que la cultura cierra y sana las heridas, y es
cierto que tras el triunfo de la insurrección de 1959 perdimos todos las
propiedades, además de otros bienes, confiscados por el gobierno castrista. He
recibido el rechazo de cubanos exiliados que no entienden que haya podido
volver al sitio del que prácticamente fuimos expulsados. Respeto y entiendo
esta posición que era, como ya dije, la de mis padres en 1982 cuando les
comenté que deseaba viajar a La Habana.
Ahora bien,
gracias a este regreso y a mi trabajo constante como galerista, a las obras que
he dado a conocer a través de todo el mundo, a los coleccionistas y a las
perspectivas que he abierto para decenas de artistas, he recuperado, si no
todo, al menos un poquito de lo mucho que perdimos en la Isla. En cierta medida
no me quedé dada. Creo que es así como se dice en Cuba, cuando alguien te da un
golpe y te quedas de brazos cruzados esperando no sé qué.
Atelier Morales y
Relais Saint-Sulpice, París, mayo de 2024
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