Una entrevista a Leonor Lobo, hija del magnate cubano Julio Lobo / por William Navarrete
Entrevisto durante mi estancia en Miami a Leonor Lobo Montalvo, hija del magnate cubano Julio Lobo, exiliada desde hace casi 6 décadas en Vero Beach, Florida. Fue muy agradable conversar con ella. Les dejo enlace en Cubanet y copio la entrevista a continuación:
“Todo lo que se
exhibe en el museo Napoleónico de La Habana son los objetos que nos robaron”
(El escritor
William Navarrete entrevista a la profesora Leonor Lobo Montalvo, hija del
magnate cubano Julio Lobo)
Todos los cubanos
sabemos que Julio Lobo fue el hombre más rico de Cuba antes de 1959. Su
imperio, fundado en el azúcar, cubría unos 16 centrales azucareros repartidos en
las seis provincias de la Isla: Agabama, Pilón, Tinguaro, San Cristóbal,
Fidencia, Unión Central, Perseverancia, Caracas, Niquero, La Francia, Tánamo,
El Pilar, Araújo, Hershey, San Antonio y Rosario. ¡Si con solo tener uno
bastaba para tener yates y aviones privados, cualquiera puede imaginarse lo que
significaba tener 16! También organizó el Banco Financiero, del que era el
mayor accionista, y poseía las navieras Cubana del Atlántico S.A. y Cubamar
S.A., la línea de navegación Golfo Cuba S.A. y la operadora marítima Unión S.A.
Pero, “quien
tiene amigos tiene un central”, dice el dicho cubano, y Lobo tenía los dos
porque no solo se dedicaba al mundo empresarial, sino que fue un gran
apasionado de la vida y obra de Napoleón Bonaparte y, por esta razón, había
logrado atesorar la colección de documentos, libros y objetos de arte más
grande fuera de Francia relacionada con la vida del emperador de los franceses.
A su salida de Cuba, esta colección fue confiscada y colocada en La Dolce
Dimora, la mansión también confiscada de Orestes Ferrara para exhibirla en una
nueva institución que llamaron Museo Napoleónico.
Fue Grace Piney,
editora de una de mis novelas hoy establecida en Miami, quien me habló de
Leonor Lobo Montalvo, hija ya nonagenaria del acaudalado cubano. Me dijo que
vivía en Vero Beach (centro de La Florida) desde hacía cinco décadas y que
valía la pena visitarla para entrevistarla. Me sirvió prácticamente de cicerón
en esta tarea (Vero Beach no queda tan cerca de Miami como pensaba) el artista
Claudio Castillo, emparentado además con la familia, quien me ayudó a reunir
las fotos y a limar la entrevista porque a Leonor le gusta que las cosas queden
bien y es muy cuidadosa con todo lo que publica. De hecho, no suele dar
entrevistas largas como ésta.
Durante nuestras
conversaciones me di cuenta enseguida de que es alguien que habla el español
perfectamente, que no olvida sus raíces y posee una jerga dicharachera de la
Cuba de otros tiempos que es una delicia. Su memoria es excelente, y la manera
en que permanece alerta con cada detalle admirable.
- Cuéntenos
de sus orígenes, de sus padres y abuelos y los primeros recuerdos de Cuba
Nací en La
Habana, exactamente en el Vedado, el 29 de enero de 1933. Mi padre, Julio Lobo
Olavarría, poseía varios centrales azucareros. Pero era un hombre de pasiones y
una de ellas lo llevó a atesorar miles de objetos relacionados con Napoleón
Bonaparte, el emperador de los franceses. Mis abuelos paternos eran Heriberto
Lobo Senior, originario de Willemnstad, isla holandesa de Curazao, pero
establecido desde joven en Caracas (Venezuela), y Virginia Olavarría, de una
eminente familia venezolana. A mi padre la fortuna no le venía exclusivamente
por su padre, sino que trabajó mucho para fundar su propio imperio. Mi abuelo
tenía algún dinero, era de clase acomodada, pues a los 18 años entró a trabajar
en un banco caraqueño, y a los 20 ya era el gerente de éste.
Curiosamente, mi
abuelo Heriberto se exilió en Cuba expulsado de su país por un militar y
presidente venezolano llamado Cipriano Castro, quien gobernó entre 1899 y 1908.
Cipriano quiso obligarlo a abrirle las bóvedas del banco que él presidía y Don
Heriberto se negó. Lo mismo sucederá con nosotros, sus descendientes, pero con
otro Castro, medio siglo después.
Mi padre nació en
Caracas, en 1898, pero llegó a Cuba a los dos años de edad. Dos de sus
hermanos, Jacobo y Elena, nacieron en la Isla, en donde mi abuelo fue
presidente de una sucursal de la North American Trust Company, además de
ocuparse de la importación y exportación de granos. Mi padre no quiso dedicarse
a lo mismo y le planteó a mi abuelo que deseaba estudiar Agronomía y trabajar
en el ámbito del azúcar, por eso fue enviado a Estados Unidos, en donde se
graduó de ingeniero agrónomo en Lousiana State University, en 1919.
Como hacendado mi
padre tuvo tierras en todas las provincias y fue propietario único o
mayoritario de unos 16 centrales azucareros, empezando por el Agabama que se
encontraba en Las Villas. Este fue el primero que visité a los seis años de
edad, en 1939. Los tres últimos centrales que adquirió se los compró a la
compañía Hershey en 1957. A mi padre se le conoce también por su enorme colección
napoleónica, pero se olvida a menudo que tenía la mayor biblioteca existente en
el mundo sobre el azúcar, robada por el gobierno de Fidel Castro y trasladada
completamente a la Biblioteca Nacional cuando Julio Lobo se exilió.
En cuanto a mi
madre, María de la Esperanza Montalvo Lasa, era cubana y de padres cubanos. Una
niña nacida en el seno de una familia de la aristocracia cubana, a la que no
enviaron nunca a un colegio para que no se mezclara con otras niñas, y que
recibió solo una educación a base de institutrices y tutores que venían a su
casa. Mi abuelo materno fue Eduardo Montalvo Morales y mi abuela María
Esperanza Lasa del Río Noriega, muy católica, al punto que vivió con mucho
desasosiego el escándalo que en la época representó para la sociedad habanera la
relación bígama y posterior divorcio de Catalina Lasa, su hermana, con Luis
Estévez Abreu, así como su partida a París con su amante Juan Pedro Baró. Ambos
fueron los “Romeo y Julieta” cubanos del siglo XX.
- Nace en
cuna de oro y como tal la educan
En realidad, nací
en la calle 4 entre 11 y 13 del Vedado, a lado de la casona de mis abuelos
paternos (actual Ministerio de Cultura) y a la que no nos mudamos hasta la
muerte de éstos. A los 6 años de edad nos fuimos a una casa en la Quinta
Avenida de Miramar pues mi madre no se llevaba bien con sus suegros. Hay que
decir que mi abuela paterna era de armas tomar, una mujer que sabía cocinar y
hacer de todo, mientras que mi madre, muy poquita cosa, y le gustaba dormir las
mañanas, algo que escandalizaba a su suegra. Mi padre al nacer no era tan poderoso
como lo fue después. En realidad, su fortuna empezó a crecer en la década de
1940.
Yo estudié
primero el kínder en el colegio Margot Párraga, una institución en El
Vedado, para niñas de la sociedad y luego me mandaron al Ruston, en donde recibíamos
casi toda la educación en inglés. Después me pusieron en el Baldor, también en
El Vedado y, por último, me enviaron a un colegio en Connecticut (Estados
Unidos). Me gradué del Radcliffe-Harvard, en Cambridge (Massachussets) con una
licenciatura en Letras. Por cierto, he seguido estudiando en esta Universidad,
en cursos de otoño, ya octogenaria. He sido oyente por cuatro años y seguido de
cursos de Filosofía china, Literatura rusa, y otras materias.
Cuando me gradué
regresé a La Habana en 1955. Ese mismo verano conocí a mi esposo, Jorge
González Díez, originario de Jerez de la Frontera (Andalucía) y cuya familia tenía
y tiene todavía una destilería, la González Byass, y fabrican vinos entre los
que se encuentra el famoso jerez Tío Pepe. Conocí a Jorge porque estaba
casualmente en La Habana visitando a uno de sus tíos. Nos casamos en 1957.
- A Julio
Lobo, su padre, le fascinaba todo lo relacionado con Napoleón. ¿Puede hablarnos
de esto?
Una vez me dijo
que a él lo que le fascinaba de Napoleón no era su genio militar sino su genio como
estadista. También la manera en que sacó a Europa de la Edad Media pues, a
pesar, de que transcurría ya el siglo XIX, persistía el espíritu medieval en
muchos ámbitos de la vida del Viejo Continente. Su pasión por Napoleón comenzó
cuando a los 10 años su padre le regaló un autógrafo del emperador. La
colección fue creciendo poco a poco, comprando en subastas muchos de los
objetos que la conformaron. Lo acompañé a varias subastas en Londres y París.
Esta colección empezó a atesorarla en la casa del Vedado. En cuanto a la
biblioteca, encargó a la bibliotecaria María Teresa Freyre de Andrade el
procesamiento y clasificación de las obras que iba adquiriendo.
Tengo
entendido que usted fue la primera mujer que escaló el pico Turquino, el más
alto de la isla. ¿Puede contarnos esta aventura?
En el colegio Baldor tenía malas notas. No era una alumna aplicada. Mi padre estaba
analizando enviarnos a estudiar, a mi hermana María Luisa y a mí, a Estados
Unidos, pero con aquellas notas no íbamos a poder entrar a ningún colegio
norteamericano. Mi padre me dijo: “Saca buenas notas y te complaceré en lo que
quieras”. Y yo, muy campechana, le dije: “Me gustaría subir el pico Turquino”.
El pico Turquino
quedaba cerca de uno de los ingenios de mi padre: el Pilón, en Cabo Cruz
(provincia de Oriente). Allí había un empleado del central, un negro cultísimo
llamado Juan Vázquez, que de niña me contaba leyendas increíbles del pico. Mi
padre le encargaba que nos paseara a caballo a mi hermana y a mí, para que no
anduviéramos solas por las faldas montañosas y los campos circundantes. Ese
mismo hombre fue el que me habló del pico Turquino como de un lugar de ensueños
y por eso, en mi imaginación, había quedado como un sitio que tenía que escalar.
Mi padre organizó
entonces la expedición. Viajamos de La Habana a Cabo Cruz, y una vez en el
batey fue a ver al Dr. Manuel Sánchez, el padre de Celia Sánchez Manduley, por
si quería que alguna de sus hijas se sumara a nuestra aventura. A lo que el
doctor respondió que sus hijas no eran marimachas ni se pondrían nunca
pantalones. ¡Ironías de la vida, visto en lo que se convertiría pocos años
después la propia Celia! Esta familia le tenía mucha consideración a mi padre,
porque él siempre satisfizo todas las necesidades de ellos, y para que Manuel ejerciera
correctamente su profesión de médico le enviaba desde La Habana todo lo que
necesitaba. Es por eso que, en 1960, Celia fue la persona que ayudó a que mi
padre a salir del país.
Cuando llegamos
al batey de Cabo Cruz había una huelga. Éramos un grupo de ocho personas y para
que no nos impidieran salir de la casona familiar lo hicimos de madrugada. El
central y la casa quedaban a poca distancia del mar. Embarcamos todos en una
lanchita hasta un poblado al pie del pico Turquino llamado Bella Pluma. Aquel
caserío me provocó gran impresión porque sus habitantes eran indios, no sabían
leer, y tenían encerrado a un individuo en una jaula. Cuando les pregunté a los
escasos moradores del lugar la razón, me respondieron que lo habían enjaulado porque
estaba loco, y no sabían qué hacer con él.
Juan Vázquez
indagó quienes querían sumarse a nuestro grupo para que nos sirvieran de guía y
fueron dos los que se apuntaron y firmaron el documento con una cruz. Nos
dijeron que hacía mucho tiempo nadie había subido y que los últimos en hacerlo habían
sido gentes de la Sociedad Espeleológica de Cuba encabezada por Antonio NúñezJiménez. Los trillos estaban en muy mal estado y había que abrirse paso en
medio de la maleza con machetes. A mitad de la ascensión, mi hermana y mi
padre, no pudieron seguir y abandonaron la marcha. Pero yo dije que ya que
estábamos en medio del camino quería continuar. Así fue como logré subir hasta
el mismísimo pico, y sacar del cofre que se conservaba debajo de una piedra en
lo alto, el documento que, por tradición, dejaban siempre los últimos en
subirlo retirando el de sus predecesores. Sacamos entonces el documento de
Núñez Jiménez y su grupo, y colocamos el nuestro. Cuento esto porque cuando
regresé a La Habana en avión desde Santiago me esperaba una cantidad
impresionante de escolares y personas para dar vítores por la hazaña. Exhibían
banderolas que decían que era una heroína. Fui famosa por dos semanas y hasta impartí
conferencias en el Lyceum del Vedado, y el propio Núñez Jiménez me invitó a la
Sociedad Espeleológica para que narrara mi experiencia. Lo cuento porque este
mismo señor, que me agasajó tanto entonces, fue el que años después ocupó el
cargo de jefe de la Reforma Agraria y nos confiscó todas las tierras que
poseíamos.
Hoy en día, toda
mi papelería sobre este hecho de mi vida la doné a la Universidad de Miami y
puede ser consultada incluso a través de la web de esta institución.
¿Todo fue
confiscado cuando salieron del país tras el triunfo del castrismo?
Pasaron muchas
cosas. La colección que el Gobierno cubano muestra ahora, se encuentra en lo
que ellos llaman el Museo Napoleónico, instalado en la que fue la casa del
senador Orestes Ferrara, en la calle Ronda y San Miguel, detrás de la
Universidad de La Habana. Sigue siendo la colección de este tema más importante
fuera de Francia por la gran cantidad de objetos, obras de arte, libros,
documentos, mapas, periódicos, diarios de campaña, entre otras piezas relativas
a Napoleón que la conforman.
Cuando se
precipitaron los acontecimientos con la llegada del castrismo, Jorge, con quien
ya estaba casada, y yo intentamos salvar cientos de manuscritos y documentos.
Hicimos cosas de locura porque una noche a las 3 am le tocamos la puerta al
embajador de Gran Bretaña, un solterón que daba muchas fiestas y asistía
siempre a las nuestras, y quien ya me había invitado a tocar a su puerta en
caso de aprietos. El caso fue que, aquella noche, literalmente se la tocamos y
salió una criadita asustada que me dijo que a esa hora ella no podía despertar
al embajador. Entonces le solté dos o tres malas palabras y la conminé para que
lo despertara, cosa que finalmente hizo, y el embajador bajó al fin envuelto en
una bata escocesa para recibirnos. Cuando le dijimos que habíamos metido en
cajas que parecían de armamentos cientos de documentos de la colección de mi
padre y que necesitaba que nos los cuidara para sacarlos del país, se
aterrorizó y dijo que de ninguna manera podía ayudarnos. Entonces, como a pocas
cuadras quedaba la residencia del embajador de Francia, acudimos a él. Y a esa
hora repetimos la gestión de tocarle la puerta y, muy amablemente, el francés
accedió a guardarnos aquellos valiosos documentos de la colección. El caso fue
que nunca más supimos de la caja ni de su contenido, y todo se perdió
definitivamente.
Así y todo,
pudimos sacar cientos de cartas y otros papeles a través de un hombre de color,
Norberto, empleado que se movía entre dos aguas, o sea, del lado de los
fidelistas, pero que a la vez conservaba vínculos con muchas de las familias de
la burguesía porque había trabajado para la Bacardí y de noche como mayordomo
en fiestas y recepciones elegantes de antes de 1959. No sé cómo lo logró, pero
gracias a él pude sacar hacia España, muchas de estas cosas.
¿Cómo
logran salir de Cuba?
El primero en
salir fue Julio Lobo, mi padre. Nosotros lo acompañamos al aeropuerto, un 13 de
octubre de 1962, en que tomó un avión con destino a Nueva York. El Che lo había
convocado a su despacho y le propuso que se convirtiera en gerente general de
la industria azucarera o algo así, y de todas sus propiedades y centrales, le
dejaban el usufructo del Tinguaro (en Perico, provincia de Matanzas), que era
su preferido, y en donde había recibido a decenas de huéspedes ilustres desde
Esther Williams y Maurice Chevalier hasta Ginger Rogers, Joan Fontaine y
Richard Burton, sin contar las fastuosas fiestas que había dado en este sitio. Mi
padre le pregunto qué sucedería si se negaba. A lo que el Che le respondió: “Te
dejo desnudo”. Y mi padre le dijo: “Los mejores momentos de mi vida los he
pasado desnudo”. Aquella misma noche mi padre llegó a la casa a las 3 am y nos
dijo: “Comiencen a empacar”.
Como mi esposo era
español, nosotros nos creíamos protegidos, pero eso no fue así. Decidimos
escondernos en casa de una prima lejana y llamamos a Norberto, pues sabíamos
que él hacía maromas para sacar a las personas del país y, como ya dije, los objetos
y las cosas personales también. Norberto nos preguntó que hacia dónde
deseábamos irnos, y yo le dije que, a cualquier sitio, hasta la mismísima
Conchinchina, por tal de irnos de Cuba. Entonces nos dijo: “Mañana se van para
el aeropuerto, discretamente, con una maleta pequeña. Yo me reuniré con ustedes
allí”.
Lo obedecimos y
cuando llegamos el aeropuerto de Rancho Boyeros estaba abarrotado. Nos pusimos
en la fila y nos dimos cuenta de que, al final, justo antes de salir para la
pista, había una gorda del G2 que verificaba los papeles y hacía preguntas a
cada persona que pretendía viajar. En eso estábamos cuando por la megafonía
anunciaron que si en la sala había alguien llamado Jorge González, que se
presentara porque esa persona no podía viajar. Imagínate, se trataba de mi
esposo, de modo que decidimos hacernos los chivos con tontera y seguir en la
cola. Mirábamos para todas partes, buscando a Norberto, quien nos había
prometido que estaría allí por si se nos presentaba alguna complicación, pero
no aparecía. Nos daba mala espina no verlo, pero ya no podíamos dar marcha
atrás. Llevábamos a nuestro hijo Boris, con solo año y medio, quien no paraba
de llorar y gritar. Entonces, justo cuando llegamos a la gorda apareció
Norberto. La agente de la Seguridad al descubrir la identidad de Jorge dijo que
esa persona, tal y como habían anunciado, no podía viajar. Fue entonces que
Norberto le dijo: “Chica, este no es el Jorge que están buscando, Jorge
González hay miles, y al que están buscando es cubano y este señor como ves es
español”. La gorda titubeó, pero Norberto la convenció y nos dejó salir a la
pista y subir, al fin, al avión.
En la cabina
había un calor horrible, nos tuvieron sin aire acondicionado hora y media, y yo
aterrorizada con la idea de que nos bajaran. Incluso, estando ya todos los
pasajeros sentados, un militar dio una patada y penetró en la cabina. Nosotros
pensábamos que era a nosotros a quien venía a buscar, pero fue directo hacia un
anciano y lo bajaron dando gritos del avión. Al fin el avión despegó y cuando
no aterrizamos en Fort Lauderdale rompí en llanto. Era libre, habíamos logrado
escapar de aquel infierno, y poner fin a tantas angustias.
¿Cómo fueron los primeros años en el exilio?
Nos fuimos
inmediatamente a Nueva York, donde ya estaban instalados mis padres. No había
cubano en el exilio que no creyera que en tres semanas estaríamos de regreso a
la isla. El tiempo fue pasando y cuando ocurrió el fracaso de la invasión de
bahía de Cochinos nos dimos cuenta de que aquello era para largo. Vivimos en
Nueva York hasta 1966, pero a mi esposo le propusieron un buen puesto en Madrid
y nos mudamos para España. También mi padre se fue a España, y allí vivió el
resto de su exilio hasta su muerte en 1983, a los 84 años, en la capitalespañola, en donde fundó el Centro Cubano y estuvo muy vinculado a las
actividades de los exiliados. Fue enterrado en la catedral de La Almudena,
junto a su hermana Elena.
Pero tengo
entendido que usted termina instalándose en La Florida…
En efecto. Mi
padre nos había regalado a mi hermana María Luisa y a mí por nuestros
matrimonios lo que yo llamo un pantano, en el centro de la Florida, en Vero
Beach. Eran 535 acres de manglares y pantanos inutilizables. En 1969 un abogado
amigo de la familia nos advirtió que el administrador de aquellas tierras
estaba haciendo muy mal trabajo y hasta había falsificado mi firma para
apropiarse de no sé cuántos acres. Entonces Jorge decidió tomar cartas en el
asunto y viajar a la Florida para que pudiéramos ocuparnos de este asunto en el
terreno.
Cuando llegamos en
1971 y vi el lugar me quiso dar un infarto. Allí no había nada, era un paisaje
árido y casi lunar. Pero a mi esposo, que rehuía las grandes ciudades, le
encantó. Se dio cuenta del potencial del sitio en el que todo estaba por
construir, pero ante mi insistencia de que regresáramos a Madrid empezó a
entretenerme y a hacerme el cuento de que él se estaba ocupando de dejar todo
arreglado antes del regreso.
El caso fue que,
conocí al director de Saint Edward’s, una escuela privada que era la primera de
aquel lugar, pegada a The Moorings, y me propuso que me convirtiera en
profesora de Literatura, y luego en presidenta del departamento de Inglés. Al
final, me gustó tanto lo que hacía, mi relación con los alumnos y lo que
aprendía enseñando que ni cuenta me di de que habían pasado seis años en aquel
lugar en el que me sentía tan a gusto, pero tuve que dimitir para terminar un
máster en la Universidad de Middlebury. Mientras tanto Jorge urbanizó todo
aquello. The Moorings fue dragado y convertido entre 1971 y 1984 por mi esposo en
lo que es hoy, una comunidad próspera con casas familiares de lujo y marinas
para yates. Así fue como cursé un máster y me quedé trabajando en ese sitio. Poco
después me impliqué en la fundación del museo de arte local, el Vero Beach
Museum of Art, una labor titánica, que es, hoy por hoy, la principal atracción
del sitio en que ya he vivido los últimos 55 años de mi vida.
¿Volvió
alguna vez a Cuba?
En 2016 cuando
Barack Obama restableció las relaciones de Estados Unidos con Cuba, quise
mostrarle a mi hijo el país en que nació y del que se fue con año y medio. En
realidad, yo no pensaba hacerlo, ni volver nunca, pero me dije que el día en
que yo muriera mi hijo iba a ir sin mí, al menos por curiosidad, y que para que
cualquiera le hiciera otro cuento prefería mostrarle yo los sitios afectivos
que tenían que ver con nuestra historia familiar.
Recuerdo que en
el taxi que nos conducía del aeropuerto al hotel Saratoga, en frente del
Capitolio, en que nos alojamos, iba tratando de reconocer los sitios. Quedé tan
asombrada de la destrucción que le pregunté al chofer si habían sufrido un
bombardeo reciente. “Bombardeo no chica, lo que ves es una Habana que se
desplomó”, afirmó.
Nos quedamos en
el hotel que dije, pero a los pocos días nos sacaron de allí porque era donde
se iba a quedar Barack Obama y su séquito. Entonces nos trasladaron al palacete
de los condes de Santovenia, cerca de la bahía, en La Habana Vieja.
Por cierto, tuve
la misma impresión que cuando visité San Petersburgo porque habían colocado
tarjas de homenaje o recordatorio de personajes ilustres que ellos mismos
habían despojado de sus bienes o condenado al exilio. En el caso de mi padre,
una tarja recordaba el lugar en donde había tenido su oficina antes de que le
expoliaran todos sus bienes. Y en otras partes, como en el cementerio Colón,
sucedió lo contrario: arrancaron la tarja de la tumba de mi familia para poner otra
con nombres diferentes en su lugar. Tengo fotos de todos esos sitios.
¿Qué visitó
y qué impresiones tuvo?
De más está
decirte que todo daba grimas. Nada funcionaba. Los hoteles muy bonitos pero los
inodoros tupidos. Todo sucio. Nos pusieron una especie de guía, muy amable, que
nos acompañó a varios lugares. Quise llevar a Boris a ver el central Hershey,
unos de los más hermosos que poseía mi padre, y me encontré un campo de ruinas.
Solo quedaban chatarra y pedazos de hierro. Los mayores, cuando se enteraron de
que éramos la hija y el nieto de Julio Lobo, nos decían: “Ay, ¡por qué no
regresan y se ocupan de todo esto como antes!”.
Yo había salido
de Cuba a los 27 años, de modo que tenía una memoria vívida de la isla. Fuimos
a Varadero, y en este balneario que antes era un crisol estuvimos en la Villa
Xanadu, la antigua casa de Irénée Dupont de Nemours, que yo conocía muy bien
por haber estado allí mismo almorzando con mi padre y su propietario. Imagínate
que las ventanas se habían perdido y cuando les pregunté qué hacían cuando
llovía, me dijeron que tapaban los huecos con lonas o planchas de madera.
No es por
despecho, sino que realmente todo daba asco. La mediocridad general era
galopante. En esas condiciones no quise ni siquiera visitar el Museo
Napoleónico. Todo lo que exhiben allí, son los objetos que nos robaron y temía
que me diera un ataque de rabia.
En cuanto a mi
hijo, él no tiene las mismas referencias que yo. Y como hombre de negocios, al
salir de Cuba, me dijo: “Este sitio es un buen lugar porque todo, absolutamente
todo, está por hacer”.
Vero Beach,
Florida, julio de 2024
El viaje de Leonor Lobo con su hijo a La Habana en 2016:
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