Entrevista a José Prats Sariol / por William Navarrete
Entrevisto al colega y amigo José Prats Sariol. En esa lista negra es un honor estar. Gracias a eso he visitado unos 115 países y, en no pocos, de estos he estado hasta 30 veces y mas (llámese Italia, España, Estados Unidos, Grecia, etc). Que es un placer gastarse el dinero donde no lo utilicen para reprimir y vigilar.
“No puedo
regresar a Cuba porque tengo el honor de estar en la lista negra del régimen”
El escritor William Navarrete entrevista a su homólogo
José Prats Sariol
A fines de 2007
–José Prats Sariol llevaba unos cuatro años de exilio en México– le escribí
desde París, tal vez por consejo de José Triana, tal vez porque Manuel Díaz
Martínez me lo sugirió, o quién sabe si por insistencia de Carlos M. Luis –ya
los tres fallecidos, y tal vez por idea de los tres a la vez– para que lo
invitara a participar en un libro en homenaje a José Lezama Lima, junto a otros
32 autores cubanos, todos en el exilio, excepto la bloguera Yoani Sánchez, quien
por aquel entonces despuntaba con su blog independiente, la única que desde La
Habana le tocaba el difícil papel de cuidar las tumbas de nuestros muertos.
El caso es que
Prats Sariol, sin conocerme personalmente, accedió inmediatamente a colaborar y
nos envió por correos a Regina Ávila Al-Sowayel (mi coautora, cómplice y brazo
derecho en esta y muchas otras empresas) y a mí, un ensayo titulado “Tristezas
en Trocadero” que resumía muy bien los oprobios y humillaciones que, por
cobardía u oportunismo, le hicieron vivir a José Lezama Lima los esbirros
culturales de la revolución castrista desde que la censura se apoderó del
ámbito cultural y de todos los demás ámbitos.
El ensayo de
Prats Sariol fue publicado en aquel libro que titulamos Aldabonazo en
Trocadero 162 (Valencia, España, 2008) y en el que también aparecieron
otros trabajos de autores que ya han fallecido, muchos de ellos amigos de
Lezama, como José Triana, Manuel Díaz Martínez, Reinaldo García Ramos, Emilio
Ichikawa, David Lago, Carlos M. Luis, Regina Maestri, Nicolás Quintana, Raúl
Rivero, Raúl Tápanes y Nivaria Tejera, así como las colaboraciones de los
restantes que aún viven.
Ahora viene al
caso hablar de esto porque ha llegado el momento de compartir el testimonio, en
esta serie que ya pasa de 70 entrevistados, nacidos antes de 1959 y exiliados todos, a quien
tan generosamente, sin conocerme entonces y con tanto caudal de intimidad,
amistad y solidaridad con Lezama me ofreciera, desinteresadamente, aquel
entrañable testimonio de los años en que frecuentaba asiduamente (y hasta su
muerte) al gran escritor del grupo fundador de Orígenes en La Habana de la
década de 1940.
- Háblanos
de tu nacimiento y entorno familiar
Nací en El
Vedado, el 21 de julio de 1946 en una clínica llamada Nuestra Señora del Pilar
que estaba en la calle 15 esquina a F. En realidad, debía haber nacido en
Oriente porque toda mi familia, por ambas partes, provenía de Las Tunas y
Manzanillo. Viví en Manzanillo desde alrededor de los dos hasta los cuatro
años. Quizás me siento ligeramente orgulloso, a veces, de que mis ancestros
catalanes también se vinculen, presumiblemente, a familias sefardíes, luego
emigrantes a Cuba. Según he podido indagar, tanto los Prats como los Sariol son
apellidos que se remontan a la Edad Media, en la frontera con La Rioja. Parece
que fueron conversos, porque los emigrantes a Cuba y a México (Detecté Prats en
Villahermosa, Tabasco), se producen en el siglo XIX.
Crecí con tres mujeres como eje de mi vida: mi
madre, mi abuela materna y mi madrina, Dolores Álvarez Bello, sobrina de mi
abuela. Y la razón por la que mi infancia y adolescencia fue en El Vedado es que
Rafaela había rentado en un edificio en la calle 25 entre D y E, No. 716, 2º.
piso, con el objetivo de habilitar una casa de huéspedes para que los jóvenes
bachilleres de Manzanillo pudieran hospedarse y cursar estudios en la
Universidad de La Habana. De ese modo, en mi entorno hogareño, fui como una
especie de mascota para aquellos jóvenes que vivían en casa como una gran
familia. Ello influyó enormemente en mi formación pues, entre otras razones, me
propiciaban muchas lecturas. Tuve el privilegio de estar rodeado de estudiantes
de Medicina y de Arquitectura que a la vez eran lectores, melómanos,
deportistas y sobre todo muy cariñosos con el único niño de la casa, centro
afectivo de mi abuela, la severa dueña…
- ¿Qué
recuerdos tienes del Vedado de tu infancia?
Muchos y muy
gratos. En el parque Mariana Grajales, el del antiguo Instituto del Vedado
(luego Preuniversitario Saúl Delgado) había unos montículos de tierra por los que
me deslizaba de niño hasta la peligrosa calle 23 esquina a C. Con los muchachos
del barrio, cuando oíamos decir que iba a entrar un frente frío, también
llamado “norte”, salíamos disparados para el Malecón, hacia la zona de la calle
G que era donde rompía con más fuerza el oleaje para “cazar olas”. Apostábamos
a que la ola no nos mojara y a que nos diera tiempo a tocar el muro antes de
que nos cayera encima. Me encantaba escaparme y andar en bicicleta. Mi segunda
bicicleta fue una Super Rex de carrera muy buena. Una vez pedaleé como tres
horas hasta llegar al Mariel y regresé seis horas después. Tenía apenas 10 años
de edad.
En la planta baja
del edificio vivía María Cabrera, una de las mejores reposteras de la ciudad. Lo
era también de Fulgencio Batista, de modo que siempre venía gente adinerada o
sus choferes a buscar los encargos. Era un privilegio tenerla en los bajos, tan
cerca; que me cogiera cariño y me colmara de pastelitos y dulces. Por eso me
gustan tanto los dulces, las golosinas y los saladitos. Y no sólo los que
vendían en El Carmelo de 23, al lado del cine Riviera.
También iba mucho
a las funciones en el Auditórium porque un primo llamado Amado Luis Muñiz León
era melómano nato y me llevaba a cuanta función había en ese teatro, que era
uno de los mejores del continente. Hoy en día está completamente destruido
después de una malograda restauración que hicieron los alemanes de la antigua
República Democrática Alemana en épocas del comunismo, cuando ya lo llamaron
Amadeo Roldán.
Hubo también
acontecimientos que no olvido, como el multitudinario entierro en 1951 de
Eduardo Chibás, el líder el Partido Ortodoxo. Por la calle 23 avanzaron miles y
miles de personas hasta el Cementerio de Colón, a rendirle un último homenaje. Diez
años después presencié desde el mismo parque, ya rota la frágil democracia
republicana, otro entierro decisivo en la historia de Cuba. Por la ancha
avenida 23, en abril de 1961, desfiló una masa de milicianos hacia el
cementerio de Colón, a despedir los muertos en los bombardeos aéreos que
precedieron al desembarco por Playa Girón.
- ¿Y tus
estudios?
Estudié en el
Colegio de La Salle, también en El Vedado, hasta que fue nacionalizado en junio
de 1961. Es decir, que allí pude cursar toda la enseñanza primaria hasta el
primer año de bachillerato. El colegio tenía un nivel excelente y uno de los
primeros recuerdos que tengo es haber cantado en público, a los 6 años de edad,
con barba pintada y traje de gala, delante de todos los alumnos La donna e
mobile, el aria de la ópera Rigoletto de Verdi, que mi primo me hizo
ensayar muchas veces. Eso fue durante la fiesta de cumpleaños del director de
La Salle, al que le habían puesto el apodo de “Bola de billar” porque era
completamente calvo, y tanto era así que no recuerdo su nombre ni que lo
hubiéramos llamado, entre los alumnos, de otra manera. Desde muy temprano mi
primo Amado Luis, tenor de ducha y sala, me llevaba a las funciones de la
sociedad Pro-Arte Musical. No salí cantante porque nunca pude ser afinado. Ni
bailador: la música por un lado y yo por el otro.
Con el cierre de
La Salle pasé al Instituto de La Víbora, en donde terminé el bachillerato pues
inventaron una especie de plan de liquidación para equilibrar los cambios en el
sistema de enseñanza, cuando se pasa al sistema aún vigente de Secundaria
Básica de tres años y luego tres de Preuniversitario o Tecnológico, mucho más
acorde con la pedagogía moderna.
-
Justamente sobre esto quería preguntarte. ¿Pudiste presentir la tensión
política antes del triunfo de la insurrección el 1° de enero de 1959?
En dos ocasiones
la policía de Esteban Ventura vino a hacer registros en la casa de huéspedes
porque al menos dos de los estudiantes que vivían en ella estaban implicados
con el movimiento estudiantil universitario antibatistiano. Uno de ellos,
Carlos Bertot Contreras, que estudiaba Arquitectura, también de Manzanillo,
pertenecía al grupo de Fructuoso Rodríguez, y pudo salvarse de milagro porque
escapó por la azotea brincando hasta la del edificio aledaño al nuestro y
escondiéndose detrás de los tanques de agua. Otro estudiante de mi casa, esta
vez de Medicina, René García Fonseca, participó en los clandestinos centros de
atención a posibles heridos, cuando el fallido asalto al Palacio Presidencial
el 13 de marzo de 1957. Los dos revolucionarios se graduaron y fueron
destacados profesionales. Los dos, como
otros, murieron aquí en el exilio.
- ¿En qué
momento te das cuenta de que lo que te interesaba era la literatura?
Tuve cierta
precocidad literaria, lo que como sabes no otorga ni una gota de talento. De
niño me gustaba coleccionar los comics (muñequitos) que venían de
México. Ya en mi adolescencia, había dos grandes dibujantes de historietas:
Mauricio Morales y Newton Estapé Vila. Ambos dibujaban para la revista Mella,
y como mi madrina había sido socia del Miramar Yacht Club, solía ir a nadar allí,
incluso después de nacionalizado y transformado en círculo social Patricio
Lumumba. Newton iba también a ese club y de esa época nos conocíamos y, en
ocasiones, les puse textos a los globitos de sus historietas. Nos reuníamos en
su casa, en 31 y 30, Almendares, como parte de un delicioso grupo de fiestas,
bailes y novias. Globitos y primeros cuentos.
Por otra parte,
mi cuento La mosca iba a ser publicado en la Segunda Novísima de la editorial
del grupo El Puente, fundado por el poeta José Mario y la escritora Ana
María Simo. Pero cerraron la editorial, en turbia maniobra de la incipiente
censura. Ya había decidido, desde los 16
o 17 años, que matricularía Letras en la facultad de Zapata y G, en la
Universidad de La Habana, en 1964. Por esos años, cuando se incubaba El
Caimán Barbudo, conocí a Mario Parajón, destacado intelectual quien había
fundado un grupo de teatro juvenil, en el que participé y actué incluso en
comedias muy ligeras. Gracias a Parajón tuve acceso a su estupenda biblioteca
en su casa del reparto Kohly, pues él siempre fue, hasta su muerte en España,
un intelectual muy generoso, atento con los jóvenes. Tuve el privilegio de ser
su amigo, gracias a mi primo Amado, su psiquiatra en Cuba.
- Tengo
entendido que José Lezama Lima entró también muy tempranamente en tu vida…
En efecto, a
Lezama lo conocí porque la madrina de mi madre, Carmen de Céspedes, había sido
su secretaria cuando ambos trabajaban en la biblioteca de la Sociedad Económica
de Amigos del País, sita en la avenida Carlos III. Fue Carmen quien me llevó a
la casa de Lezama, en Trocadero 162, con apenas 17 años de edad. Recuerdo que
aquel primer encuentro con el escritor me sobrecogió mucho, a pesar de que yo
no era para nada tímido. Ese efecto nunca me lo provocó otra persona, ni
ninguno de los excelentes escritores que he conocido a lo largo de mi vida.
Haber sido testigo de las conversaciones de Lezama, en su propia casa, sobre
Paul Claudel, por ejemplo, ha sido uno de los mayores placeres de mi vida.
Decisivo en mi formación intelectual, hasta hoy y hasta mañana, cuando me toque
llevarle un heliotropo a Proserpina, como él decía sonriente, burlándose de la
Muerte.
Esta amistad se
convirtió en relación profesional pues me convertí en el autor de la primera
tesis en el mundo sobre la revista Orígenes (1944-1956). La presenté en
1971, bajo las borrascas derivadas del estalinista Primer Congreso Nacional de
Educación y Cultura (cometido por Fidel Castro a fines de abril de ese
espantoso año). Y mi director fue el propio Lezama Lima, fundador de la revista
y del grupo. Tuve el placer de tratar a cada uno de los integrantes de aquel
grupo literario clave para la cultura cubana, desde Fina García Marruz y Cintio
Vitier hasta Eliseo Diego, Gastón Baquero y Ángel Gaztelu; desde José Rodríguez
Feo hasta el entonces antagonista genial, Virgilio Piñera...
De hecho, el
padre Ángel Gaztelu fue quien bautizó a mi hija menor Ariadna, en su iglesia
del Espíritu Santo, en La Habana Vieja, en marzo de 1976, en una época en que
bautizar a un hijo era un sacrilegio contra la ortodoxia comunista en Cuba.
Lezama y su esposa María Luisa, que habían sido los testigos de boda, fueron
los padrinos. Ocurrió que el padre Gaztelu, de ascendencia vasca, no quería que
le pusiéramos Ariadna porque era nombre pagano. Para convencerlo, Lezama
propuso que la llamáramos Ariadna de la Caridad, de modo que debe ser la única
persona que llevaba tal mezcla de nombres en aquella época. Ariadna de la
Caridad ejemplifica el supersincretismo caribeño, diría Antonio Benítez Rojo.
- ¿Conociste
también a José Rodríguez Feo, el mecenas de Orígenes? ¿Qué puedes contarnos de
él?
José Rodríguez
Feo no era solo fue el mecenas de la revista y de muchos libros de Ediciones
Orígenes. Era un hombre de una cultura despampanante, traductor del inglés y el
francés y un gran conocedor de muchos de los textos que se publicaron en la
revista. Había estudiado en las universidades de Harvard y Princeton, descendía
de una familia acaudalada, propietaria del central azucarero América.
Por razones que
ignoro, Rodríguez Feo le tenía una enorme aversión al capitalismo
norteamericano y desde el principio de la revolución decidió apoyarla. Era
dueño del edificio de apartamentos dúplex en la esquina de las calles 23 y 26,
en El Nuevo Vedado, que él mismo mandó a construir en 1952 al arquitecto
Antonio Quintana, a partir de su idea de crear una edificación etérea que
flotara apoyada sobre unos pocos pilares. Vivía en el penthouse de ese
mismo edificio que fue en su momento uno de los más modernos de La Habana. En
los primeros años de la década de 1960, cuando empezaron las leyes de Reforma
Urbana, él mismo se lo entregó al gobierno, con penthouse y todo, y
entonces le dieron dos apartamentos en un modesto edificio de la calle N entre
25 y 27, de los cuales le proporcionó uno a Virgilio Piñera y se quedó viviendo
en el otro, en donde falleció en 1993.
- ¿Alguna
anécdota sobre Virgilio Piñera?
Una mañana bajaba
por la calle San Lázaro hacia Infanta, en cuya esquina había un puesto de café.
Allí, en la cola, con su pomito ambarino, solía ir Virgilio, empedernido
fumador y bebedor de café, tanto que la exigua cuota semanal por la libreta de
racionamiento, no le alcanzaba ni para dos días. Era por el año 1974 o 75, en
pleno ostracismo de intelectuales disidentes del régimen, entre ellos nuestro
primer dramaturgo. Lo saludo, me pongo a su lado en la larga fila, conversamos…
De pronto me mira a los ojos, detrás de aquellos espantosos espejuelos de aros
negros que llevaba, y me dice: “Nunca debí regresar de Buenos Aires”. Estuve y
estoy de acuerdo con lo que me dijo: No debió regresar, a equivocarse. Murió sin
que le permitieran publicar en su país. Murió sin que sus obras de teatro
pudieran exhibirse. Lo asqueroso es que algunos que hoy lo elogian pretenden
que la historia de la cultura cubana perdone a Fidel Castro y a sus secuaces.
- Fuiste
uno de los alumnos del Grupo Délfico de Lezama desde 1963. ¿Podrías contarnos
en qué consistía ese curso?
Lezama no solo
era un escritor excepcional, sino un maestro. A ciertos jóvenes con intereses
literarios que él seleccionaba, les prestaba dos veces al mes uno o varios
libros. Anotaba meticulosamente a quién se lo había prestado para exigir su
devolución en caso de olvido. Los libros o el libro en cuestión por lo general
era(n) prestado(s) a la medida de la persona. Quiere decir que no prestaba los
mismos libros a cada joven. Entonces uno tenía que leerse el libro y cuando se
lo devolvías entablaba un diálogo, a la manera de la mayéutica socrática de
Platón, acerca de lo leído. Como era muy suspicaz se daba cuenta enseguida de si
no habías leído correctamente el libro, de modo que muchas veces te obligaba a
releerlo, a poner más atención.
Yo fui uno de
aquellos escasos jóvenes que tuvo el privilegio de ser parte del Curso Délfico,
de aquel azar concurrente, frase clave, título que bautiza mi libro: Lezama
Lima o el azar concurrente. Hubo otros alumnos. Recuerdo al arquitecto
Armando Bilbao, el pintor Umberto Peña, el escritor Reinaldo Arenas, el
historiador Ciro Bianchi, María del Rosario García Estrada (mi segunda esposa),
entre otros. Otra de las características del curso era que los alumnos
raramente coincidíamos en el momento de los encuentros.
- ¿Cómo
transcurre tu vida de estudiante y profesional en aquella convulsa década de 1960?
Tras un riguroso
examen de gramática y otro de literatura, más una larga entrevista ante un
jurado verdaderamente profesional, a los 17 años, dada la escasez de docentes,
me convertí en el profesor de español más joven de la isla. Empecé a impartir
clases en el colegio José Miguel Gómez, sito en Acosta y Porvenir, barrio de
Lawton, que inmediatamente rebautizaron Juan Gualberto Gómez, para quitarle el
nombre del segundo presidente de la República.
Más tarde, siendo
aún estudiante de la Escuela de Letras, pasé a ser profesor de Literatura
General, gracias a la gestión de Pío Serrano, en la Escuela Nacional de Arte
(ENA) que dirigía entonces Bertha Serguera. Esto fue en 1968 y resultó que a Bertha
la echaron de la escuela después del Congreso Nacional de Educación y Cultura
de 1971 pues era una mujer muy permisiva y se había enamorado de uno de los
estudiantes de Música durante un viaje en que todos partimos a realizar trabajos
agrícolas en la isla de la Juventud. En ese momento echaron también a todos los
homosexuales, a pintores como Antonia Eiriz y Servando Cabrera Moreno, e
incluso a alumnos como Tomás Sánchez. La escuela empezó a ser dirigida por un
tal Mario Hidalgo, una especie de sabueso puesto por Fidel Castro, de corte
estalinista e intolerancia absoluta. Aquello fue el acabose y me di cuenta de
que no podía seguir trabajando en aquel lugar. Fue entonces que, a partir de
1971, entré en el Ministerio de Educación en donde redacté algunos manuales de
educación y empecé a dirigir una revistica titulada El placer de leer y
allí permanecí hasta 1974.
- Fueron
años muy difíciles…
Más que
difíciles. Imagínate que cuando planteé en la Facultad que quería hacer una
tesis sobre Orígenes el profesor José Antonio Portuondo trato de
convencerme para que cambiara de tema y recuerdo que mientras trataba de hacerlo
Roberto Fernández Retamar, que había publicado poemas en Orígenes, y que
tanto le debía a Lezama, miraba para el techo.
En todos los
puestos clave de Educación nombraron a militares, entre ellos a José Ramón
Fernández, alias “el Gallego Fernández” como ministro, sustituto de otro
militar, que enloqueció: Belarmino Castilla. Cuando llamabas a su oficina del
Ministerio salía siempre una voz que decía: “Ordene”. Logré eclipsarme y pasar
a trabajar a la ENIA (Escuela Nacional de Instructores de Arte), en la que
entré gracias a mi amigo José Catalán Sánchez, a quien habían nombrado como
director. El ambiente estaba muy viciado, la simulación se imponía para
sobrevivir sin afanes suicidas.
Después escribí
mi primera y mejor novela: Mariel, como paradoja a raíz de los
acontecimientos relacionados con este puente migratorio, ya que sus personajes
no emigran, permanecen como insiliados. Por supuesto, no me la quisieron
publicar. La Seguridad del Estado me convocó varias veces y entendieron que
debía salir también de la ENIA. Fue entonces que empecé a trabajar en una
institución llamada Centro Nacional de Superación de la Enseñanza Artística
(CNSEA), que quedaba en Miramar. En ese sitio permanecí unos años como profesor
y fue estando allí que empecé a viajar, fundamentalmente a la República Federal
de Alemania, Noruega, Francia, España, México y Venezuela. Y a Berlín desde el
lado occidental, antes de la caída del muro en 1989. Todos aquellos viajes eran
para impartir conferencias, cursos o participar en eventos. Ninguno fue pagado,
obviamente, por el gobierno cubano. Comencé en ese periodo a publicar en
revistas extranjeras y a obtener premios y reconocimientos internacionales, lo
que favoreció cierta permisibilidad por parte de las autoridades.
- Decides
quedarte en Cuba después de la caída del muro y a pesar del Periodo Especial…
Gracias a Tomás
Tápanes Bello que era amigo mío y el jefe de cuadros del Ministerio de Cultura
había empezado a trabajar a la escuela de superación del personal de ese Ministerio.
En aquel momento acababa de ganar un premio en México, que luego me abriría
muchas puertas, por mi ensayo sobre el poeta Carlos Pellicer, cuyos poemas
había publicado en una edición en 1982 en las ediciones Casa de las Américas.
Había prologado varios libros y cuidado las ediciones de varios poemarios de
autores como Aquiles Nazoa, León Felipe y, en 1992, en las ediciones Verbum
que Pío Serrano había fundado en Madrid, publiqué un libro de Lezama Lima
titulado La Habana. Cuatro años después, preparé la crítica de arte escrita
por Lezama Lima y la reuní en un libro para las ediciones Tecnos, en España.
Había cierta flexibilidad con respecto a décadas anteriores y gracias a eso
pude hacer para las ediciones Betania que dirigía Felipe Lázaro en Madrid el
poemario de Raúl Rivero Herejías elegidas. Durante ese tiempo salía del
país con frecuencia, impartía conferencias en el extranjero y pensaba que, al
fin y al cabo, las cosas terminarían por cambiar.
- Pero nada
cambió y llegó la Primavera Negra…
En efecto, llegó
la Primavera Negra de 2003, en que arrestaron y condenaron a largas penas de
prisión a 75 periodistas independientes, escritores, poetas, amigos. Peligró
mucho mi relativa autonomía, atenazado por mis publicaciones y declaraciones
disidentes… Encarcelan a Raúl Rivero, me vigilan ostensiblemente, en julio
hablo en Pinar del Río, en el décimo aniversario de la revista Vitral.
El auto del Obispado, mis anfitriones, es seguido por otro de la Seguridad del
Estado.
Varios amigos, mi familia y yo mismo, nos
dimos cuenta de que era imposible quedarme en Cuba, de que podía terminar en la
cárcel. Entonces, con absoluta discreción, preparé mi salida del país. Aproveché
un viaje a Ciudad de México, en el contexto de mis estudios, amistades y
publicaciones sobre Carlos Pellicer y por haber sido fundador de las jornadas
literarias dedicadas a su obra, que se efectuaban cada febrero en su natal
Villahermosa, Tabasco. Hice gestiones secretas con el PEN Internacional de
Escritores para convertirme en huésped de la hermosa y barroca “Casa Refugio”
en Puebla, México, algo que me permitió salir de Cuba y poder mantenerme allí
durante dos años, a partir del 17 de octubre de 2003.
Poco después, en
2004, logro un contrato como profesor de Literatura Latinoamericana en la
Universidad Iberoamericana de Puebla y también, en 2006, simultanear con otro
en la Licenciatura en Lengua y Literatura Hispanas, en la Universidad de Las
Américas, ambos trabajos docentes hasta 2009. Aunque allí en la UDLA fundé y
dirigí la revista Instantes, con un grupo de escritores poblanos, de
otras zonas de México y de otros países. También tuve la alegría de que
editoriales mexicanas como Aldus y LunArena publicaran algunos de mis libros,
además de las colaboraciones en semanarios y revistas. Mi gratitud a México es
enorme, allí tengo valiosos amigos, de allí atesoro recuerdos inolvidables.
- ¿Por qué
decides establecerte en Estados Unidos?
Hubo varias
razones, y entre ellas el hecho de que mi hija mayor estaba ya radicada en
Carolina del Norte en donde todavía ejerce como bioquímica para los
laboratorios Pfizer. Ella insistía en que viniera para Estados Unidos donde
todavía podía aspirar a una jubilación digna.
No sé si sabes
que en México la jubilación de los profesores es tan pobre que los llaman
“pobresores” cuando se retiran. Sin embargo, en Estados Unidos, con diez años
de trabajo puedes tener una jubilación. Y, en mi caso, como los años que estuve
impartiendo clases en la Universidad de Las Américas eran válidos para el
sistema de jubilación norteamericano, me dije que todavía tenía una
oportunidad. Me faltaban tres años y encontré un puesto en la Universidad de
Phoenix, donde di cursos de doctorado en lengua y literatura hispánicas hasta
que me jubilé en 2014.
- Una de
tus novelas, Guanabo
Gay, me ha llamado la atención por el título y también por el contenido.
¿Podrías hablarnos de cómo se ocurrió escribirla?
Ciro Pérez, un
amigo de la infancia y padrino de mi hija mayor cuando yo noviaba con quien iba
a ser mi primera esposa, empezó a salir con la hermana de ésta. Ciro era
homosexual, pero ambos se enamoraron perdidamente. El caso es que, a la hora de
tener una relación más íntima, la cosa no funcionó, a pesar de los intentos… Y
vino a mi casa llorando y desilusionado porque se dio cuenta de que no sería
posible seguir mintiéndose. El triste incidente sucedió en la playa de Guanabo
y digamos que es el leitmotiv de esa novela. Y al mismo tiempo un homenaje indirecto
a José Rodríguez Feo, porque él tenía en esa misma playa al este de La Habana
lo que se suele llamar una garçonnière, es decir, una casita en donde se
daba citas discretas con los hombres con quien tenía relaciones. También el
nombre Guanabo gay me resulta eufónico, de cadencia gutural. La novela
trata de ser un canto a la diversidad y a la permisibilidad, a la libertad
sexual, al respeto al otro, entre intrigas y chismes, citas y guiños a
conocidos artistas y escritores.
- ¿Has
regresado a Cuba después de tu salida definitiva?
Ni he regresado
ni creo que pueda regresar. Hace unos años el actor Orlando Casín averiguó para
ver si lo dejaban regresar a Cuba. La respuesta fue negativa. Entonces, como
era amigo mío y conocía a alguien con acceso a la listica del Ministerio de
Cultura (dictada por la Seguridad del Estado) con los nombres de artistas,
escritores e intelectuales a quienes se le vetaba el derecho de regresar a la
Isla, pudo verificar que yo también aparecía en ella.
No puedo regresar
a Cuba porque tengo el honor de estar en la lista negra del régimen. De todas
formas, ni quiero ni tengo necesidad (familia cercana) de regresar mientras la
dictadura exista. Suelo sentirme feliz en Aventura, al noreste de Hialeah. Camino
cada amanecer al lado del oleaje, leo los libros que me da la gana, participo
en disímiles eventos culturales, sobrellevo la vejez entre proyectos. Nunca he
parado de escribir y de investigar. Los que tienen el problema son ellos. El
gran Miami, los dos condados, forma la segunda ciudad de Cuba por el número de
cubanos y la primera, de lejos, por su floreciente economía. Aquí no estoy
desterrado sino transterrado.
Aventura / París,
septiembre de 2024
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