Entrevista al escritor Orlando González Esteva - Cubanet
Entrevisto a Orlando Gonzalez Esteva, uno de los muchos que me quedaba pendiente. Un lujo intercambiar con tan sabio amigo. Enlace en Cubanet y entrevista copiada, como siempre, abajo.
Enlace directo a Cubanet / entrevista William Navarrete
El Miami cubano de los 70 era un hervidero cultural y patriótico
(El
escritor William Navarrete entrevista al poeta, ensayista y artista Orlando
González Esteva)
Conocí
a Orlando González Esteva hace mucho tiempo, aunque en realidad nos hemos visto
poco. Digo lo conocí y, en realidad, hubiera tenido que decir “creí conocerlo”.
Leí en 1998, apenas publicado, el libro Cuerpos en bandeja, en que
Orlando escribió unos exquisitos textos sobre las frutas cubanas, a partir de
los dibujos del pintor Ramón Alejandro. Me cautivaron las historias, los
entresijos y la manera de acercarse a un tema tan tropical y sabroso, como lo
hizo entones: con sobrada erudición y delicadeza.
Pero
dije que creía conocerlo porque durante mucho tiempo – tanto hasta que llegara este
momento de entrevistarlo – pensé que aquel Orlando González Esteva de
exquisitas y cultísimas referencias estéticas y literarias era otro que nada
tenía que ver con el que subía a los escenarios de los teatros de Miami para
cantarle al público, solo o acompañado, piezas del repertorio cubano. Por
razones inexplicables – y no porque crea que la música sea un arte menor – creí
siempre que aquel Orlando cantante era algún trovador de los tantos que ha dado
Cuba, mientras que el Orlando escritor y periodistas, el amigo de Octavio Paz y
autor de refinadísimos libros, era el que a tres décadas de haberlo conocido
iba por fin a entrevistar. La anécdota nos divirtió a los dos, y Orlando me
confesó que no he sido el único que disociaba a los dos Orlando. Por supuesto,
de esta entrevista salieron muchas cosas que estaba lejos de imaginar.
- Como es usual para esta serie de entrevistas, nos gustaría que nos contaras sobre tu nacimiento, tus orígenes y la familia más allegada.
Nací en
la Clínica Los Ángeles de Santiago de Cuba (actual Maternidad), el 18 de
diciembre de 1952. Creo que mi madre se desplazó desde Palma Soriano, el pueblo
donde residía toda la familia, a Santiago porque las instalaciones médicas eran
mejores. Pero pocos días después de dar a luz ya estaba de vuelta, esta vez
conmigo, en Palma, donde crecí y viví durante 12 años, los únicos que pasé en
Cuba.
Éramos
una familia de clase media. Mi padre, Orlando González Gómez, empleado del
Central Palma, era hijo de Cristóbal González, a quien no alcancé a conocer
pues murió 5 años antes de que yo naciera, el mismo mes y el mismo día, para
sorpresa de todos y felicidad de mi abuela paterna, Marina Gómez, que vio en mí
una especie de regalo sobrenatural o compensación destinada a mitigar el
desconsuelo en que la había sumido la muerte de mi abuelo. Cada 18 de
diciembre, mi familia paterna visitaba el cementerio por la mañana, y por la
tarde celebraba mi cumpleaños.
Mi
madre, María Teresa Esteva Boronat, era maestra del hogar e hija de un hombre
muy querido en aquella zona: Mariano Esteva Lora, un médico sencillo, afable,
desinteresado, corajudo, perteneciente a una familia muy comprometida con el
futuro de Cuba desde las guerras de independencia contra España pues era
sobrino de Saturnino Lora, protagonista en 1895 del llamado Grito de Baire, que
daría inicio a la guerra organizada por Martí.
Mi
abuelo, por su parte, conspiró contra Gerardo Machado, cuando éste decidió ignorar
la Constitución para reelegirse presidente. Fue miembro fundador de la
organización política ABC y alcalde de Palma Soriano. En 1952, tras el golpe de
estado dado por Fulgencio Batista, comenzó a conspirar contra éste y fue
encarcelado varias veces y luego puesto en libertad. Tenía muchos y muy buenos
amigos en el pueblo, batistianos y antibatistianos, y cuando no lo excarcelaban
por influencia de unos, lo excarcelaban por influencia de otros.
Mariano
acabó incorporándose a la lucha armada en la Sierra Maestra, donde llegó a
obtener el grado de teniente médico. En enero de 1959, con el triunfo de las
guerrillas, regresó a casa abatido: reunió a los adultos de la familia y nos advirtió
que a Cuba le esperaban días mucho más difíciles que durante el batistato. No
se equivocó, como ya sabemos. Volvió a conspirar, esta vez contra el castrismo,
lo encarcelaron y en 1963 fue condenado a 12 años de prisión, aunque el fiscal
había pedido 30. Cumplió seis en la cárcel de Boniato, adonde fui muchas veces
acompañando a mi madre, mi abuela y mi tía Mercy. Al concedérsele la libertad
condicional, tuvo que cerrar su consulta privada y sólo se le permitió ejercer
su carrera en un centro médico del pueblo. Aceptó porque quiso seguir siéndole
útil a su gente.
Mi
abuela materna, Mercedes Boronat Esteva, que era toda delicadeza y valentía,
permaneció en Cuba, y con ella, mi tía Mercy y sus otros nietos. Pocos días
antes de abandonar la isla, mi madre y yo volvimos a la cárcel de Boniato –hoy,
60 años después, podría recorrer un buen tramo de ese trayecto sin titubear. Mi
madre decidió que no le diríamos que nos íbamos del país. La despedida la
hubiera hecho trizas. Cuando lo supo, mi abuelo no se lo reprochó, al
contrario, celebró la decisión de ponernos a salvo a mi hermano y a mí de la
debacle que se avecinaba.
-
¿Cómo fue tu infancia en Palma Soriano?
Hermosa.
Si exceptúo la bronquitis asmática que padecí hasta que abandonamos la isla. La
casa, construida por mi abuelo Mariano, tenía dos plantas: mis abuelos vivían
en los bajos y mis padres, mi hermano Cristóbal y yo en la planta alta. No
olvido la dirección: Maceo 159.
Había
un lugar encantado en las afueras del pueblo: la finca Santa Rosa; una finca
pequeña, de 5 caballerías de extensión, propiedad de mi tía abuela Carmen Rosa
Oporto, alguien a quien quise mucho. Allí, de niño, pasaba las vacaciones de
verano y los fines de semana. Y de allí debe venir mi amor por la naturaleza.
Había un riachuelo, árboles frondosos y frutales, palmas reales, reses,
caballos, pájaros, perros y dos familias campesinas con cuyos hijos me iba a
jugar. De pie, solo en medio de un potrero o viendo correr el agua del arroyo,
era el niño más ensimismado y libre de la Tierra.
Hice
mis primeros estudios en el Colegio Claretiano de Palma y luego en un colegio
público.
-
¿Y tu pasión por la música viene de esa etapa?
Mis
abuelos maternos, Mariano y Mercedes, cantaban no de forma profesional, aunque
sí en familia y entre amigos. Mi abuelo había dado serenatas de joven. Ambos
tenían buenas voces y mi abuela tocaba el piano. Mi padre, por otra parte, era
un gran aficionado a la canción popular: Pedro Vargas, Toña la Negra, Libertad
Lamarque, el Trío Los Panchos, los boleros de Matamoros, Sindo Garay, Lara y
Rafael Hernández, los tangos popularizados por Gardel… Mi madre entonaba.
Pero de
niño también escuché la música que se escapaba de los bares y cafeterías del
pueblo, desde aquellos maravillosos traganíqueles que, por una moneda,
permitían que el cliente escuchara sus canciones predilectas y compartirlas, a
veces sin proponérselo, con parte del barrio. Algunos de esos temas los puedo
cantar todavía. Y recuerdo los carnavales: los kioscos, los paseos en coches
tirados por caballos, las comparsas e incluso unos sombreritos llamados
“pachangas” que estuvieron de moda.
La
música dejó de ser algo exterior, algo que venía de afuera, cuando durante una
Navidad, la Iglesia del Rosario, donde algunos niños del pueblo éramos
monaguillos, decidió escenificar un nacimiento viviente. Se hicieron
audiciones, una joven organista que acompañaba al coro descubrió que yo podía
entonar y me escogieron para que cantara un villancico vestido de pastor. Esto
debe de haber sucedido hacia 1961, 1962 y hasta nuestra salida de Cuba, cuando
ya buena parte del clero había sido expulsado del país. En Palma, a cargo de la
Iglesia, permaneció un solo sacerdote, Cayo Simón, un español que valía por
varios. Acondicionó un salón contiguo al templo donde puso una mesa de
pingpong, juegos de cartas y tableros de ajedrez para que los niños y
adolescentes de la parroquia pudieran interactuar y, sobre todo, conservar sus
valores y su formación religiosa, porque ya por aquellos días eran corrientes
los ataques a toda práctica de este tipo.
No
olvido una tarde, mientras se celebraba una misa, el ruido de unos camiones
cargados de hombres que habían pasado el día en el campo, cortando caña, y que
se arrojaron contra las ventanas abiertas del templo golpeando los barrotes con
los machetes y gritando improperios. El padre Simón terminó de oficiar, corrió
a la puerta principal, la abrió de par en par, dio un paso al frente y cruzó
los brazos, como desafiando a la turba y garantizando a los feligreses que
nadie se atrevería a agredirlos mientras él estuviera allí.
-
¿Como viviste los seis años y medio de castrismo en la Cuba de entonces?
Los
niños no comprendemos todo lo que sucede a nuestro alrededor, más bien lo
sentimos y luego, muchos años después, lo recordamos y enjuiciamos. Cuando
nací, ya mi abuelo se oponía al gobierno de Batista, y vivíamos con sobresaltos
y seguimos viviendo así después de 1959. Si corría peligro la vida mi abuelo
también la corría la de mi mi padre, sólo por ser su yerno. Recuerdo
perfectamente, insisto, aquellos viajes a la cárcel de Boniato con mi abuela
Cheché (Mercedes), ayudándola a cargar una enorme bolsa de yarey con algunos
alimentos, los únicos que nos permitían llevarle a mi abuelo. Eran viajes
largos y fatigosos, desde Palma a Santiago y desde Santiago a la prisión. Yo
tenía 11 o 12 años.
Algo
curioso: en la cárcel, mi abuelo se
interesó en la poesía. Un día pidió que le llevaran un manual de versificación
y comenzó a escribir poemas para la familia, los amigos y por encargo, para
algunos compañeros de presidio que querían halagar a sus madres, novias y
esposas en días señalados. Esos poemas salían de la prisión minuciosamente
doblados y escondidos en las asas de yarey de las jabas o bolsas ya vacías con
las que regresábamos a casa después de las visitas. Es posible que ése haya
sido mi primer contacto con la poesía y, sobre todo, con la idea del poema como
algo misterioso. Aún conservo algunos de aquellos manuscritos ajados.
-
¿En qué momento sales de Cuba y en qué condiciones?
El 7 de
julio 1965. La partida de Palma y luego del país fueron experiencias
traumáticas. A veces dudo haberme recuperado totalmente de ellas. Carmen Rosa,
la tía abuela a la que ya me he referido, logró viajar a México en 1964 e hizo
las gestiones necesarias para que mis padres, mi abuela Marina (su hermana), mi
hermano y yo pudiéramos seguirla.
Recuerdo
perfectamente el día en que dejamos el pueblo. La noche anterior había sido de
llantos. Vino a recogernos el taxi que nos llevó al aeropuerto de Santiago de
Cuba, donde tomamos el avión hasta La Habana. Me escondí en asiento trasero del
vehículo para no tener que despedirme de mi abuela, pero como ella me llamaba sin
parar desde el portal tuve que salir de mi escondite y darle un abrazo. La
experiencia me afectó al extremo de que, ya adulto, y durante mucho tiempo,
cuando salía de viaje, aunque fuera de recreo y a un lugar cercano, prefería no
despedirme de mis padres: el temor de no volver a verlos era más fuerte que la
ilusión del viaje. Años después comprendí que aquel día no sólo me había
despedido de mi abuela Mercedes, mi casa natal, mis amigos, mi pueblo y Tommy,
mi pequeño Boston Terrier, sino de mí mismo y de mi infancia.
-
¿Cómo fueron los primeros años de exilio?
Carmen
Rosa, la tía abuela que nos había ayudado a viajar a México, nos consiguió
visas para que cuatro meses después continuáramos el viaje a Miami, donde me
convertí en un adolescente triste, inadaptado. Recorrer un barrio solitario,
donde no conocía a nadie, para ir de la casa al colegio, donde tampoco conocía
a nadie, y del colegio a la casa, fue otra experiencia que no he olvidado. Viví
durante muchos años pensando solo en regresar a la isla.
Empecé
a escribir versos con alguna seriedad hacia 1970, porque ya había escrito otros
humorísticos sobre mis coterráneos exiliados, y algunos para llamar la atención
de compañeras de estudio. Pero en pleno bachillerato asistí a un curso de
cultura cubana fundado por Juan J. Remos, el gran educador cubano, a quien no
llegué a conocer personalmente. Y ese curso alteró mi relación con la poesía.
Comencé a escribir poemas muy distintos a los que había escrito hasta entonces;
no buenos, sólo distintos. Eran un inventario, aunque apenas lo advirtiera, de
todo lo que había amado y perdido, y respondían a un afán ingenuo: el de
recuperarlo todo, aunque sólo fuera en verso. Algo así como la poesía como
“patria portátil”.
¿Cuándo
retomas tu interés definitivo en la canción?
En 1965
ya habían llegado al exilio, y seguirían llegando, familias de Palma Soriano
amigas nuestras. No era raro que nos reuniéramos los fines de semana para
sentirnos menos solos, menos pobres, menos extranjeros y atenuar la nostalgia
hablando del pueblo distante, saboreando platos típicos y escuchando canciones
tradicionales que habían marcado nuestras vidas. Se sabía que yo “entonaba”,
aunque ya no vistiera de pastor, y más tarde o más temprano se me animaba a
cantar.
Mis
compañeros de generación y yo acabaríamos, ya adolescentes, dando serenatas en
Miami, dándolas a cualquier amiga o joven que nos atrajera, algo impensable en
una ciudad donde por entonces apenas se hablaba español. Pero nadie llamaba a
la policía ni se quejaba: al contrario. Los vecinos se asomaban a las ventanas
sorprendidos y, a veces, nos invitaban a pasar a sus casas, comer, beber algo y
continuar cantando dentro de ellas, aunque fuera de madrugada.
¿Cuándo
empezaste a trabajar?
Al año
siguiente de mi llegada a Miami. Tenía 13 años. Mi primer trabajo fue como
repartidor de la publicidad impresa de un pequeño mercado cubano llamado El
Relámpago, situado en la avenida 22 y la calle 28 del North West. Allí también
etiquetaba productos, colocaba mercancía en los anaqueles y devolvía las
botellas de refresco vacías a las cajas de madera, cajas que luego apilaba.
Salario: 5 dólares semanales. Me entusiasmé con el sueldo y no tardé en
compartir con mis padres una ilusión: comprarme un tocadiscos. Ambos trabajaban
hasta 12 horas diarias, vivíamos en la estrechez, pero no se opusieron, al
contrario. Me acompañaron a un establecimiento cercano al colegio al que
asistía, firmaron los contratos que yo, por razones de edad, no podía firmar.
Así pagué el tocadiscos a plazos.
La
música se convirtió en mi mayor refugio, en otra patria que no era sino la
misma que afloraba en mis versos: Cuba. No había canción que me gustara o
gustara a mis mayores que no memorizara. Las imágenes y la información que
aparecían en los estuches de los viejos LP, y las letras y la música de las
canciones llegaron a serme más familiares que las de las canciones de moda.
¿Por qué? Porque éstas no me devolvían adonde yo quería estar.
En
1970, un grupo de amigos palmeros, casi todos de mi edad, me animaron a
participar en un concurso de canto que se transmitía por la emisora radial WQBA
desde el ya desaparecido Teatro Martí de Miami. Me presenté incitado por ellos
y resulté ganador del Primer Premio: un automóvil de uso, algunas chucherías y
un contrato para cantar, durante 2 semanas, en el Cabaret Montmartre de la
ciudad, donde se presentaba, precisamente en aquellos días, Pedro Vargas, ídolo
de mi padre. Por aquel escenario del Montmartre habían pasado o pasarían Celia
Cruz, Olga Guillot, Miguelito Valdés, Rolando Laserie, Libertad Lamarque, Sara
Montiel, Lola Flores y el trío Los Panchos, entre muchos otros. Durante algunas
horas, las noches de Miami se parecían a las de Cuba.
-
¿Qué estudiaste entonces?
Literatura,
en la Universidad Internacional de la Florida, donde Reynaldo Sánchez, uno de
mis profesores, estimó que no me vendría mal pasar una temporada lejos de la
ciudad y gestionó una beca para mí en la Universidad de Washington, en Saint
Louis, Missouri, donde él había estudiado y donde en 1975 obtuve mi maestría.
Debo decir que, gracias a una profesora norteamericana de la FIU, Florence
Yudin, y a un profesor, norteamericano también, de la Universidad de
Washington, Patrick Dust, descubrí a los miembros de la Generación del 27, y
que desde entonces mi aspiración fue convertirme en uno de ellos, sólo que
medio siglo después… Bromeo, claro está, pero lo hago para destacar hasta qué
punto aquel fue un descubrimiento fue clave en mi vocación. A todos esos
autores los leí con fruición y quizás, ¡ojalá! con algún provecho.
40 años
después, en 2015, la vida iba a darme una alegría mayor: ser invitado, gracias
a la amabilidad de Alicia Gómez Navarro, directora de la Residencia de
Estudiantes de Madrid, a participar en el programa “Poeta en Residencia”. Nunca
he estado más cerca de la Generación del 27.
-
Pero la música iba a la par de los estudios y el interés por la literatura…
Sí,
claro, a la par de ellos y de otras cosas. En 1973, durante una fiesta a la que
asistí acompañado por una guitarra en la que apenas podía colocar 9 o 10
acordes, conocí a quien iba a convertirse en mi compañera en la música, mi
novia y luego, en 1981, mi esposa: Mara González Rauchmann. Una cantante lírica, holguinera, cuya voz y cuya forma de decir las
canciones me deslumbraron. Ese día cantamos a dos voces por primera vez y
descubrimos que ambas, juntas, acoplaban, y que ambos coincidíamos en la
predilección por cierto tipo de repertorio.
En
1974, antes de irme a Saint Louis, ofrecimos un recital en el cabaret El Bravo,
del hotel Versalles, en Miami Beach, donde tan pronto cantamos juntos como
separados. Nunca, en ese sentido, fuimos un dúo tradicional sino una pareja,
como Eydie Gorme y Steve Lawrence en Estados Unidos y Carmela y Rafael en
México. Pero lo más curioso es que Mara y yo habíamos salido de Cuba en el
mismo avión, rumbo a México, aquel 7 de julio de 1965, y no lo supimos hasta
que un día, meses después del primer encuentro, y evocando aquella experiencia
traumática para ambos, descubrimos que habíamos hecho el viaje juntos.
-
Y a tu regreso de Saint Louis continuaron…
Efectivamente.
En Saint Louis escribí y publiqué, dicho sea de paso, mi primer cuaderno de
versos, El ángel perplejo, que afortunadamente no incluía mis primeros
poemas. Pero al regresar a Miami, antes de reanudar mis presentaciones con
Mara, trabajé dos años en el Programa Bilingüe del Miami-Dade Community College
donde, entre otras cosas, impartí cursos de poesía.
El
Miami cubano, en los años setenta, era un hervidero cultural y patriótico, la
esperanza de que el regreso a la isla podía ser inminente contagiaba a todos.
Había tertulias, exposiciones de pintura, presentaciones de libros, buen
teatro, conciertos, temporadas de zarzuelas cubanas y españolas y una intensa
vida nocturna que me permitió ver y aplaudir a un sinnúmero de intérpretes y
compositores cubanos importantes.
Aunque
nunca me atrajo como cantante, no olvido las presentaciones de La Lupe en el
Prila’s, un hermoso club situado a pocos pasos del restaurante La Carreta de la
Calle Ocho. Ni olvido las presentaciones de Olga Guillot: un huracán de
ademanes, gemidos y gruñidos capaces de conmover y encandilar a sus devotos.
Olga, de repente, era Cuba.
Mara y
yo fuimos contratados para presentarnos en Panamá, Costa Rica, Honduras, El
Salvador, la isla de San Andrés y Puerto Rico a finales de los años setenta y,
quizás, principios de los ochenta, pero no satisfechos, enviamos una grabación,
un currículum y unas fotografías a Norwegian Caribbean Lines, una importante
línea de cruceros que inmediatamente nos ofreció un contrato. Nada, que durante
4 años cantamos para distintas compañías similares con las que recorrimos
varias veces el Caribe y fuimos desde Bahía a Nueva York y desde Miami al mar
Egeo, donde nos dimos el gusto de visitar Atenas y las principales islas
griegas en más de una ocasión.
- ¿Y
la literatura?
No
abandonaba la escritura. En 1979 recopilé mis primeros poemas que jamás debí
editar, y en 1980 publiqué Mañas de la poesía, un pequeño libro al que
debo más de una satisfacción pues debió ser el primero que publicara. Pero mi
vida literaria y la vida profesional de Mara y la mía iban a dar un vuelco.
La
segunda: tanto tiempo en alta mar, de puerto en puerto y lejos de casa, acabó
convenciéndonos de que era hora de hacer algo más afín a nuestras aspiraciones
que cantar para turistas. Nos ilusionaba la idea de ofrecer recitales donde
pudiéramos interpretar todo género de canciones hispanoamericanas, no
necesariamente las más conocidas en el plano internacional, e incluir
reflexiones sobre sus letras y los compositores, versos, datos curiosos, etc.
Nada de cantar por cantar.
Regresamos
a Miami y en 1982 nos presentamos en La Danza, una pequeña sala también
desaparecida. El público nos animó a repetir la presentación e invitaron a
parientes y amigos a escucharnos. Éstos, a su vez, trajeron a otros y no
tardamos en desear probar suerte en una sala algo más grande, el Teatro de
Bellas Artes. La historia se repitió y en 1987 presentamos nuestro primer
concierto solos en el Miami Dade County Auditorium, uno de los teatros más
importantes de la ciudad, con 2 400 butacas. Allí permanecimos dos décadas
ofreciendo 3 conciertos anuales.
A esos
conciertos, que a veces producíamos con la Sociedad Pro Arte Grateli,
comenzamos a invitar a un buen número de artistas cubanos exiliados: desde
Israel López (Cachao), Los Guaracheros de Oriente, Xiomara Alfaro y Blanca Rosa
Gil, hasta algunos compositores destacados, como René Touzet, Mario Fernández
Porta, Juan Bruno Tarraza, la gran pianista Zenaida Manfugás e incluso a un
excelente compositor argentino, Mario Clavell.
No
faltaron cantantes líricas, entre ellas, algunas de las grandes intérpretes de
Lecuona, ya veteranas, y otros cantantes más jóvenes, aunque ya consagrados,
como el tenor Armando Pico y Chamaco García, cuya potente voz, musicalidad y
versatilidad maravillaban al auditorio. Fuimos al Departamento de Música de la
Universidad de Miami a reclutar jóvenes que estudiaban canto y encontramos
voces estupendas. Nos ilusionaba la oportunidad de reunir hasta tres
generaciones de cubanos de diversas edades.
-
¿Fue Mañas
de la poesía el libro que te permitió conocer a Octavio Paz? Háblanos de él.
Sí. Y
ése fue el primer vuelco al que antes me referí. Había leído, deslumbrado, El arco y la
lira, y sentía que sus reflexiones en torno al acto creador habían ampliado
sustancialmente mi idea de la poesía y mi relación con ella, aunque Mañas fuera
un batiburrillo de frases, expresiones y términos cubanos. Envié un ejemplar
del libro a la revista Vuelta, que Paz dirigía, seguro de que lo
descartaría al primer vistazo, pero semanas después recibí una reseña suya y
luego una invitación a colaborar en la revista. Esa gentileza y su posterior
amistad iban a acercarme a México, a España y a relacionarme con un grupo de
escritores y editores gracias a los cuales he visto mis libros editados y he
visitado lugares tan remotos como Japón. Algunos de esos escritores y editores
se convertirían en mis mejores amigos y no han dejado de serlos.
En
1985, durante mi primer encuentro con Paz, me preguntó quién había editado Mañas
de la poesía. Le confesé que era una edición de autor. Me preguntó si había
continuado escribiendo, le contesté que sí. Y me reveló que se disponía a
inaugurar una editorial y que le gustaría, no sólo reeditar Mañas, sino
mi nuevo libro, El pájaro tras la flecha, un título que escogió él entre
varios que le mostré. Vuelta, la editorial, publicaría dos más: Elogio
del garabato y Fosa común.
Debo a
Paz que Cabrera Infante se interesara en mis versos, que Severo Sarduy supiera
de mí y que me arriesgara a escribir en prosa. Nos vimos en México, Miami y
Cayo Hueso. Conversamos por última
vez pocas semanas antes de su muerte, y esa vez me dio un consejo que repito
porque puede ser de valor para algunos autores más jóvenes que yo: “Recuerde
que la felicidad de un escritor no está en tener muchos lectores sino dos o
tres amigos que lo lean con atención”.
-
¿Entonces mantuviste separadas la música y la escritura?
Sí, en
lo que a mí tocaba, pero Mara y yo barajábamos con frecuencia canciones y
versos de otros autores, desde Quevedo y Martí hasta Borges y Neruda.
¿Y
la radio?
En los
años ochenta, Mara y yo la visitábamos para anunciar nuestras presentaciones, y
me enamoré de ella. Descubrí que en la radio podíamos hacer, de una manera más
íntima, algo muy similar a lo que hacíamos en el escenario. A mediados de esa
década, los estudios de Radio Martí, en Washington hasta entonces, se
trasladaron a Miami, y se nos propuso producir un programa dominical. Vimos el
cielo abierto: hacer para el pueblo cubano residente en la isla lo que hacíamos
para los cubanos del destierro.
El
programa se llamó “Cuba es su Música” e intentamos demostrar, entre otras
cosas, cómo todo lo relacionado Cuba está resumido en sus canciones que permanecen
a salvo de todos los males que ha sufrido y sufre la isla; a salvo incluso de
nosotros, los cubanos. Allí en Radio Martí estuve durante 32 años, al
principio, y durante mucho tiempo, con Mara, luego solo, aunque en compañía de los
radioyentes, de lunes a viernes, quienes me acompañaban y escribían desde la
isla.
Pero
tengo entendido que también trabajaste en la radio de Miami, en la radio local.
En 2007
falleció Agustín Tamargo, el notable periodista cubano, de quien era invitado
frecuente. Su programa “Mesa revuelta”, que se transmitía por Radio Mambí, era
uno de los más escuchados en esta ciudad. Armando Pérez Roura, director de la
emisora, me propuso hacerme cargo de él. Le recordé que lo mío no era la
política y le sugerí los nombres de dos personas más aptas que yo. Me contestó
que él no esperaba que yo hablara de política sino de los temas que siempre
había hablado y que si declinaba su invitación escogería a otra persona pero
que no sería ninguna de las que yo había mencionado. Acepté.
¿Volvieron
Mara y tú a viajar?
Aquel
mismo año hicimos una gira auspiciada por el Instituto Cervantes por varias
ciudades italianas, además de Viena, Estocolmo y Tolosa. Y La Casa Encendida de
Madrid, donde también habíamos ofrecido un recital, me invitó a impartir un
taller y una charla sobre algún tema curioso. Escogí la relación del pueblo
cubano con su noche -el “su” es importante- a partir de la literatura y la poesía.
-
¿Regresaste a Cuba alguna vez?
Una
vez, por un par de semanas. En 1980, mi abuela Mercedes, aún en Palma Soriano,
enfermó de cáncer; mi madre, angustiada, temerosa de que muriera antes de darle
y darse la alegría del reencuentro, gestionó un pasaje de urgencia. Ya de
vuelta en Miami me preguntó si yo estaría dispuesto a acompañarla en una
segunda visita. No lo pensé dos veces. Habían sido 15 años de zozobra temiendo
que mis abuelos, ya ancianos, enfermaran y fallecieran sin volver a verlos.
Entonces volví.
Nunca
me he reprochado ese viaje: fui feliz viéndolos felices allí, en la casa donde
transcurrió mi infancia, donde todo, incluso lo que ya no existía, seguía
resultándome familiar. No nos despedimos sin dolor, pero sí, en mi caso, con
una suerte de serenidad última: había cerrado un círculo, y aunque se abría
otro, me sentía mejor armado para que la despedida no me devastara.
¿Qué
fue de la música y la radio?
De las
presentaciones nos jubilamos a principios de la década pasada y de la
radio, como profesión, hace dos o tres años. Aunque uno nunca se jubila de
algunas de las cosas que ama, pues sigo compareciendo en la radio, como
colaborador semanal, más bien como amigo, en el programa que conducen los
periodistas Roberto Rodríguez Tejera y Ricardo Brown, de 9 a 10 a.m., en la
emisora Actualidad Radio.
¿Y
la escritura?
Artes
de México, una editorial muy querida, acaba de publicar El parlanchín
extraviado, un libro cuyo protagonista no es otro que el pueblo cubano. Se
trata de una sátira risueña, en prosa y en verso, algo cáustica a veces, sobre
nuestra locuacidad y nuestras andanzas por el laberinto de la historia. A
principios de 2025 debe presentarse La juventud del azar, un libro
editado por Pre-Textos, en España.
¿Qué
queda del Miami de hoy con respecto al que viviste cuatro décadas atrás?
Un
fantasma que sólo podemos distinguir quienes conocimos aquél. Miami es el
cementerio que un día fue parte de la ciudad y que hoy la abarca. Es la ciudad,
y abarca también el día que esperaste y todavía esperas. Alrededor de ti se
explaya el horror, pero ni siquiera muerto renuncias a estar despierto: estarlo
es tu única flor.
Quedan
también los recuerdos, los viejos y buenos amigos (cada vez más escasos),
algunos sitios donde Cuba, la imposible, aún parece a punto de corporeizarse,
el mar, siempre el mar, recomenzando, y queda el barrio: Mara y yo residimos en
West Miami desde hace cuatro décadas, una pequeña ciudad vecina del primer
Miami, poblada de compatriotas, árboles, domingos silenciosos, cantos de
pájaros, ardillas, y en una casa con demasiados libros y papeles donde a veces,
aún, se oye decir algo al piano.
París/Niza,
octubre 2024
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