William Navarrete entrevista a Ana María Solís Smith, descendiente de los fundadores de El Encanto
“Los cubanos se perdieron la libertad y la modernidad que más tarde pudo disfrutar toda España”
Enlace: Cubanet - entrevista / William Navarrete
(El escritor William Navarrete
entrevista a Ana María Solís Smith, descendiente de los fundadores de El
Encanto)
De más está decir
que no conocí El Encanto de La Habana. La tienda y su lujoso edificio en la
intersección de las calles Galiano y San Rafael ya habían sido confiscados y el
sitio lo ocupaba ya, en el terreno baldío que dejó la tienda tras su incendio
voluntario del 13 de abril de 1961, un feísimo y desalmado parque como casi
todo lo que se ha construido durante la era comunista.
En cambio, conocí
las sucursales de esta misma empresa en Camagüey, Varadero y Holguín, ya
deslucidas en las décadas de 1970 y 1980, y convertidas en tiendas de ropas
racionadas por una libreta de racionamiento que era una jerigonza de grupos A,
B, C y ni se sabe cuántas letras más, otro de los inventos de la economía
socialista para disimular su ineficacia crónica.
Sabía, por amigos
comunes, que una de las herederas principales de aquella empresa pujante
fundada por asturianos que emigraron a Cuba en busca de fortuna, era Ana María
Solís Smith, habanera, exiliada en Madrid desde 1960 y detentora de la memoria
de un linaje familiar directamente vinculado con aquellos mágicos almacenes que
nada tenían que envidiar a las tiendas de esa misma categoría en París o
Londres.
Pero Ana María es
muy discreta, al punto que el libro de sus memorias fue publicado recientemente
para la lectura exclusiva de sus hijos y nietos. Llevaba tiempo tratando de
entrevistarla sin que realmente se sintiera motivada por la idea. Fueron
entonces determinantes para que tuviera lugar nuestro encuentro, la complicidad
de mi entusiasta cicerona hispano cubana Margarita Larrinaga en Madrid, así
como la de Almudena Carbajosa Fernández, nuera de Ana María, esposa de su hijo
Francisco Diego Solís y actual vicepresidenta de la Archicofradía de la Virgen
de la Caridad del Cobre en la capital española. Esta última comprendió que la
fabulosa historia de Cuba y del emprendimiento de quienes emigraron una vez a
aquella próspera tierra no debería ser olvidada. Con la distancia y el sentido
común de quien no tiene nexos familiares directos con la isla, Almudena
convenció a las dos Ana, madre e hija, para que abriéramos a los lectores esta
ventana de la historia cubana con increíble influencia en la creación de los almacenes
más conocidos de España.
Cuando en una
tarde otoñal madrileña llegué a la residencia familiar en el Parque del Conde
de Orgaz, me sorprendió encontrarme allí con tres mujeres de la familia cuya
elegancia hacía honor a la imagen que tenemos de lo que fue El Encanto habanero.
Con sus ya cumplidos 87 años ha sido un privilegio conocer y conversar con Ana
María, la decana de la familia, y con su hija Ana, tan emprendedora como su
padre y sus abuelos. Me complace dejar a los lectores un poco de lo que
evocamos aquella tarde.
- Su abuelo
paterno fue el fundador de la tienda de departamentos más emblemática del
continente americano en la primera mitad del siglo XX. ¿Quiénes fueron sus seres
allegados?
Mi abuelo paterno,
Bernardo Solís García, nacido en Coro, un pueblo asturiano del concejo de
Villaviciosa, se marchó un buen día de 1884, tras los pasos de dos de sus
hermanos, Casimiro y José, quienes ya habían partido rumbo a La Habana en la
década anterior. Mi abuelo se sumó al negocio que su hermano Casimiro había
fundado en Guanabacoa. Poco tiempo después, en 1888, Bernardo y su hermano José
abrieron un nuevo negocio de sederías llamado El Encanto, en la esquina de las
calles San Rafael y Galiano, en el centro de La Habana.
En Cuba, mi
abuelo conoció a su esposa, Rita Alió Poch, cubana de orígenes catalanes. De esa
unión nació en 1904 mi padre, Bernardo Solís Alió, el primogénito. En total mis
abuelos tuvieron cinco varones y una sola niña, llamada Carmelina. Mi abuelo
falleció en Cuba en 1941, aunque ya mi padre y mi tío Humberto habían tomado
las riendas del negocio desde 1935.
La prosperidad de
El Encanto era tal que mi abuelo mandó a construir a los arquitectos Facundo
Guanche y Enrique Gil una hermosa mansión en la Calle Calzada, número 551,
esquina D, que hoy en día ocupa la sede de la UNESCO en La Habana. Y en 1927,
en su Villaviciosa natal, también mandó a construir una de las casas más
hermosas de la región: Villa Rita (luego llamado Chalet El Encanto), en estilo
regionalista y obra del arquitecto Enrique Rodríguez Bustelo.
Mi madre, Ana
Smith Vázquez, era hija de un norteamericano, Theodore Smith, un tabaquero que
viajaba constantemente a la isla, y de la cubana María Vázquez Arias,
camagüeyana. Mi abuelo Bernardo le dio un día una fiesta por sus quince años a
mi tía Carmelina e invitó a Theodore que asistió con su hija Ana. Ese día mis
padres se conocieron.
- Todo el
mundo sabe que El Encanto fue la tienda más importante del continente
americano. ¿Puede contarnos por qué?
José Solís,
hermano de mi abuelo, compró el local llamado El Encanto ya existente en la
esquina de Galiano y San Rafael, perteneciente a un asturiano que deseaba
retirarse, y conservó su nombre. Con el tiempo, José se casó con María Cabeza,
la hija de la persona que le vendió el local. Cuando mi abuelo se incorporó a la
empresa la llamaron J. Solís y Hermano. Así comenzó la aventura de la primera
tienda.
Cuba era entonces
una colonia mucho más desarrollada y moderna que la propia metrópoli, de modo
que seguían llegando paisanos del norte de España. En 1889 ingresó como
empleado, recién llegado de Gijón, Aquilino Entrialgo Álvarez, quien se convirtió
muy pronto, por talento propio, en dependiente y luego en gerente de la tienda.
En 1902 la empresa se llamaba ya Solís, Entrialgo y Cía.
El Encanto siguió
las pautas del modelo empresarial japonés, es decir, una jerarquía estricta y
un trato paternalista de los empleados. Los hijos de José no siguieron en el
negocio, pero los de Bernardo sí. Con el tiempo todos se fueron implicando en
la empresa, al punto que Humberto, que era abogado, se ocupaba de la gestión en
este sentido; Guillermo, el economista, llevaba la contabilidad pues trabajaba
en un banco; Jorge, como farmacéutico, elaboraba los perfumes; Serafín, como
ingeniero, reformó, amplió y concibió el edificio final de la tienda principal en
1948 y, finalmente, mi padre, quien había estudiado ingeniería textil en
Manchester, se convirtió en el embajador de la empresa en el extranjero ya que
hablaba inglés y francés. Por eso fue mi padre quien se encargó de abrir la
oficina de El Encanto en Nueva York a fines de la década de 1940.
Las campañas
publicitarias y los eslóganes caracterizaron también desde los años 1920 la
actividad de la tienda. Los escaparates empezaron a ser un atractivo, al punto
que pronto se le llamó a esa intercepción de calles “La Esquina del Pecado”, pues
los jóvenes paseaban con las muchachas por la acera y, como es lógico, para
complacerlas les compraban regalos que veían expuestos. La tienda tuvo desde
muy temprano su propio estudio fotográfico. Allí recibieron en 1930 a Albert
Einstein quien de paseo por La Habana compró en ésta su sombrero Panamá.
Einstein quiso pagar por la prenda, pero José Solís se la ofreció a cambio de
un retrato del científico tomado en los estudios fotográficos que la tienda exhibió
por mucho tiempo en uno de sus escaparates.
La mayoría de los
empleados eran asturianos. Del pueblo de Grado llegaron tres que se
convirtieron en personajes clave para el desarrollo posterior de tiendas como
El Cortés Inglés y Galerías Preciados en Madrid, así como de los Almacenes
Ultra en La Habana. Estos fueron César Rodríguez González, Pepín Fernández
Rodríguez y Ramón Areces Rodríguez.
- Tengo
entendido que El Encanto revolucionó el concepto de gran almacén…
Sucedieron cosas
que no eran corrientes en otras empresas. Por ejemplo, hacia 1925 la compañía
compró un edificio en la calle San Miguel para alojar a los empleados y, en el último
piso, se encontraba el comedor a donde acudían a almorzar, por turnos, los
trabajadores. Para la recreación de éstos la empresa creó el club Seyca que
organizaba viajes, actividades deportivas, conciertos o galas. Todos los
empleados y sus familiares tenían derecho a pertenecer a este club pagando una
cuota de un peso mensual que les permitía disfrutar también del club Marbella
en Guanabo. La tienda tenía un restaurante llamado El Salón Verde, en donde solían
reunirse los intelectuales y se instituyó el premio literario Justo de Lara.
Cuanto más crecía
la empresa, más se diversificaba, de modo que además de El Encanto la familia
Solís compró el teatro Alhambra, el cine Encanto y el Banco de Comercio que se
fusionó en 1954 con The Trust Company.
En 1948 la tienda
de Galiano tenía ya seis plantas y 65 departamentos: perfumes, cosmética,
joyería, libros y discos, platería, vajilla y cubiertos, equipos
electrodomésticos, sombrerería, juguetes, mueblería, ropa juvenil, de
caballeros, salón francés con las últimas creaciones de Chanel, Balenciaga y
Balmain, y al que Christian Dior dio, en 1952, la exclusividad de sus
creaciones para todo el continente americano (incluido los Estados Unidos),
entre otros. Se ofrecían servicios clínicos (gratuitos para los empleados y
clientes), lista de bodas, venta a domicilio, derecho a devolución y fabricaban
sus propios perfumes y confecciones textiles. Las empleadas tenían acceso
gratuito a la peluquería y al maquillaje, de modo que estaban siempre
impecables. Además, recibían clases de inglés. El Encanto fue la primera tienda
que tuvo escaleras mecánicas y los aires acondicionados se perfumaban. Los
escaparates cambiaban de tonalidades todos los viernes y las campañas
publicitarias diseñadas por Tomás Menéndez desde 1927, hicieron historia en
este ámbito.
Entre los
clientes asiduos estaban María Félix, Esther Williams, Frank Sinatra, Errol
Flynn, Ava Gardner, John Wayne, César Romero, Bing Crosby, además de
dignatarios, ministros y empresarios del mundo entero. De hecho, Christian Dior
viajó a La Habana en 1953 para visitar la tienda acompañado de su joven
ayudante Yves Saint-Laurent. En la década de 1950 la tienda tenía sucursales en
Camagüey (inaugurada en 1936), Santiago, Holguín, Santa Clara, Cienfuegos y
Varadero, todas abiertas en 1948. Además de las oficinas de compras en París y
Nueva York y una plantilla de 2 000 contratados y 1 000 empleados trabajando en
las confecciones.
El personal de El
Encanto era tan profesional que, en 1980, en Miami, fundaron la Asociación de
Antiguos Empleados con el objetivo de recordar la tienda. Y siguen reuniéndose cada
año y publicando incluso un periódico en el que muchos han contado sus
recuerdos y vivencias.
- He oído
decir que Galerías Preciados y El Corte Inglés nacieron gracias a El Encanto…
Imagínate que uno
de los empleados de El Encanto fue César Rodríguez, un asturiano de Grado, que
empezó como cañonero, es decir, de ayudante en todo, y terminó como socio y
gerente de la tienda. También empezó de esa misma manera, a partir de 1910,
Pepín Fernández, primo de César y futuro creador de las Galerías Preciados de
Madrid. Como solía suceder, César trajo en 1920, también como cañonero, a su
sobrino Ramón Areces Rodríguez, futuro fundador del Corte Inglés, quien comenzó
a trabajar en El Encanto barriendo la acera y fue ascendiendo como dependiente,
hasta que en 1934 se fue de Cuba de vuelta a España. César y su primo Pepín rehicieron
sus vidas en en Madrid y construyeron en 1934 las Sederías Carretas. Más tarde,
César fundó los Almacenes Ultra de La Habana en 1937. Sus sobrinos, quienes también
habían sido parte de El Encanto, se incorporaron. En 1940, El Corte Inglés que
ya había comenzado como un pequeño negocio, y abrió su nueva sede en la calle
Preciados siendo una sociedad entre Pepín Fernández y Ramón Areces. El resto forma
parte de la historia del desarrollo del Corte Inglés, otra gran empresa.
- ¿Cómo fue
su infancia y adolescencia en Cuba?
Nací en La Habana
en 1937 en una clínica del Vedado en las calles 15 y 2. Mi primer año de vida
lo pasé en París en donde mi padre se ocupaba de las oficinas de la empresa, y
en 1939, antes de cumplir los 3 años, ya estaba en Nueva York para residir allí
hasta los 9 años. Estudié en el colegio de religiosas St. Joan of Arc, pero
pasábamos los veranos en La Habana, en la casa de mis abuelos paternos en la
calle Calzada. En Nueva York vivimos en Times Square las celebraciones del fin
de la Segunda Guerra Mundial, un 15 de agosto de 1945.
El fin de la
estancia norteamericana y regreso a La Habana coincidió con el nacimiento de mi
hermano Carlos en diciembre de 1948, 11 años menor que yo. Después de pasar
unos meses en casa de mis abuelos nos instalamos en la calle 18 entre 3ra y 5ta
Avenida en Miramar. Con la llegada a Cuba entraron en mi vida las sazones caribeñas,
el arroz con pollo, el picadillo, el tasajo, la ropa vieja y los frijoles
negros bien hechos. Platos que seguí haciendo yo misma durante toda mi vida.
Entonces me
escolarizaron en el colegio Merici, regentado por monjas ursulinas
norteamericanas, donde la enseñanza era en inglés. Los veranos de 1951 los pasé
en el campamento femenino de Interlaken, en Nueva Hampshire, y tanto a la ida
como a la vuelta pasábamos por Miami. Recuerdo que en esa época existía todavía
la segregación en Estados Unidos. Cuando íbamos a un restaurante en Miami con
mi tata Obe, que era negra, los camareros se acercaban a nosotros para decirle
a mi padre que no nos servirían con una persona de color a la mesa. Como mi
tata no hablaba inglés no se enteraba nunca de lo que pasaba, entre otras cosas
porque mi padre disimulaba diciéndole que nos íbamos de ese restaurante por la
demora en el servicio. Aquello era algo que no existía en Cuba.
Cuando terminé mi
bachillerato en 1954 me orienté hacia los estudios en la moda con el ánimo de
trabajar en el futuro en la empresa familiar. Por eso me trasladé a Filadelfia
a estudiar Fashion Merchandising en el Gwynedd Mercy College, regentado por las
Hermanas de la Misericordia. Pero el fallecimiento de mi madre, en 1955, con
solo 42 años de edad, cambió mi destino porque decidí ocuparme de mi hermano
Carlos que solo tenía 6. Mi hermano había empezado en Belén y entonces para que
no me quedara sin hacer nada me matricularon en un “bachelor” de Arte en la
Universidad Santo Tomás de Villanueva. Pero interrumpí los estudios dos años
después, aunque por otras razones: mi matrimonio con Gabino Diego, camagüeyano,
con quien después de casarme me mudé para Camagüey.
- ¿Se fue a
Camagüey después de la vida tan cosmopolita que había vivido hasta entonces?
Había conocido a
Gabino en Filadelfia, a través de mi amiga Andreíta Silva. Los Diego tenían un
negocio ganadero y un central llamado Siboney, en Marchena, provincia de
Camagüey. Gabino me pidió matrimonio en 1956 en la casa que su familia tenía en
Varadero, a pocos metros del hotel Internacional, en donde me alojaba con mi
padre cuando íbamos a pasar temporada a la mejor playa de Cuba. Finalmente me
casé en 1958, salimos de luna de miel para Nueva York y nos embarcamos en el Queen
Mary rumbo a Inglaterra. El viaje duró varios meses a través de 20 ciudades.
Regresamos en barco a La Habana desde España en septiembre de 1958.
Entonces nos
instalamos en Camagüey en una casa campestre que habíamos construido en los
terrenos del central Siboney. Pero ya la revolución estaba en marcha y la
situación era muy convulsa, de modo que decidimos pasar las Navidades de 1958 y
la Nochevieja en La Habana. La revolución triunfó y todos pensamos que se iba a
establecer un nuevo orden para el bien de todos.
El 10 de enero de
1959 regresamos a Camagüey. Mi cuñado Servando, hermano de Gabino, se ocupaba
del central y mi esposo de la ganadería. El país estaba cambiando, pero
nosotros en nuestro campo vivíamos ajenos a la situación. De hecho, ese mismo
año fuimos a México y en el otoño a Texas, a la feria ganadera, a comprar un
semental cebú para mejorar la raza de nuestro ganado. Visitamos Houston, Nueva
Orleans, San Francisco y Los Ángeles.
- ¿En qué momento
empiezan a darse cuenta de que las cosas están cambiando realmente?
Ya en 1959
pusieron en marcha una primera ley de Reforma agraria que expropió las propiedades
de más de 400 hectáreas. Luego vino en 1960 la ley de Reforma urbana que le
daba la propiedad de los inmuebles a quienes los habitaban y expropiaba las
casas de quienes tuvieran más de una.
Un día vino un
miliciano a nuestra finca y le dijo a Gabino: “Escoge 50 reses para que te
quedes con ellas, que las restantes nos las llevamos”. Gabino escogió entonces 50
y el miliciano le dijo: “¿Crees que escogiste las mejores?”. Y como Gabino
respondió afirmativamente, le respondió: “Muy bien, esas 50 serán las nuestras
y ya te daremos a ti un cachito de terreno y las 50 que nos parezcan
oportunas”. Gabino lo acusó de ladrón, y el miliciano sacó una pistola y le
dijo que mejor se calmaba porque lo podía matar allí mismo sin que a él le
pasara nada.
- ¿Cuándo
salen de Cuba y hacia dónde?
Cuando Gabino le
contó a mi suegro lo sucedido éste decidió que lo mejor era que saliéramos de
Cuba por un tiempo hasta que las aguas volvieran a coger su nivel. Viajamos en
avión hacia Madrid, acompañados por mi suegro, un 30 de abril de 1960. Nunca
nos imaginamos que aquella salida era definitiva.
En el momento de pasar
los controles de salida del país los milicianos hacían registros para quitarte
todos los objetos de valor que poseías. Sabiéndolo me arriesgué a sacar la
mitad de mis joyas, dejando la otra parte con mi suegra. Tuve suerte que en ese
momento bajaron la guardia y no me las decomisaron.
- ¿Cómo
fueron los primeros años en un exilio que creían temporal?
Nos instalamos en
un apartamento que tenían mis suegros en las calles García de Paredes y Miguel
Ángel. A aquel sitio yo le puse “el piso de las paredes de goma” porque todo el
que salía de la isla venía a parar allí y siempre había sitio para más. Yo lo
veía todo muy atrasado. No había lavadora y en vez de refrigerador lo que tenían
en España era un cajón de madera llamado fresquera colgado en el exterior de
las cocinas y dando para los patios.
Recuerdo que fuimos
inmediatamente a ver a las tías de mi esposo que vivían en Caravia (Asturias).
Mi suegro regresó después a Cuba y yo quedé embarazada de mi primer hijo,
Francisco. Como nos aconsejaron no regresar a la isla empecé a descubrir cosas
que me parecían increíbles. Por ejemplo, la ropa de premamá había que hacérsela
a la medida porque no la encontrabas de tu talla en ninguna tienda. Para tomar
helados tenías que esperar a Semana Santa. Y si querías comer bacon lo que
había era panceta. Para abrir una cuenta de banco era necesario pedir permiso a
los esposos.
Ya estando en
Madrid supimos la noticia de la expropiación, en octubre de 1960, de las
empresas y fábricas que “no cumplían con los intereses de la revolución”, y
entre éstas El Encanto y el central Siboney. Cuando mi padre llegó a su oficina
de la tienda se encontró a un miliciano que le dijo: “Ya no tiene que venir más,
esto ya no es suyo, es del Estado”. Empezó entonces la salida gradual de toda
la familia.
En medio del caos
hubo anécdotas elocuentes. Por ejemplo, cuando salieron rumbo a Nueva Orleans mi
hermano Carlos, mi tío Eddy Smith Vázquez, su esposa Tere Baraibar Brunet y las
dos hijas de ambos, mi padre los acompañó al aeropuerto. Una miliciana lo
reconoció y cuando iban a pasar los controles preguntó si aquel señor era
Bernardo Solís. Le dijeron que, en efecto, era él. Entonces la miliciana dio
órdenes de que no los revisaran y los dejaran pasar porque mi padre le había
dado trabajo a su cuñada en un momento muy difícil de su vida.
En realidad, lo
que nos ayudó al principio fue que los Solís habían comprado muchas acciones en
las Galerías Preciados y venderlas nos permitió vivir por un tiempo. Hubo un
intento en 1962 de reproducir El Encanto en Madrid, exactamente en la calle
Fuencarral 56, pero la idea se desvaneció cuando en 1968 hubo que cerrarlo por
el desabastecimiento. Entre tanto nació mi hija Ana en 1963 y tres años después
mi hijo Gabino.
- ¿Hasta
cuándo pensaron que podrían volver un día a Cuba?
Las ultimas
esperanzas se desvanecieron en 1969 cuando mis suegros, Servando Diego Madrazo
y María Concepción Diego salieron de Cuba. Ellos se mantuvieron allí, aunque
pasaron cosas increíbles como cuando en 1967 mi suegro fue a su casa de
Varadero, que como ya dije quedaba en primera fila de playa, y se encontró allí
con una doméstica uniformada desconocida que le dijo que esa casa era de
alguien importante del gobierno. Cuando fue a hablar con el posta de la barrera,
pues era un reparto cerrado, éste le dijo que le daba mucha pena, pero que
habían convertido su residencia en casa de protocolo del gobierno. Un oficial
se había enamorado de la propiedad y se la había apropiado.
Fue a partir de
1969 que nuestras vidas cobraron otro ritmo pues tomamos conciencia de que
íbamos a echar raíces en España. Gabino encontró trabajo, primero en Londres,
luego en Madrid. Viajamos un poco. Mis dos hijos mayores se fueron a estudiar a
Boston, y Gabino, el menor, se convirtió en actor.
- ¿Ha
vuelvo a Cuba alguna vez?
En 1998 fui con
mi hija Ana y nos hospedamos en el hotel Nacional. La entrada no fue fácil
porque mi hija había nacido en España, pero como yo había nacido en Cuba y
entraba con pasaporte español en donde estaba marcado que mi ciudad de
nacimiento era La Habana, inmediatamente le dijeron a mi hija: “Usted entra,
pero su madre no porque ella solo puede hacerlo con pasaporte cubano”. Ya me
tenían preparada para mandarme de vuelta en el primer avión cuando a mi hija,
que trabajaba entonces en Tabacalera, el principal importador del tabaco
cubano, tuvo la idea de sacar la tarjeta del representante de esta empresa
española en Cuba. Inmediatamente nos pusieron alfombra roja y nos dejaron
entrar a las dos.
En Cuba tuve la
extraña sensación de que me vigilaban por todas partes. Lo encontré todo
decadente y muy destruido, excepto nuestra casa de Calzada, simplemente porque la
mantenía la UNESCO que instaló su sede allí. Recuerdo que fuimos a Camagüey y
nos hospedamos en el Gran Hotel. Habíamos contratado a un chofer que nos servía
de guía. Un día no lo vimos venir y nos dijeron que estaba detenido y que lo
estaban interrogando. ¡Nos quiso dar algo! En 1950, tras mi regreso de Nueva
York, La Habana me había impresionado por su elegancia. Cuarenta décadas
después tras mi primer viaje desde el exilio me impresionaba otra vez, pero
esta vez por increíble deterioro.
Luego volví con
toda la familia en 2011 porque quería enseñarles a mis nietos el país de sus
abuelos. Les mostré las propiedades que tuvimos y los lugares emblemáticos para
la familia. En la casa de Varadero un jardinero nos dijo que aquello era “una
casa de protocolo”, o sea, seguía siéndolo entonces desde que la expropiaron a
los Diego.
¿Qué puede
decir de todo lo que sucedido desde aquella salida al exilio hace más de seis
décadas?
Puedo decir que
fue una suerte que pudiéramos reconstruir nuestras vidas. Lo que más lamento es
que mi padre haya fallecido en 1963 sin ver la manera en que renacimos. Mis
tres hijos me han dado siete nietos y ya tengo cuatro bisnietos y vienen otros
en camino. Mi hermano Carlos vive en Miami desde los 1960, casado con Lola de
Armas Gutiérrez, con quien tuvo dos hijos, y también pudieron reconstruir
exitosamente sus vidas.
Cuba se ha
quedado como una asignatura pendiente. Y los cubanos se perdieron la libertad y
la modernidad que más tarde pudo disfrutar toda España.
Madrid, octubre
de 2024
Comentarios
Publicar un comentario