Entrevisto al académico Luis F. González-Cruz en Miami Beach
Entrevisto al académico Luis F. González-Cruz en Miami Beach. Una excelente oportunidad de rescatar la obra e historia de otro exiliado cubano valioso.
Conocí a Luis F. González-Cruz por puro milagro. Nada extraño, habida cuenta de que, como
él mismo lo cuenta en esta entrevista, todavía no sabe cómo pudo sobrevivir a hechos que
sucedieron con su nacimiento.
Sabía de sus múltiples y valiosos libros e investigaciones, pero no tenía conocimiento de la
existencia de la persona física. Y lejos estaba yo de imaginar que era vecino de mi madre, en
el edificio en el que ambos viven en Miami Beach. Quiere esto decir que pasó algún tiempo
antes de vincular al autor de aquellos libros de los que había oído hablar con la persona con
quien me encontraba en el parqueo, en el lobby o bajando o subiendo las escaleras del edificio
cuando estuvieron
remplazando el elevador.
No recuerdo exactamente por qué, en conversación con Olga Connor y Juan Cueto Roig, salieron a relucir los libros de Luis González-Cruz. Creo algo tuvo que ver la propia obra del dramaturgo cubano Virgilio Piñera, de quien Luis fue amigo y responsable de la primera puesta mundial de la pieza Una caja de zapatos vacía. De modo que, atando cabos, establecí la relación entre la persona que ellos evocaban y el vecino de mi madre. El aboutissement (algo así como desenlace en francés, aunque menos lapidaria que la palabra castellana) de estos azares concurrentes es esta entrevista. Entonces, dejemos que sea Luis F. González-Cruz quien nos cuente acerca de su vida, su obra y de otros acontecimientos de interés.
Me gustaría nos hablara de sus orígenes
Nací con el cordón umbilical enredado en el cuello, de modo que hubiera podido estrangularme. El médico de turno me tiró sobre una cubeta al descubrir –o creer– que estaba muerto, pero una de las enfermeras me tomó en sus manos, desenroscó el cordón, con un boca a boca me resucitó.
Esto ocurrió en La Clínica de la Caridad, en Cárdenas, provincia de Matanzas, un 11 de diciembre de 1943. El día 14 le dieron de alta a mi madre, Alicia María de la Cruz Ramos, y regresó a la casa conmigo. Pocos momentos después de habernos acomodado en el auto de mi padre, Francisco Eleodoro González Estenoz, antes de arrancar, se oyó un aparatoso estruendo dentro del edificio de la clínica. Algo catastrófico había ocurrido: en el cuarto que mi madre y yo habíamos ocupado parte del techo se desplomó y la cuna donde yo había estado durmiendo minutos antes, quedó destruida y sepultada por los escombros.
Vivíamos en el poblado de Coliseo, donde mi padre, médico, y mi madre, maestra normalista,
establecieron su residencia y ejercieron sus profesiones. Eran originarios de Agramonte, otro pueblo de la misma provincia, y se conocieron de pequeños en la primaria. No había casi diferencia de edad entre ellos. Antes que yo, en 1941, ya habían tenido una niña – mi hermana Alicia Georgina.
Crecí y viví en Coliseo hasta 1953. Nos mudamos luego por mi salud a una nueva casa en Varadero, buscando el aire marino que podría aliviar mi bronquitis asmática severa. Mis padres eran apasionados lectores de la buena literatura y sus libros fueron cayendo en mis manos desde mi infancia, comenzando por aquellos que creían que se ajustaban mejor a mi edad. Mi primer poema rimado, compuesto cuando tenía 6 años, fue algo así como un regalo mío a mi madre por su cumpleaños. Este fue el primer indicio, tal vez, de que buscaría como adulto el camino de las letras, aunque mi padre siempre insistió en que me dedicara a
la medicina. Su empeño no fue del todo inútil porque llegué a obtener diplomas de Técnico de Rayos X y Técnico de Laboratorio de Salud Pública en el renombrado Instituto Finlay de La Habana.
¿Qué
recuerdos tiene de Coliseo y cuáles de Cárdenas?
Los recuerdos que tengo de Coliseo y de Cárdenas los he recogido en mi primera novela Olorun’s Rainbow, publicada primero en inglés por First Books Library, en 2001 y, luego, en español bajo el título de El arco iris de Olorún (Ediciones Universal, 2005). Este material, que es casi autobiográfico, describe a varios personajes clave del pueblo y de la novela. Desde la tía que se ve engañada por el novio y trata de suicidarse, hasta la meretriz que hace que el pretendiente caiga en la red de la lujuria.
Pero Coliseo era un pueblo tranquilo y pequeño. Tenía siete manzanas de largo y dos de ancho. Lo limitaban, al norte, un terraplén que corría paralelo los rieles del ferrocarril y una estrecha llanura desde la cual se elevaban unos cerros. Al este, había una carretera asfaltada que llevaba a Cárdenas y al sur, se extendía la Carretera Central y al otro lado de la vía había numerosos terrenos sembrados, el cementerio y la cadena montañosa de la cual formaba parte la Loma del Jacán, en cuya cima se hallaba una ermita con un Cristo (destacado lugar de peregrinación). Finalmente, al oeste, estaba flanqueado por un puente, parte de la Carretera Central que, al hacer un giro de 90°, pasaba sobre las vías del ferrocarril. No había gran posibilidad de expansión, aunque a duras penas Coliseo fue creciendo irregularmente desde que lo visité por última vez en 1998.
Allí, de niño,
tuve un caballo que me regaló mi abuelo materno. Con él disfrutaba de mis paseos por el campo los fines de semana hasta el día que un tren lo golpeó y lo
mató, antes de que nos fuéramos a Varadero. En cuanto a Cárdenas, fue mi lugar
de estudios a partir del quinto grado.
¿Dónde
cursó la primera escolaridad y lo que vino después?
La escuela
primaria la cursé hasta el cuarto grado en Coliseo en su única escuela pública, donde enseñaba mamá. El resto, en Cárdenas, en donde hice el bachillerato en su
Instituto. En esa ciudad también trabajaba mi padre como radiólogo en dos
hospitales por las tardes, después de ver como médico general, en las mañanas,
a pacientes en su consultorio privado de Coliseo. Los estudios superiores los
cursé en La Habana.
¿Qué
recuerdos tiene del “golpe” y de la situación del país?
Mis recuerdos
del golpe de Estado de 1952 son muy vagos. Tenía solo 8 años. A esa edad no se
piensa en política. Nada cambió en cuanto a mis distracciones, lecturas o
estudio. El otro “gran acontecimiento”, el 1° de enero de 1959, sí lo viví a
plenitud y cambió el rumbo de mi vida y, por lo visto, el destino también de
nuestra patria y el de otros países de América Latina.
Durante los años del “batistato”, era muy joven para involucrarme en actividades contra la tiranía, pero estaba muy al tanto de lo que ocurría. Mi padre hacía llegar a los “rebeldes” cajas con múltiples productos médicos a través de ciertos mediadores cuyos nombres nunca supe. De modo que él contribuía de algún modo a apoyar a aquellos que suponíamos nos iban a liberar de la opresión del déspota.
Sólo en una
ocasión me vi envuelto en un conflicto de carácter político y sucedió cuando un
grupo de estudiantes “activistas” del Instituto inició una huelga e hizo una
manifestación fuera del plantel. Llegó la policía y comenzó a disparar al aire
para dispersar a los huelguistas y entre ellos estaba yo. Una bala cruzó muy
cerca de mi cabeza hiriendo levemente el costado de mi cuello. El resultado de
todo aquello fue que mis padres, muy preocupados por lo que pudiera ocurrirme,
me hicieron cambiar de colegio, en contra de mi voluntad, y me enrolaron en la
escuela particular La Progresiva para continuar mis estudios.
¿En
qué circunstancias específicas le sorprende el 1° de enero de 1959?
El 1° de enero
de 1959 volví al Instituto, donde terminé mi bachillerato. Lo que parecía una
revolución salvadora pronto se reveló como un auténtico fraude y lo comprendí enseguida. A los 16 años y poco más después del advenimiento del “castrismo”, decidí
probar fortuna y me fui a Estados Unidos, en 1960, acogido por un matrimonio
americano que se ocupó de mí como si yo hubiera sido un hijo más. Los había
conocido antes, de niño, en un viaje que hice a la Florida invitado por los
“Rotarios”.
Entonces me
hospedé en su casa. Mis nuevos tutores me matricularon de inmediato en lo que
era entonces el Palm Beach Junior College y comencé a recibir clases que me
llevarían a los estudios de “Pre-Médica”. Pero uno de mis compañeros, quien
tenía un hermano vinculado con los grupos anticastristas de Estados Unidos, me
mantenía al tanto de las acciones que se planeaban y, bien informado, decidí
regresar a mi país justamente una semana antes de la invasión de Bahía de
Cochinos. Quería acompañar a mis padres y hermana, y estar presente cuando
nuestra Isla fuera liberada de su nueva tiranía. El fracaso de la invasión, aquella
empresa “salvadora”, cambió otra vez el rumbo de mi vida.
¿Qué
ocurre después?
Tanto mi padre
como yo nos vimos agobiados por las dificultades que se avisoraban. Por su influencia
inicié los programas de Laboratorio Clínico y Rayos X en La Habana. Con mis
diplomas en mano, en 1963, comencé a trabajar como profesor de Química en una
de las escuelas de becados de Miramar patrocinadas por el gobierno. Al mismo
tiempo me empleó el Hospital Ortopédico como laboratorista.
Por las
noches, asistía a la Universidad de La Habana y tomaba clases en lo que se
llamaba la “Carrera Profesoral de Química”. Alentado por una vieja profesora de
esta asignatura que tuve en el Instituto y gracias a la cual obtuve mi primer
empleo docente, decidí participar en una convocatoria que, gracias a un examen
que se daría a los pocos aspirantes que había para la plaza de supervisor de
Química de las escuelas del plan de becados, me daría una posición algo
prestigiosa dentro del programa del cual era parte.
Pero, la gran
frustración llegó el día del ansiado examen. La pregunta inicial fue hacer un
recuento e interpretación del discurso de Fidel Castro conocido como “Segunda
Declaración de La Habana”. Yo no había ido a la plaza de la Revolución a
escuchar al “líder”, no había leído esa “Declaración”, ni me importaba en lo
más mínimo. Devolví el papel en blanco. Ese día decidí que era imposible
permanecer en aquel infierno e inicié las gestiones para emigrar. El proceso
fue muy lento, pero mi estancia de unos pocos años en La Habana me permitió
realizar algunos pequeños proyectos literarios y conocer a ciertas figuras que
ayudaron a definir mi futuro.
¿En
que condiciones se produce su salida para Madrid?
El 5 de mayo
de 1965, volé de La Habana a Curazao, de allí a Lisboa y finalmente a Madrid,
donde solicité de inmediato el permiso de entrada permanente a Estados Unidos.
En España, donde nunca tuve intenciones de quedarme, estuve varios meses. Entre
los documentos que entregué para obtener la visa estadounidense figuraba un
contrato de trabajo del Magee Women’s Hospital, en Pittsburgh, estado de
Pennsylvania, como laboratorista en su “banco de sangre”. El documento me había
sido enviado por un médico cubano amigo de mi padre que trabajaba allí. En los
primeros días de septiembre de ese año viajé a Pittsburgh, con escalas en
Londres y New York. En aquella ciudad del Norte transcurrieron los próximos 29
años.
¿Cómo
fueron sus tres décadas de vida académica, quiénes frecuentaba, qué enseñaba?
Un año después
de mi llegada ingresé al Departamento de Lenguas y Literaturas Hispánicas de la
Universidad de Pittsburgh (sede, por tres décadas, de la Revista
Iberoamericana). Combinaba mis estudios con mis labores de instructor de
español del Departamento. Sus profesores titulares, invitados por uno o más
semestres, y los visitantes fueron inspiradores para mí. Entre estos, recuerdo
a Emilio Carballido, Daniel Devoto, Julio Matas, Jorge Guillén, Octavio Paz,
Manuel Puig, Raimundo Lida, Matías Montes Huidobro, Guillermo Cabrera Infante,
etc.
En 1968
terminé mi licenciatura, con una tesis dedicada mayormente a la obra de
Virgilio Piñera, y en 1971 el doctorado con honores, tras completar una tesis
sobre Pablo Neruda que poco después se convirtió en mi primer libro de crítica
literaria. Lo digo no por falta de modestia, sino porque fue lo que motivó mi
ascenso inmediato, en medio del “año académico”, en Penn State University (The
Pennsylvania State University) donde desde hacía un año había sido contratado
como instructor de español.
En Penn State
University ejercí la docencia 25 años. Impartí varias asignaturas, incluyendo
literaturas comparadas. Recuerdo que enseñé en colaboración con una profesora
de Inglés la obra de T. S. Eliot, Pablo Neruda, Walt Whitman, César Vallejo,
Ezra Pound y Federico García Lorca. Pero también me especialicé e impartí
civilizaciones precolombinas que por su aceptación tuve que recurrir al teatro
de nuestro recinto, donde se podían acomodar a más de 100 alumnos.
Siempre
escribí poesía. En 1975 publiqué mi primer poemario bilingüe: Tirando al
blanco / Shooting Gallery. Pero la universidad daba muy poca importancia a las
publicaciones de creación literaria. Se interesaba mucho más en artículos y
libros académicos dentro. Siendo fiel al refrán de moda en aquel mundo “Publish
or perish” [“Publica o perece”], me consagré casi a las tareas que importaban
para mi carrera. Numerosas revistas literarias de Estados Unidos y otros países
fueron incluyendo a través de los años muchos de mis artículos.
¿Qué
libros publicaste en ese periodo?
El primero fue
Pablo Neruda y el Memorial de Isla Negra. Integración de la visión
poética (en Ediciones Universal, 1972). A éste siguieron: Pablo Neruda,
César Vallejo y Federico García Lorca. Microcosmos poéticos (Las Américas
Publishing Company, 1975), Neruda. De Tentativa a la totalidad
(Anaya-Las Américas, 1979) y Fervor del método. El universo creador de
Eugenio d’Ors (Editorial Orígenes, 1989), que tuvo la fortuna de ser finalista
en el concurso literario “Premios Letras de Oro” de 1987. También publiqué una
edición crítica de Una caja de zapatos vacía, de Virgilio Piñera
(Ediciones Universal, 1986).
Justamente
sobre Virgilio Piñera y
su amistad con él quería que nos hablara…
La amistad con Virgilio Piñera data
de cuando yo vivía en un apartamento de la calle O esquina a
Humboldt. Lo conocí a los 19 años, en 1962, cuando yo comenzaba a
escribir poesía y a interesarme en cuestiones literarias y teatrales. Pero
me llevó a su casa un asunto inusitado. Acababa
de graduarme de técnico de laboratorio y trabajaba en el Hospital Ortopédico,
dedicando buena parte de la mañana a hacer extracciones de sangre. Virgilio
necesitaba a alguien que le administrara ciertas inyecciones (algunas intravenosas),
dos veces por semana, y por recomendación de un amigo común, que trabajaba
también en el hospital, fui yo quien comenzó a realizar esta labor y a hacerle
las programadas visitas durante largo tiempo, en las que, después del requerido
pinchazo, había dilatadas conversaciones sobre los temas que más le
interesaban.
Durante esas conversaciones
se enteró de que yo escribía poesía, que había leído ya mucho y que la
literatura me apasionaba. Leyó algunos de mis poemas y me alentó a que siguiera
escribiendo. Nos veíamos con frecuencia y esta amistad se mantuvo, incluso
después de mi partida, por correspondencia, hasta su muerte en 1979. Él tenía
intenciones de publicar en las ediciones Erre un poemario mío, pero el plan se
frustró con mi salida de la Isla.
Cuando completaba mis estudios
para el doctorado ya había comenzado a escribir sobre la obra de Piñera. Había
una profesora que fue a Cuba en 1969 invitada por el Gobierno, se puso en
contacto a petición mía con el escritor. Virgilio le dio un sobre sellado que ella
pudo traer porque no la revisaron la salida de la Isla. Contenía
correspondencia personal, breves escritos, su libro de poesía La vida entera
y una copia (al papel carbón) de Una caja de zapatos vacía. Debía
guardar este último tesoro y esperar, pues intentar su publicación en los
Estados Unidos hubiera podido perjudicar al dramaturgo. Y tampoco podría
hacerlo sin contar con su autorización escrita.
Una caja de
zapatos vacía vio la luz varios años después de su muerte, cuando
obtuve los derechos de autor correspondientes a través de su hermano Humberto.
Transcribí con calma, transcribir la copia que tenía, en ocasiones difícilmente
legible, por lo gastado del papel carbón que Piñera usaba demasiadas veces. El
manuscrito que me llegó tenía múltiples anotaciones, correcciones a mano para
cambiar palabras o frases por otras, y hasta se añadió o eliminó algún texto. Ediciones
Universal se ofreció para publicar cuanto antes mi edición crítica de la obra.
En Cuba, el dramaturgo Rine Leal planeaba
una publicación de las obras completas de Virgilio, y al aparecer mi edición de
Una caja de zapatos vacía en los Estados Unidos, en 1986, y enterarse, me
escribió interesado, pidiéndome que le enviara un ejemplar. Así hice y durante nuestra
correspondencia me informó que no incluiría Los siervos (obra de Piñera
publicada en la revista Ciclón en 1955), pero no me daba explicaciones
de los motivos. Esta pieza, dicho sea de paso, por su contenido anticomunista,
había sido excluida antes, al publicarse en 1960 su primer Teatro completo.
Hoy, es claro que la diatriba política de Piñera en Los siervos era tan
polémica que ni el Sr. Leal se atrevía a darla a conocer en el nuevo volumen
que preparaba.
¿Qué acogida tuvo Una caja de
zapatos vacía?
A pesar de haber sido escrita trece años después que Los siervos, la
obra causó una gran conmoción, y no en La Habana, sino en Miami, tras su
estreno mundial realizado por Teatro Avante en 1987, durante el Segundo
Festival de Teatro Hispano. Los que vivimos aquel evento sin precedentes
recordamos el Teatro de Bellas Artes abarrotado noche tras noche, y la polémica
que se generó a partir de su puesta en escena cuando a una periodista
izquierdista de The Miami Herald le pareció detestable porque hacía
alusiones demasiado obvias al régimen castrista, incorporaba la irrupción de
unos milicianos en la casa de Carlos, el protagonista, y dotaba de música
algunas tiradas del segundo acto. Sus acusaciones tuvieron respuesta inmediata
en el mismo periódico, que contaba entonces con un jefe de redacción imparcial,
dispuesto a publicar críticas que no coincidieran con las de sus reporteros.
Día tras día,
por más de una semana, aparecieron en aquellas páginas alegatos, defensas de la
producción y aclaraciones (dos de ellas mías, por cierto) que trataban de
situar políticamente a Piñera en el lugar que le correspondía. En Una caja
de zapatos vacía, Carlos se adiestra en el sufrimiento y las torturas que
tarde o temprano padecerá en la sociedad brutalizada donde vive para estar
preparado y poder sobrevivir cuando le llegue el momento. Comentario semejante
al de Dos viejos pánicos, donde el juego a morirse tiene el objetivo de
ahuyentar la muerte, de meterse en ella para romperla desde dentro.
No quiero dejar
pasar esta oportunidad para aclarar un asunto que considero de suma importancia
en el teatro de Piñera. El Premio de la Casa de las Américas por su obra Dos viejos pánicos, en 1968 en La Habana, fue el último reconocimiento
“oficial” a su obra antes de su muerte en 1979. Esto fue por “equivocación”.
Piñera había comentado con sus amigos, como era su costumbre, algunos
pormenores de la pieza, pero el texto mismo nadie lo había visto. Cuando
decidió que su obra debía concursar, le asignó un nuevo título y se tomó el trabajo de hacer cambios en sus personajes, que originalmente eran dos hombres.
Los convirtió en hombre y mujer, y los llamó Tabo y Tota. Así evitaba que los
jueces y los encargados de los manuscritos, pudieran identificarlo como el
autor. En cartas suyas me confió que los protagonistas se habían llamado
inicialmente, Rin y Ran, y que había titulado su pieza Los Rinranistas.
Piñera presentó
su obra de forma anónima. El jurado que la premió, aunque contaba con un cubano
que era Vicente Revuelta, estaba mayormente compuesto por autores internacionales
como Max Aub, Hiber Conteris, José Celso Martínez Correa y Manuel Galich.
Cuando los organismos oficiales de la cultura revolucionaria advirtieron que Dos
viejos pánicos era de Piñera, no pudieron hacer nada para alterar el curso
de los acontecimientos. Vale apuntar que para el siguiente concurso cambiaron
las reglas y no admitieron obras sin la identificación del autor.
¿Pudo conocer a otros autores
cubanos de la época? ¿A personas del círculo de Piñera?
Conocí someramente por aquella época a José
Rodríguez Feo, gran aliado de Piñera y a escritores que comenzaban a destacarse
o ya establecidos: Rogelio Llopis, Severo Sarduy, Calvert Casey, Matías Montes
Huidobro, José Triana, Antón Arrufat, Guillermo Cabrera Infante. Entablé cierta
amistad con “el padre de la poesía de la ciencia-ficción”, Oscar Hurtado, cuyo
libro, La ciudad muerta de Korad, de 1964, fue objeto de una reseña mía muchos años después.
También leí las primeras ediciones de Catálogo de imprevistos (relatos) y de La crónica y el suceso (teatro), de Julio Matas, con quien mantuve contactos a partir de entonces hasta su muerte en 2015. Iba a cuanto espectáculo (dramático o musical) se presentaba en La Habana durante mi corta estancia de cuatro años en la capital, si esto no interfería con mis clases en la Universidad, siempre por la noche. Asistí a la puesta en escena de obras que quedaron por mucho tiempo en la memoria colectiva de los diletantes del teatro: Falsa alarma y Aire frío (de Piñera), Gas en los poros (de Montes Huidobro), La soprano calva (de Ionesco, dirigida por Julio Matas), El perro del hortelano (de Lope de Vega, codirigida también por Matas), entre otras.
Las publicaciones de los autores cubanos que
realizaba Piñera en las ediciones Erre llegaban enseguida a mis manos y con
ellas fue creciendo mi colección de libros que quedaron en Cuba cuando me
marché definitivamente. Por ser algo tímido y poco gregario, aparte de que era muy joven y lo que había escrito hasta entonces no se había publicado, no
pertenecí a ningún grupo artístico o intelectual. De modo que mi verdadera
“vida literaria” comenzó mientras cursaba mis estudios en la Universidad de
Pittsburgh y luego como profesor de Penn State University.
Vinieron
otras publicaciones…
En efecto, Cuban
Theater in the United States. A Critical Anthology (Bilingual Press / Editorial Bilingüe, 1992), otra edición crítica de El día empieza a volar,
del poeta cubano Moisés Wodnicki (Latin American Literary Review Press, 1996) y
Three Masterpieces of Cuban Drama. Plays by Julio Matas, Carlos Felipe, and
Virgilio Piñera (Green Integer, 2000).
Los poemas que
fui escribiendo por aquellos años se reunieron en una colección que titulé Disgregaciones
para la editorial madrileña Catoblepas, en 1986. El último poemario, hasta hoy,
es Sonsoneto, publicado por Alexandria Library, en 2016.
Mis
actividades en el mundo de las letras recibieron un temprano reconocimiento,
totalmente inesperado para mí, cuando fui incluido en dos rigurosos y
selectivos diccionarios publicados por Greenwood Press: Biographical
Dictionary of Hispanic Writers in the United States (1989) y Dictionary
of Twentieth-Century Cuban Literature (1990). El adjetivo temprano
que he utilizado no es fortuito puesto que esta “distinción” se adelantaba a la
publicación de mis novelas y de Sonsoneto, tal vez la colección más
representativa de mi quehacer poético.
Mis cuentos han aparecido en revistas y ediciones, pero nunca los he
reunido en un libro. Un caso curioso es el de mi relato “Lázaro volando”, uno
de los premiados por la Revista Chicano-Riqueña en 1980 y publicado en
antologías en 1982, 1993 y 2005 (sin haberlo yo siquiera autorizado).
Tengo
entendido que participó también en la fundación de revistas…
En 1977 surgió
la idea de fundar la revista literaria Consenso, que dirigí durante tres
años y cuyo primer número estuvo dedicado a Jorge Guillén, con quien mantuve
amistad el resto de su vida. Publicamos poemas suyos inéditos, hermosamente
impresos, acompañados de copias de los manuscritos originales, en “puño y
letra” del propio Guillén. A él, después de su estancia en Pittsburgh, lo vi
sólo una vez más, en París, en 1971. Y a partir de 1978 ejercí el cargo de
miembro del consejo evaluador de proyectos presentados a la National Endowment for the Humanities, y al año siguiente comencé a realizar una labor similar con
el National Research Council, ambas instituciones establecidas en Washington,
D.C., con las cuales colaboré hasta mi jubilación en 1994.
¿Tiene
alguna nostalgia de su época de docente en Pensilvania?
De todo lo que
me rodeó durante mi larga estancia en Pensilvania, lo que más añoro y echo de
menos es el contacto con mis estudiantes. Algunos de ellos, después de 30 años
de haber dejado yo la enseñanza, todavía me escriben y hasta me visitan. La
ciudad de Pittsburgh fue parte esencial de mi desarrollo cultural, pues tenía
numerosas universidades y centros docentes que ofrecían, a diario casi,
programas de todo tipo (música, teatro, conferencias, exhibiciones, etc.).
Además, venían a la metrópolis las producciones importantes que se estrenaban
en Nueva York y las grandes figuras de las artes. Por su “relativa” proximidad,
lograba escaparme a Washington D.C. o a Nueva York de cuando en cuando para
disfrutar de presentaciones especiales que me interesaban.
¿Como
fue su primer regreso a Cuba?
Desde mi
salida de Cuba, en 1965, hasta que el gobierno castrista abrió, con grandes
limitaciones, las puertas de la Isla en 1979 para que los exiliados pudiéramos
volver a reunirnos con nuestros familiares, pasaron 14 años.
Fui uno de los
primeros en regresar para ver a mis padres, a mi hermana y al resto de mis
seres queridos que habían quedado atrás. La semana única que se nos autorizaba
a permanecer allí me resultó insuficiente. La carga emocional que tuvo aquel
encuentro para “ellos” y para mí fue muy traumático, a tal punto, que tuve que
regresar unos meses después para asegurarme mentalmente que todo lo que había
visto y palpado durante el primer viaje de regreso era cierto y que continuaba
existiendo. Me parecía que aquello lo había soñado.
Recuerdo un
simple evento que ocurrió en mi casa de Varadero durante aquella visita.
Durante la primera comida que nos reunió a todos juntos en casa, se puso
y se adornó la mesa en mi honor como en los buenos tiempos. Cuando desdoblé la
servilleta que me habían puesto para ponérmela sobre las piernas, vi que estaba
agujereada y muchos de los orificios habían sido remendados con hilos de
diferentes colores. Deduje que, si la servilleta asignada al huésped
estaba así, las demás debían estar peor. Lo vi como una señal del deterioro que
todo y todos habían sufrido. Y no me pude contener. Sentí un nudo en el pecho e hice lo que hasta entonces no había hecho, ni siquiera en los momentos más
emotivos de mi llegada: comencé a sollozar sin control y, volviéndome hacia mi
hermana, sentada junto a mí, busqué refugio en ella y la abracé fuerte, buscando
consuelo.
Volví a la Isla diez veces más hasta 1998. Después de la muerte de mis padres no volví. A mi hermana continué viéndola, ya no en Cuba, sino en España, pues con el nuevo siglo comenzó a viajar a Alcalá de Henares para pasar gran parte del tiempo con su hija (mi sobrina) que se hizo abogada en España y ejercía en aquella ciudad. Mi hermana visitaba a uno de sus dos hijos varones en la casa de Varadero cuando murió repentinamente, en 2022, a los 81 años de edad.
¿Ha
tenido relaciones con el grupo de exiliados cubanos en Miami?
Tuve muy poco
contacto con el núcleo del exilio antes o después del éxodo de Mariel. No fue
hasta 1994 cuando comencé a relacionarme más con intelectuales y escritores. La
excepción fue mi actividad teatral con el grupo Teatro Avante, patrocinador del
Festival Internacional de Teatro Hispano de Miami, a partir de la puesta en
escena que realizó en 1987 de Una caja de zapatos vacía, de Virgilio
Piñera, puesto que tenía yo los derechos de autor de la obra. A partir de ese
momento colaboré por muchos años, desde Pittsburgh primero y residiendo en
Miami después, con el Festival como crítico teatral, miembro de su Componente
Educativo y evaluador del evento, nombrado para esto por la Florida Endowment
for the Humanities.
¿De
dónde viene su interés por el dios yoruba Olorún?
Esta pregunta
me obliga a una breve auto exégesis, porque tiene que ver con lo que considero
centro de toda mi obra. Pienso en las tres novelas que se conocen como “la
trilogía de Olorún”. Sus títulos son El arco iris de Olorún. Anatomía de un
cubano soñador; Las nalgas de Olorún. El gran Premio de F.B.;
y Frente al espejo de Olorún. El fin del baile. Las tres fueron
publicadas por Ediciones Universal, en Miami, en los años 2005, 2010 y 2013.
850 páginas si las juntamos. Siempre concebí la idea de una novela en tres
partes. La trilogía quedó terminada, aunque en el presente trabajo en otra
novela que de algún modo complementa las anteriores.
Olorún es el
Dios supremo de los yorubas, dueño de la vida, el sol, la claridad. Te aclaro
que se pronuncia “Olorun”, sin el acento que yo le añadí para que sonara más
poético en mis títulos. Pero los temas de la “Santería” y las religiones
afrocubanas no son más que un telón de fondo en mis novelas que me permite
divagar sobre el carácter y significado de Dios, de nuestro Dios, del
Dios de todos, llámese como se llame. Los que se interesen realmente en el tema deben consultar los estudios y libros de especialistas tales como Rómulo
Lachatañeré, Lydia Cabrera, Fernando Ortiz, Mercedes Cros Sandoval, Natalia
Bolívar Aróstegui, y otros.
¿Puede
hablarnos de su trilogía?
En mi
“trilogía”, el personaje de Bruna es verídico: una mujer de la raza negra, a
quien mucho quería, vecina de mi familia en Coliseo. Fue ella quien me instruyó
en los secretos de sus creencias. En un pasaje de mi segunda novela escribí que
ella y yo, reunidos en una sola alma alcanzábamos la
altura de los dioses mediante distintas revelaciones. Su dios y el mío,
fundidos en uno, estaba presente en aquellos momentos de arrobamiento
que tiene el protagonista Francisco, pero, según éste expresa, se
imaginaba a ese Dios como un ente amorfo e irrepresentable, aunque poderoso.
Cuando trataba de precisar su figura y visualizarlo, lo único que conseguía
siempre era verlo de espaldas, con las nalgas al aire, tal como lo había
pintado Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina. Francisco empeñó en
encontrarlo para verlo de frente, de hombre a hombre (o sea, “de Divinidad
a hombre”), estudiar su cara, y, guiado por su instinto, trazar un mapa que lo
llevara hasta Él.
Trato de probar que Olorún es el nombre original del Dios Supremo mediante un metódico estudio lingüístico que muestra cómo en las lenguas semitas de los fenicios, la de los cartaginenses y la de los judíos, el nombre fue cambiando de Olorún a Elorún, a Elohún, a Elohín, o sea, Elohim, el que al fin utilizaron los judíos antes de que se hicieran más comunes los de Jehová y Yavé que aparecen en la Biblia. En ningún momento he querido burlarme del del dios de la cultura afrocubana, sino elevarlo a la categoría de dios único. El dios que yo presento es un dios humano y por eso se aburre, es caprichoso, se burla, hace acertijos. ¿Por qué? Pues porque Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, con sus virtudes y defectos, de modo que, tal como ocurre en la tercera novela, al mirarnos al espejo vemos a Dios y ese Dios tiene que ser una réplica del ser humano (de los seres humanos) que Él creó, aunque, claro, como apunta la novela, Él no se corrompió tanto como sus hijos a través de los tiempos.
En El arco iris de Olorún, drama y comedia
se funden mediante insólitos recursos literarios. Francisco, no siempre puede
distinguir entre lo real y lo maravilloso. La negra santera Bruna lo ayuda a
reafirmar sus orígenes afro-caribeños. Al final, encontramos una pieza teatral
en la cual los personajes adquieren vida propia y reflexiono sobre el sentido
de la vida, los estragos causados por la locura hereditaria, el inevitable
destino del hombre y su posible desaparición de la faz de la tierra. La novela
ocurre en Cuba, España y Estados Unidos. En un viaje de visita a la Isla,
Francisco se apiada de un joven en apariencia desequilibrado, Mendel (tal vez
hijo suyo), cuya madre asegura que es fruto de una tarde de locura sexual en el
Instituto de Cárdenas cuando Francisco era su alumno adolescente.
Las nalgas de Olorún, rompe del todo con los moldes del género de la novela. El ojo de una cámara, del espectador o del lector, penetra un mundo de desencantos, alegrías y sorpresas que configuran la conflictiva existencia del personaje central, quien pasa con frecuencia de lo sublime a lo ridículo. Trato de sugerir, con intención desacralizadora, que toda acción humana es parte de un perpetuo juego que el hombre se inventa para dar peso y sentido a la intrascendencia de su breve existir.
El tono humorístico prevalece en Frente al
espejo de Olorún (que estuvo en la lista de libros más vendidos de The
Miami Herald en 2013), la última parte de la trilogía, en la cual Francisco sufre vicisitudes que en su demencia atribuye al destino que le
trazan sus dioses tutelares, aunque en definitiva lo forje él mismo con su
conducta. El espíritu de Bruna y el Dios Supremo Olorún le tienden trampas o le
ofrecen enigmáticas soluciones a sus problemas existenciales. El recorrido del
personaje es símbolo de nuestro propio viaje que regresa siempre al punto de
partida. Uno de los puntos culminantes en la novela es el diálogo de Francisco con Dios en el Templo del Diente en Kandy, Sri Lanka, donde por fin el
protagonista ve la cara del Ser Supremo.
En las dos últimas novelas existe algo que me ha
interesado mucho como crítico y como creador: la “contaminación de los géneros
literarios”. En ellas, aparte de la narración en primera persona, hay
interrupciones que realiza otro personaje, el editor, para aclarar y aun
corregir los defectos que encuentra en lo que ha escrito el “autor /
protagonista”; varias obras dramáticas que nos permiten ver a los personajes vivos en un escenario; la mencionada cámara que filma, a manera de
documental, algunos pasajes; acertijos; poemas que se integran a la trama;
erratas consentidas; cartas; historias intercaladas y sueños que enriquecen la historia.
Un viaje de dos meses en barco alrededor de
Sudamérica es el núcleo de Las nalgas de Olorún. Otro semejante, de
cuatro meses, alrededor del mundo, en lo que fuera el famoso buque Queen
Elizabeth II, me permite narrar muchos fragmentos como si fueran parte del
diario de viaje del protagonista. Simbólicamente, sugiero que lo que voy
contando no es más que el mismo viaje de la vida en que todo acontece hasta llegar al punto de partida que, paradójicamente, es el sitio de un nuevo
comienzo. Así lo aclara Bruna para concluir mi narración: “No hay final. El
final es siempre el principio. Por ahora, Olorún está satisfecho”.
Las tres novelas (y también mi poemario Sonsoneto)
tienen hermosísimas cubiertas cuyos dibujos fueron diseñados por el espléndido
pintor cubano Mario Torroella, radicado en Boston. El cuadro de la portada de El
arco iris de Olorún, un Cristo en la cruz con dos cabezas, una blanca y
otra negra, fue adquirido por el comediante Guillermo Álvarez Guedes (quien
detrás de su máscara escénica, que rayaba en lo procaz, ocultaba a un legítimo
intelectual). El segundo quedó en manos del pintor y el tercero lo atesoro yo y
cuelga en una de las paredes de mi casa.
Tuvieron muy acogida tengo
entendido…
Debo aclararte,
amigo William, que de tanto leer y de tanto aburrirme con lo que tenía que
estudiar y reseñar, tuve muy en cuenta las faltas de otros para evitar, en la
medida de lo posible, los errores que notaba en algunos escritores. Me propuse,
así, al hacer yo mi propia obra creadora, entretener al lector, sobre todo,
aunque de algún modo expusiera tesis o ideas de carácter serio o hasta
filosófico. Un entendido lector me dijo una vez que una de mis novelas era sabrosa.
Puesto que ya se había comentado que mi trilogía de Olorún era una obra de
cómoda lectura, pensé, inevitablemente, que tal vez hubiera logrado que fuera
como aquella desaparecida cerveza cubana, Cristal: “clara, ligera y sabrosa”,
según anunciaba su lema.
¿Pueden encontrarse todavía algunas
de sus obras más allá de en bibliotecas y archivos?
No
se consiguen fácilmente en librerías, excepto la antología de teatro Three
Masterpieces of Cuban Drama. Algunos todavía están disponibles en Amazon.
Todas se conservan en la Cuban Heritage Collection de la Biblioteca Richter de
la Universidad de Miami, a la que di los “derechos de autor” y, por tanto,
podría autorizar que se reediten. Pienso, en particular, en mis novelas
publicadas por ediciones Universal cuya librería desapareció hace pocos años.
En la colección de la Universidad de Miami también se encuentran archivados
todos mis artículos de crítica literaria, documentos personales, cartas
universitarias y múltiples reseñas de mis obras. Mis libros, sin excepción,
publicados a partir del año 2000, incluyendo la popular antología Three
Masterpieces of Cuban Drama, han sido parte de la Feria del Libro de Miami
—evento que se lleva a cabo anualmente— y presentados en ella.
Se
jubiló en 1994. ¿Por qué tan joven?
Mi jubilación
la decidí a una edad en que todavía podía correr por la playa y disfrutar de
todo lo que me ofrecía mi relativa juventud de los 50 años. Pero hubo varios
factores que me impulsaron a dejar las aulas de Penn State University.
Necesitaba mi tiempo para escribir. Excepto por mi libro sobre Eugenio d’Ors,
mis más “contundentes” publicaciones se han realizado durante mi retiro. Luego,
mis deseos de vivir en un clima que se pareciera al de la Isla. Y por ardides
que tramaron los dirigentes izquierdistas de mi departamento académico (aunque
no me conste), quienes me usurparon un “galardón”: el rango de “Profesor Distinguido” al que había sido recomendado por el director de mi universidad. Los detalles sobran en esta entrevista y ya
no me importan ni a mí mismo. Pero aprendí que el amiguismo, con frecuencia
interesado, abre muchas puertas; a ellas jamás me acerqué o toqué y, por
consiguiente, en esta ocasión se me cerraron. La adulación no fue nunca parte
de mi naturaleza.
¿Ha
pensado en regresar a Cuba?
No tengo
intenciones de volver a Cuba. Un viaje a cualquier lugar fuera de mi entorno
hoy día me resultaría gravoso pues recibo tratamiento de diálisis tres veces
por semana en un centro de la ciudad de Miami. Aunque existen muchos lugares
que ofrecen este servicio, no creo que en cualquier sitio encuentre las
condiciones de higiene y cuidado que hallo aquí. Un trasplante de riñón
frustrado me ha obligado a vivir de este modo sin esperanzas de otra cirugía,
que sería sumamente riesgosa por mi edad.
Miami Beach,
diciembre de 2024
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