Entrevista en Madrid a María Josefa Calafat Moya
Entrevisté en Madrid a la cubano-española María Josefa Calafat que, con sus 94 años, me pareció llena de vida y de humor. Trayectoria increíble, como la de muchos compatriotas exiliados. Les dejo la entrevista en Cubanet, enlace a continuación y copiada al final.
La entrevista tuvo lugar en casa de Patricia Larrinaga de Luis, y llegamos a ella gracias a Margarita Larrinaga que fungió de intermediaria durante un almuerzo aprovechando la visita de Uva de Aragón, que vino desde Miami a presentar en Madrid su reciente novela.
Enlace directo a Cubanet / entrevista de William Navarrete a Mari Pepa Calafat
“Siempre digo que salí de Cuba en un submarino”
El escritor
William Navarrete entrevista a María Josefa Calafat Moya
El primer
contacto con María Josefa Calafat, a quien todos llaman “Mari Pepa”, lo tuve
esta primavera en Madrid y fue vía telefónica. Me comuniqué con ella gracias a
Margarita Larrinaga quien me la puso al habla y, enseguida, me di cuenta de que
debía entrevistarla. Un dejo en su acento me hizo preguntarle si era oriental,
en lo cual no me equivoqué porque vivió buena parte de su infancia y
adolescencia en un pueblito del Oriente de Cuba, llamado Julia, entre Bayamo y
Manzanillo.
Una semana
después, durante un almuerzo en casa de Patricia Larrinaga, pude conocer
personalmente a esta cubana excepcional quien, con sus casi 94 años, no ha
perdido nada de su vivacidad. Por haber sido jefa de despacho (en la época se
decía simplemente primera secretaria) de personajes clave del ámbito
empresarial español tras su llegada al exilio y hasta su jubilación, “Mari
Pepa” desarrolló una especie de sexto sentido para la eficacia, el orden y proporcionar
la respuesta precisa en el momento justo.
Era la decana
entre los 15 que participamos en aquel almuerzo madrileño, pero no se perdió un
detalle de todo lo que se hablaba y tuvo tiempo y, sobre todo, energía para, al
final, tener un aparte conmigo y responderme durante más de una hora todo lo
que a continuación nos contará.
Tengo
entendido que a pesar de tener padres españoles siempre se ha sentido cubana.
¿Cómo lo explica?
No solo mis
padres eran españoles, sino que yo también nací en Madrid, en el barrio de
Salamanca, un 13 de junio de 1931, pero a los cuatro años viajé con mis padres
a Cuba, en donde viví por espacio de 27 años. Por esta razón toda mi crianza y
formación fueron cubanas. Es más, viví en los dos extremos de la Isla: en
Oriente (en el poblado de Julia que está entre Bayamo y Manzanillo) y en
Occidente (en La Habana y Tarará), de modo que de estas dos regiones tengo
influencias.
¿En qué
circunstancias aparece Cuba en su vida y quiénes fueron sus padres?
Mi padre, José
María Calafat Cardona, había trabajado en la década de 1920 en Cuba, o sea, que
tenía contactos allí y esto probablemente lo impulsó a comprar una finca en la
región oriental, exactamente en Julia, un pueblo entre el central azucarero
Mabay y Manzanillo. Como era profundamente anticomunista no se sintió a gusto
con la Segunda República española y la situación desastrosa que había en ese
momento en la Península, de modo que, ya casado con Teresa Moya López del
Castillo, mi madre, también española, y conmigo ya nacida, decidió instalarse
en la Isla. Una decisión que nos ahorró tener que vivir la experiencia de la
Guerra civil española.
Viajamos en barco
hasta La Habana, ciudad en la que permanecimos un año a la espera de que
terminaran de construir la casa en la que íbamos a vivir en el pueblo de Julia,
provincia de Oriente.
¿Qué
recuerdos tiene de Julia y de su vida en Oriente?
La finca estaba
completamente dedicada al cultivo de la caña de azúcar y a la crianza de
ganado. Era un sitio muy acogedor, pero mi padre era un poco chapado a la
antigua y trataba de que no me mezclara mucho con la población local. Mi madre
era todo lo contrario y yo me parezco a ella. De este modo, casi todos los
primeros profesores que tuve en Julia fueron privados, pero cuando llegó el
momento de cursar estudios más avanzados me pusieron en un colegio de monjas
franciscanas españolas en Bayamo, La Divina Pastora, desde los 8 hasta los 12
años. Aquello más que un colegio era convento, por el rigor de la educación que
recibíamos. Pero las alumnas teníamos una relación muy estrecha, al punto que
he conservado por más de 80 años como amigas a dos de ellas: Ileana Tablada,
que era de Bayamo y Margarita Arruza, del central Jobabo. Tengo recuerdos
entrañables de Sor María, la profesora de Música; Sor Rafaela, la de la Pintura
y Labores del Hogar, y de la madre superiora, que era catalana y se llamaba Sor
Trinidad.
Por otra parte,
Julia era un pueblo pequeño, de calles que no estaban asfaltadas, una tienda
grande o bodega como se le llamaba en Cuba a esas tiendas que venden un poco de
todo, dos farmacias, dos médicos, un colegio público pequeño y la iglesia que
dependía de los franciscanos capuchinos de Bayamo y poco más. El pueblo se
beneficiaba del paso de la línea de ferrocarril central entre La Habana y
Manzanillo, de modo que tenía una pequeña estación de trenes y cuando llovía se
empantanaba el camino. ¡Aquello era una odisea para los viajeros!
Creo que si
siempre he sido muy adaptable fue porque desde niña viví experiencias poco
usuales. De Madrid llegamos a La Habana y, poco después, a Julia en donde
montaba caballo y se vivía en torno al batey con los trabajadores de la finca,
las caballerizas, y todo lo que forma parte del mundo rural cubano. Recuerdo
que en todo el pueblo había un solo teléfono que estaba como a 2 km y cuando
nos llamaban un recadero iba casa por casa transmitiendo los mensajes. Te hablo
de finales de la década de 1930, y muy a principios de la de 1940. Eso sí,
veraneábamos en Gibara, al norte de Holguín, pues allí teníamos una casa y un
barco.
Pero dejan
Julia por La Habana…
La finca nunca la
dejamos realmente, pues siempre seguíamos visitándola y pasando temporadas en
ella. Lo que sucedió fue que, cuando tenía 13 años, mi madre se dio cuenta de
que necesitaba estar en otro ambiente y con ese objetivo compramos la casa de
La Habana y nos mudamos allí, primero estuvimos alquilados en el Vedado y luego
a la casa en la que vivimos hasta que nos fuimos de Cuba, en la Avenida 13
esquina a 82, en la zona que se llamaba Ampliación de Almendares, muy cerca de
la gran iglesia Jesús de Miramar, que empezó a construirse bajo el impulso
de fray Aniceto de Mondoñedo en 1948 y fue terminada en 1953 por el arquitecto español Eugenio Cosculluela
Barreras y el ingeniero cubano Guido Sutter Paolini. Como anécdota te cuento
que allí me casé en 1954 y que, en uno de los catorces murales del “Vía Crucis”
de esa iglesia, realizados por el artista vasco Cesáreo Marciano Hombrados de
Oñativia, la Verónica que aparece soy yo, pues esos murales habían sido
concebidos por aportación de los fieles y el pintor utilizó como modelos a
miembros de las familias que contribuyeron a su realización.
¿Cómo era
la vida habanera en ese periodo, siguió sus estudios?
Me matricularon
en la Merici Academy, donde primero cursé inglés y, después, dos años de
estudios de secretariado bilingüe en ese idioma. Más adelante, continué mi
formación en el Colegio Teresiano, en la calle 12 del Vedado, donde completé
mis estudios de comercio y secretariado en español. Siempre fui muy devota de
Santa Teresa, así que me sentía especialmente a gusto en aquel colegio. A mí me
habría gustado estudiar Medicina, pero mi madre no me permitió entrar en la
universidad debido a la inestabilidad política que ya se vivía entonces. Aun
así, gracias a la preparación que recibí en Comercio y secretariado, pude salir
adelante años después, cuando llegamos a España al exilio.
En casa, la
política no le interesaba a nadie. Mi padre murió en 1952, después de una larga
enfermedad. Por supuesto, después de que se intensificaron las acciones
rebeldes contra el gobierno de Fulgencio Batista comenzaron los
encarcelamientos y una serie de cosas con las que no estábamos de acuerdo.
¿Quién puede estar de acuerdo con que repartan golpes de todos los colores
simplemente por pensar de otra forma?
En 1954 me casé
con Enrique Larrondo Baró, abogado cubano, que tenía su bufete en la Avenida de
las Misiones, muy cerca del Palacio Presidencial. Mi marido no estaba de
acuerdo con el Gobierno de Batista
Después del
nacimiento de nuestro primer hijo, nos trasladamos a mi casa de veraneo en
Tarará, una zona de playas al este de la capital, en la Avenida del Cobre
esquina a Camino Dos. Era una urbanización privada en la que éramos como una
gran familia con un pequeño club al que todos pertenecíamos. Éramos socios del
Casino Español (en la Habana) y el Miramar Yacht Club. Por cierto, los padres
de Margarita Larrinaga, que almuerza con nosotros hoy, tenían una casa en
Tarará en la cuadra siguiente a la nuestra y yo la veía jugar de niña.
¿Qué pasa
después del 1° de enero de 1959?
Al principio, mi
marido creía que Fidel Castro tomaría un rumbo diferente del que padecimos
después. Pensaba, como muchos cubanos de entonces lo pensaban también, que Cuba
nunca se volvería comunista. Allí vivimos hasta octubre de 1962. Mi madre
falleció tres meses antes de nuestra salida.
¿El tiempo que
vivimos allí después de 1959… qué quieres que te cuente? Un buen día todas las
cuentas amanecieron congeladas. Por dos edificios de apartamentos que teníamos
solo nos dieron 600 pesos, o sea, lo máximo que daban como compensación por la
expropiación. Recuerdo que para sobrevivir empecé a vender el enorme ajuar de
bodas que mi madre me había regalado y que estaba intacto.
Cuando pedimos el
permiso para salir de Cuba nos hicieron, como a todo el mundo que se iba, un
inventario intrusivo en la casa. Unos días antes de este inventario, habíamos
sacado un piano de cola para regalarlo a unos vecinos, pero un vecino del
Comité de Defensa de la Revolución (CDR), nos chivateó e informó que desde
nuestra casa él oía que tocaban el piano. Cuando nos hicieron el inventario,
nos indicaron que había un piano de cola y que no estaba. Esto nos obligó a
traer el piano de vuelta porque de lo contrario no nos dejaban salir.
Tomamos un barco
de la compañía trasatlántica llamado “Satrústegui” que creo fue el último barco
de pasajeros que salió de Cuba. Fuimos con rumbo a Cádiz terminando el viaje en
Barcelona, que fue donde desembarcamos. Fueron 23 días de travesía, en la que
viajábamos mi marido, mi suegra, tres hijos de cuatro, seis y siete años de
edad, y yo. Viajamos en tercera clase, como todos los cubanos que salíamos, ya
que no teníamos otra opción, de modo que yo siempre digo que salí de Cuba en un
submarino porque por las escotillas solo veíamos agua y más agua, ya que el
camarote quedaba oculto debajo del mar. Podríamos haber considerado que el
viaje fuera como un homenaje involuntario a mi abuelo materno el teniente de
navío José de Moya Jiménez, que nunca conocí y que fue parte de la tripulación
del submarino de Isaac Peral (primer submarino torpedero con propulsión
eléctrica de la historia), desempeñando el rol de torpedista y cuya botadura
ocurrió en 1888, en el puerto andaluz de San Fernando de Cádiz.
Solo nos dejaron
sacar cinco maletas para seis personas porque nos dieron una lista exacta con
la ropa que estaba autorizaba por cabeza. A mi suegra le rajaron un abrigo
buscando eventuales prendas escondidas y se pusieron, como autómatas, a cantar La
Internacional. Mi hija pequeña llevaba una muñeca y se la desmembraron
también buscando lo mismo.
¿Ha vuelto
a Cuba?
¿Cómo crees que
después de todo lo que acabo de contar esté dispuesta a regresar a este sitio
con un gobierno tan infame como el que dejamos al salir? Por supuesto que no he
ido, ni iré nunca mientras se mantenga un gobierno comunista. ¡No les doy un
solo céntimo a ese gobierno!
Con decirte que
hasta la capilla familiar en el cementerio Colón fue profanada y los restos
echados no sabemos dónde. Supe por Pedro, nuestro chofer que se quedó en Cuba y
tenía las llaves de la capilla que daba hacia la calle Zapata, que tiempo
después de nosotros irnos, forzaron la puerta y arrasaron con todo, al parecer
buscando joyas o cosas de valor. El caso es que, hoy por hoy, ni siquiera sé a
dónde fueron a parar los restos de mis padres. No tengo entonces nada que
buscar en ese país.
¿Cómo
fueron los primeros días de vida en España?
Fueron muy duros,
como la de todos los exiliados. Durante el viaje, en el bar de tercera clase,
mi hija Teresa (que hoy vive en Miami) se puso a conversar con Pilucha Batista,
una señora que me conocía de cuando veraneábamos en Gibara. Su esposo, Joaquín
Sebares, era arquitecto y eran las únicas personas que vinieron en primera con
un permiso especial porque Joaquín era compañero de universidad de un ministro
de Fidel. Gracias a ellos tuvimos algo de dinero al desembarcar ya que nos pagó
el taxi y el hotel en Barcelona. Como mi marido era filatélico había comprado
colecciones enteras de sellos que dio a escondidas al muchacho que llevaba los
papeles del comodoro del barco para poder sacarlas de Cuba. Recuerdo que
llegando a Barcelona las vendió en la Plaza Mayor y con eso tuvimos comida para
los primeros días.
Yo siempre digo,
usando un cubanismo, que tuvimos que 'janeárnosla' solos. Aun así, quiero
destacar que recibimos ayuda de personas de quienes nunca lo hubiéramos
esperado. En cambio, algunos familiares y amigos cercanos de mis padres en
España no nos ofrecieron el apoyo que sí esperábamos de ellos.
Poco después,
cuando llegamos a Madrid, pudimos vivir todos en un piso que nos prestaron unos
amigos y dormíamos en un colchón en el suelo mi marido y yo. Y tuve suerte
porque después de mis tres hijos nacidos en Cuba (Enrique, Teresa y José
Antonio, que falleció) vinieron dos más (Ileana y Javier) que nacieron en
Madrid. ¡De modo que ya eran cinco!
Pero tengo
entendido que no tardó en integrarse y en conseguir muy buen trabajo…
Así fue. Tuve
mucha suerte porque en 1963 una amiga me dijo que estaban buscando una
secretaria para la Presidencia del Gobierno. Como tenía mi formación de
Comercio y Secretariado y hablaba inglés me presenté en las oficinas de la
secretaria de López Rodó, el comisario del Plan de Desarrollo de Francisco
Franco y me aceptaron. Al día siguiente ya estaba trabajando y permanecí como
secretaria de Alberto Monreal Luque durante 18 años y en todos los puestos por
los que él transitó durante su carrera, que fueron muchos, desde jefe adjunto
del Gabinete de Estudios del Ministerio de Presidencia del Gobierno (1964),
Secretario general técnico del ministerio de Obras Públicas (1965) en donde
hice una oposición, subsecretario de Educación y Ciencia (1969), ministro de
Hacienda (entre 1969 y 1973) y, luego, como presidente de la Tabacalera, a
partir de 1974 y hasta 1982.
Cuando se produjo
un cambio de Gobierno y vino Felipe González, nombraron a Cándido Velázquez
presidente de Tabacalera (él era ya director comercial), y como yo lo conocía y
teníamos bastante relación, me propuso quedarme con él como jefe de Gabinete de
la Presidencia sabiendo que yo no era socialista. Seguí trabajando con él ya
que, a pesar de su ideología, era un señor y fue un gran jefe y amigo. Cuando
le nombraron presidente de Telefónica, me propuso irme con él y acepté el
puesto de jefe de gabinete de Presidencia de Telefónica, donde me jubilé en
1996. Yo decía que trabajábamos “a destajo” porque lo hacíamos mañana, tarde y,
a veces, de noche, sin contar que había que formarse constantemente con las
nuevas tecnologías que iban apareciendo.
Aunque Cándido
Velázquez Gaztelu sabía que yo era exiliada cubana, nunca fue un obstáculo para
él. Cándido era una persona muy abierta y me conocía lo suficiente como para
que esto no influyera en absoluto en nuestra relación profesional. Me jubilé en
1996, coincidiendo con la llegada del Gobierno de Aznar, momento en el que
Cándido también cesó en su cargo.
Ha
conservado el acento cubano, frecuenta el medio de exiliados de la Isla que
llevan décadas en Madrid y no ha perdido su manera cubana de ser. ¿Cómo ha sido
posible y qué ha transmitido a sus hijos y nietos?
El periodo más
importante de mi crecimiento y formación lo pasé en Cuba. Incluso conservo
hasta algo del deje de los orientales como muy bien detectaste tú cuando
hablamos por teléfono la primera vez. Viajé con frecuencia a Miami y a Baton
Rouge para visitar a amistades cubanas. Tengo en total diez nietos y siete
bisnietos. En algún momento presidí el Centro Cubano de Madrid, una institución
que tuvo una labor muy importante en la acogida de exiliados en la capital
española durante décadas y que se encontraba en la calle Claudio Coello, en el
barrio de Salamanca hasta que dejó de existir.
Hoy vivo en
Mirasierra, al norte de Madrid, tengo 93 años y todavía hago el sándwich Elena
Ruz tal y como se hacía en El Carmelo de Calzada, la cafetería del Vedado a
donde íbamos después de asistir a los conciertos en el Auditórium, y mis nietos
se vuelven locos cuando preparo picadillo, carne ripiada, tostones y plátanos
fritos, pierna de cerdo, frijoles negros, yuca con mojo, ¡y qué decirte de la
guayaba con queso crema!
Madrid, abril de
2025
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