Entrevista a Julio Batista Campilli / “Cuba nunca podrá ser de nuevo lo que fue”
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“Cuba nunca podrá ser de nuevo lo que fue”
El escritor William Navarrete entrevista al empresario y académico Julio Batista Campilli
Me encuentro con
Julio Batista Campilli en el Bond Madrid, un café de la Plaza de Jesús, muy
cerca del sitio en que vive, en el Barrio de las Letras. He llegado a él a
través de amigos en común que asisten a sus cursos magistrales en el Instituto de Humanidades Francesco Petrarca. He conocido a lo largo de mi vida fuera de Cuba
a otros miembros de su familia, entre ellos al editor y amigo Víctor Batista
Falla y a su prima hermana María Teresa Mestre Batista, Gran Duquesa de Luxemburgo y me faltaba
este encuentro con uno de los bisnietos de Laureano Falla, un hombre que en la
historia de la emigración española hacia Cuba y en la de la propia economía
cubana entre finales del siglo XIX y principios del XX es, por sí solo, un pilar
esencial.
De toda la descendencia
del matrimonio Falla-Bonet, es Julio Batista quien posee actualmente y se ha
ocupado de restaurar y conservar la casona de indianos en el pueblo cántabro de
Anero que todos llaman “Palacio de Falla”. Como historiador se siente muy
orgulloso de haber tenido la oportunidad de proteger esta joya arquitectónica
de la que se desprende, tanto de sus piezas como de los jardines, una innegable
atmósfera cubana porque fue concebida enteramente pensando en la Gran Antilla.
Julio es locuaz y conserva su acento cubano no tanto por haber nacido en la
Isla – de la que salió con pocos meses de nacido – sino por razones que él
mismo nos contará a través de esta entrevista.
Hubiéramos muy
bien podido hablar del Romanticismo, de la historia del siglo XIX español, de
literatura italiana, entre otros muchos temas que constituyen el centro de su
atención y el contenido de muchos de sus cursos. El caso fue que, en realidad,
hablamos de todo aquello que, como descendiente de cubanos, le sigue vinculando
con la memoria afectiva del país que fue y que ha dejado de existir, y es parte
de aquellos que han conservado los recuerdos familiares de la Cuba de otros
tiempos.
Cuéntanos
de tus orígenes familiares y de tu nacimiento
Nací el 9 de
enero de 1960, en la Clínica Miramar de La Habana. Mi padre, Julio Batista
Falla, era uno de los cinco hijos del matrimonio entre Agustín Batista González
de Mendoza y María Teresa Falla Bonet. Esta última era la heredera de la
sucesión Falla Gutiérrez, el grupo más importante de financieros azucareros
cubanos antes de 1959, cuya presencia en la Isla data de la segunda mitad del
siglo XIX cuando mi bisabuelo cántabro Laureano Falla Gutiérrez llegó a Cuba
con 14 años en 1873, proveniente del pueblo de Anero, y casó en 1889 con la
cubana María Dolores Bonet Mora.
Laureano comenzó
su vida laboral en Cuba como dependiente, trabajando en la tienda de su tío Laureano
Gutiérrez Diego en el poblado de Santa Isabel de las Lajas, cerca de Cienfuegos.
Al fallecer en 1929, mi bisabuelo dejaba como legado una fortuna colosal que
incluía varios centrales, entre los cuales figuraban Adelaida, Manuelita,
Violeta, Punta Alegre, Andreíta y Patria. También era el principal accionario
de la Compañía Cubana de Electricidad, la Papelera Nacional de Marianao, la Refinería
de Petróleo de Luyanó, la Compañía Cubana de Pesca, entre otras industrias. Fue
justo después de su muerte que la sucesión Falla Gutiérrez fue creada. Su
residencia en La Habana, en las calles B y 13 del Vedado se mantuvo hasta 1960 como
la casa principal de la familia.
Mi abuelo paterno,
Agustín, originario de Santa Clara, era abogado y supo multiplicar la fortuna
de su esposa convirtiendo en 1943 al The Trust Company of Cuba, un banco
entonces inactivo, en el primero de la Isla. El edificio principal y el las
letras de su nombre en el frontón persisten todavía en la calle Obispo, 257. Agustín
era accionista o propietario de muchos otros negocios como la Fábrica Nacional
de Pinturas, la Compañía Inmobiliaria Payret S.A (con el cine y teatro de ese
nombre), The Cuban American Sugar Mills Company, y muchos más.
Por otra parte,
mi padre casó en La Habana, el 4 de mayo de 1958, con Clelia Campilli Roig. Un matrimonio
que el cura de la iglesia en donde tuvo lugar la ceremonia sugirió que no se llevara
a cabo porque la situación política del país se degradaba cada día más. La
historia de mis ascendientes maternos es muy curiosa porque mi abuelo Guido
Campilli era un romano originario de Frascati, quien desembarcó un buen día en
La Habana, cuando viajaba en barco a Chile. Se quedó tres días en la capital
cubana y conoció entonces a Mercedes Roig Dominicis, que tendría más de 30 años,
y se casaron.
Mi abuelo italiano
nació en 1900, pero la mayor parte de sus compañeros, por haber nacido un año
antes, fueron alistados en el frente durante la guerra de 1914 y murieron
combatiendo. Los llamados se hacían entonces por año de nacimiento, con lo cual
a quienes nacieron en 1899 y antes les tocó lo peor. Esa diferencia de fecha
probablemente le salvó la vida a mi abuelo. Mi abuela materna era una
intelectual. Se pasaba el día leyendo, era campeona de bridge reconocida en los
círculos de jugadores profesionales de la Isla, y sobrina del gran historiador
cubano Emilio Roig de Leuschsering. El italiano y la cubana tuvieron cuatro
hijos e hijas, y de ellos, la mayor fue mi madre Clelia que nació en 1935.
Hubo un episodio
en la historia familiar materna que ocurrió después del nacimiento de mi madre.
Mis abuelos se fueron en 1936 a Roma, justo en la peor época, y se quedaron en
Italia hasta finales de la década de 1940. Por eso, mi madre hablaba
perfectamente el italiano. Ignoro la razón por la que decidieron aquel viaje,
lo que sí sé es que regresaron a La Habana después porque mi abuelo tuvo luego
un negocio de mármoles italianos en la capital. Decía que después de la guerra
Italia se iba a convertir en un país comunista y no le gustada aquella idea.
Tal vez por eso regresó a Cuba.
¿En qué
condiciones tiene lugar tu salida de la Isla?
Tenía cuatro
meses de nacido cuando la familia decidió salir del país en 1960. Esto fue algo
que habían preparado a lo largo de 1959 pues eran grandes propietarios y las
expropiaciones del gobierno de Fidel Castro empezaron atacando primero el gran
capital agrario y financiero, tanto nacional como extranjero.
Mis abuelos
maternos salieron hacia Roma y los paternos rumbo a Miami con toda la familia,
pues quisieron mantener la cohesión familiar. Por eso, después de cuatro meses
de estancia en el sur de la Florida, se fueron todos a vivir a Nueva York, en
donde se instalaron en varios apartamentos porque la familia ya era numerosa.
¿Logran
mantener el mismo nivel de vida económico que tenían en Cuba?
Mi abuelo Agustín
era un hombre muy inteligente, hábil y talentoso. Sabía cómo hacer dinero. Pero
la salida de Cuba en las condiciones en que esto ocurrió lo derrumbó física y
moralmente. Nunca se recuperó hasta su fallecimiento en Ginebra en 1968.
Como una parte
del capital se hallaba fuera de Cuba, mi padre, que era alguien muy trabajador,
ordenado y, en general, bastante atípico, trató de proteger y administrar los
intereses de la familia. En 1965 mi abuela María Teresa se dio cuenta de que el
sitio en donde había más seguridad desde el punto de vista económico no era
Estados Unidos, sino Suiza. Entonces intentaron instalarse en el país helvético,
pero como les pusieron muchas trabas pusieron en marcha el plan B que consistió
en instalarse en España en un primer tiempo a la espera de poder llegar un día
a Ginebra.
Así fue como yo,
con cuatro años de edad, mis abuelos, mis padres y toda la tribu llegamos en
1965 a la casa familiar cántabra de Anero en donde nos quedamos seis meses
hasta que mis padres decidieron mudarse con sus hijos a Madrid, a un piso de la
calle Bailén. En la capital española estuvimos un tiempo hasta que el abogado a
cargo de nuestras gestiones para emigrar a Suiza nos consiguió ese mismo año la
autorización.
Supongo que
cursaste entonces toda tu escolaridad en Suiza…
Allí viví hasta
los 19 años. Estudié en el Instituto Florimont, en Lancy, cerca de Ginebra, en
donde terminé el bachillerato. En ese colegio católico y mixto, fundado en
1905, cursé toda mi enseñanza en francés. Mi padre hizo todo lo posible porque
avanzáramos en la vida sin mirar hacia atrás. No había lugar para la nostalgia
ni para las lamentaciones de lo que había sido la vida anterior en Cuba, aunque
no por eso dejaba de evocar anécdotas divertidas y cosas por el estilo que
habían ocurrido en la Isla.
Tal vez por el
deseo de mi padre de que nos integráramos a nuestra nueva vida me sentí enseguida
suizo. Y tanto, que en cuanto terminé mi bachillerato, quise hacer el servicio
militar y, al cabo de los dos años de instrucción en este ámbito, obtuve el
grado de teniente de tropas mecanizadas. Un servicio militar que realicé
completamente en alemán y con el rigor suizo germánico.
¿Y luego?
Luego, en 1979,
postulé para la Universidad de Yale, en Estados Unidos, en donde me gradué de
Historia después de cursar tres años de estudios. Al cabo de este tiempo me
aceptó la Universidad de Stanford y me mudé para California a estudiar MBA (business
administration). Obtuve el título en 1985 y entré en la vida profesional
que es, en realidad, la parte más monótona y también la más estable de mi vida.
Entonces trabajé en empresas como Boston Consulting Group, Amena, Vodafone, y
Seeliger y Conde.
¿Visitaste
alguna vez Cuba?
No sólo la
visité, sino que viví cuatro años en La Habana. Regresé por primera vez en 1994
y con mi hermano Pablo alquilé una casita en Miramar. En ese momento el
gobierno cubano había decretado una nueva ley para atraer inversiones
extranjeras y todo parecía indicar que estaban dispuestos a liberalizar
finalmente la economía del país y a pasar a otra cosa. Analizamos la situación
de hacer algún tipo de negocio en el ramo de la distribución y el comercio y,
tal vez ingenuamente, creímos que una liberalización de este tipo solo podría
conducir a la democracia.
En realidad, nada
de esto sucedió. En 1997 terminó aquella ilusión porque las relaciones con
Estados Unidos se tensaron y ya el Congreso norteamericano había votado en 1996
la ley Helms-Burton tras el derribo, un 24 de febrero de 1996, de dos de las
tres avionetas de Hermanos al Rescate, una organización de exiliados cubanos
que, desde Miami, rescataba a los cubanos balseros que trataban de llegar por
mar, en condiciones muy precarias, a las costas norteamericanas.
¿Te sirvió
de algo la experiencia cubana?
Me sirvió para
conocer un país que, por supuesto, nada que ver con el de mis padres y abuelos,
y del que desconocía todo. Descubrí algo extraordinario en el sentido técnico
de la palabra. Entendí cómo es posible que en un sistema como el de Cuba todo
se llevara a cabo por el capricho de una sola persona, sin orden previa, sin razón.
A cada rato me
decía: “Esta es mi tierra, la de mis ancestros, en donde nos robaron todo, esto
nunca podrá ser de nuevo lo que fue, ¿qué hago yo aquí?”.
En Cuba descubrí
lo que era vivir en un lugar sin ruido de autos (en todo caso en Miramar que era
donde residía), un sitio en donde la publicidad no existía y en donde todo el
mundo era amable porque todos querían obtener algo de ti. Sabía pertinentemente
que, incluso con poco dinero, cualquier extranjero que se instalaba en la isla
podía sentirse millonario porque su estatus estaba por encima del de toda la
población.
También descubrí
la extraña relación que tiene un cubano de la Isla con la responsabilidad
personal. En una ocasión al chofer que teníamos le robaron todo el material que
guardábamos en el maletero del carro. Yo estaba enfurecido por el poco cuidado
que tuvo, pero él no entendía en qué radicaba su error porque no se sentía
responsable del robo ya que no había sido él quien lo había cometido. Ese tipo
de experiencias hay que vivirlas para llegar a entender la mentalidad de la
gente.
Otra anécdota fue
cuando nos tocó a la puerta de la casa una persona que, visiblemente, parecía
físicamente estropeada. Me contó todas las enfermedades que padecía y la
imposibilidad de adquirir medicamentos. Era todo tan dramático que salí
corriendo a la farmacia de la clínica en donde nací, la de Miramar, entonces llamada
Cira García y destinada ya al uso exclusivo de los extranjeros, y le compré no
sé cuántas medicinas con la única intención de ayudarlo. Cuando al cabo de unos
días le conté mi experiencia a alguien del mismo barrio éste me dijo: “Caíste
en la trampa. Hace lo mismo en todas las casas donde cree que pueden ayudarlo y,
después que obtiene las medicinas, las revende”.
También aprendí
otras cosas estupendas. Descubrí la música auténtica del país, me di gusto
viendo paisajes inolvidables como las estribaciones de la sierra Maestra, el
valle del Yumurí o el de Viñales y, pude entender también la gran riqueza
arquitectónica y artística del país.
Riquezas
artísticas que ya habían motivado a Eutimio Falla Bonet, tu tío abuelo…
A quien
llamábamos “Tito” y que vivió con nosotros en la casa de Anero cuando llegamos
a España en 1965. En efecto, el tío Eutimio había sido un gran filántropo. Junto
con mi abuela María Teresa ayudó a que se terminara de construir el Oncológico
adjunto al hospital Curie y donó mucho dinero a la clínica de tratamiento del
cáncer Dolores Bonet, de Santa Clara, ciudad donde también sufragó los gastos para
la construcción del colegio salesiano Rosa Pérez Velazco en 1957.
Fue él quien
costeó la Escuela de Artes y Oficios de Santa Clara, la restauración de la
iglesia y el altar de Bejucal, la del Carmen en Santa Clara, así como la
iglesia mayor de Remedios y sus trece altares. También quiso, junto a Josefina
Tarafa Govín, restaurar la Catedral de La Habana, pero el cardenal Arteaga se
opuso. Falleció en exilio, en el hotel Palace de Madrid, el 23 de noviembre de
1965.
¿A qué te
dedicaste después de la aventura cubana?
Trabajé hasta que
me jubilé en 2017. Cuando abandoné la idea de hacer un negocio en Cuba, me casé
en 1996 con mi esposa española con quien he tenido dos hijas. Una vez retirado
decidí retomar mis tres grandes pasiones: la historia, la literatura y la
pedagogía. Empecé entonces una carrera de académico y a impartir cursos en el
Instituto Francesco Petrarca de Madrid en el que hace ocho años enseño temas de
historia y literatura con especialización en la poesía simbolista y el contexto
que la acompaña. Ahora mismo imparto un curso que comenzó el 2 de abril y se
extiende hasta el 11 de junio sobre el Romanticismo y la posterior reacción antirromántica.
También imparto cursos en el Instituto de Empresa (IE) y en la Universidad
Europea, en Madrid ambos.
Hoy vivo entre
Madrid y Anero. En este pueblo cántabro terminé comprando la casona de indianos
que encargó mi bisabuelo en 1920 al arquitecto Eugenio Fernández Quintanilla. Por
sí sola representa la única prueba material de todo lo que Laureano Falla forjó
con su propio esfuerzo e ingenio, de toda la riqueza que Cuba podía generar. En
ella quedan resumidas la hazaña cubana de aquel emigrante cántabro y la
prosperidad que podía ofrecer la Isla. Tal vez por eso me empeñé en conservarla
y en mantenerla.
Madrid, abril de
2025
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