¡La Tercera Guerra Mundial hubiera podido empezar en nuestras propias narices y nosotras en la Luna! - Entrevista a Mirtha Caraballo
Les dejo mi entrevista a la amiga Mirtha Caraballo Ruiz, de vida azarosa y voluntad de hierro.
Enlace directo a Cubanet: Entrevista a Mirtha Caraballo Ruiz / William Navarrete
Mirtha vivió los
últimos 15 años de la República cubana, los 5 primeros del castrismo, 10 más en
Ucrania (entonces parte de la Unión Soviética), 6 de manera itinerante en
Polonia y 44 en Francia en donde aún reside, entre París, Grenoble y la ciudad
de Saint-Etienne, región del Ródano, donde se encuentra actualmente.
Nos conocimos en abril
de 2001 cuando presenté el 21 de ese mes uno de mis libros en francés sobre la
música cubana en la gran FNAC de la ciudad en donde ya estaba instalada. Mirtha
había fundado una asociación cultural que organizaba los Ateliers Cubains
(Talleres cubanos), un evento originalmente creado por el bailarín cubano
establecido en Ginebra Víctor Hugo de la Torre, incorporado poco después a las
actividades de la asociación con miras a reunir a músicos, escritores y
artistas de origen cubano que vivían fuera de la Isla. Ese año me habían
invitado para que hablara de uno de mis primeros libros escritos en francés. Mirtha
me recibió en su casa, en el pueblo de Saint-Just-Saint-Rembert. Cuando entre
visitas y presentaciones me contó algunos episodios de su vida llena de
peripecias entre Cuba, la Unión Soviética, Polonia y Francia, le dije que tenía
el deber de darles forma de relato y de publicar el libro.
Un año después
vino a visitarme a París y me extendió el manuscrito de sus memorias que había
redactado originalmente en su lengua materna. Empecé a hojearlo y recuerdo que
le dije (porque nos habíamos convertido en amigos y podía permitírmelo sabiendo
que no se ofendería): “Esto es todo menos español”. Entre el ruso, el polaco y
el francés, Mirtha había mezclado giros y términos, de manera que era una tarea
titánica darle forma a aquel relato en castellano. Fue entonces que le sugerí
que lo redactara en francés, lengua que domina a la perfección, y así lo hizo. J’ai
fait mon chemin [Tracé mi propio camino], su relato de vivencias, finalmente
escrito en francés, fue publicado en 2002 por las ediciones parisinas
L’Harmattan y lo presentamos un 14 de octubre de 2002 en la Maison de
l’Amérique Latine de París. Creo que es un libro que merece la pena que sea
traducido y publicado en español entre muchas razones porque las vivencias que
Mirtha nos cuenta no son las que usualmente han vivido otros coterráneos llegados
al exilio.
Será mejor que de
forma resumida y con aspectos que en esa ocasión no abordó en el libro, sea
ella quien nos lo cuente.
- Cuéntanos de
tus orígenes, tus padres, abuelos y recuerdos familiares
Mi padre, Víctor
Caraballo Ruiz, era originario de Holguín. Había sido enfermero y en la década
de 1940 estuvo en el ejército de Batista. Sus padres, Manuel Caraballo y Ana
Zayas, también eran holguineros, y de ellos solo conocí a Manuel porque mi
abuela falleció sin que yo la conociera. En algún momento de sus vidas mi padre
acompañó a su hermana a Camagüey para la petición de manos de ésta y resultó
que en ese momento conoció a mi madre, que era la hermana de su futuro
cuñado.
Fue así que mi
padre se encontró por primera vez con Lidia Esther Ruiz Bello, quien iba a ser
mi madre, natural de Nuevitas, en la provincia de Camagüey. Lidia era la hija
de Sebastiana Bello Rodríguez, una criolla cubana cuyo padre, Hipólito Bello, era
un rico colono camagüeyano. Mi abuelo materno y futuro esposo de Sebastiana, Aurelio
Ruiz Ruiz, era un descendiente de un chino cantonés llamado Crispín Ruiz, quien
había sido uno de los tantos coolies que llegaron a Cuba a partir de 1848 engañados,
porque como no sabían leer ni escribir el español, firmaron contratos de
trabajo que los convirtieron prácticamente en mano de obra esclava. Y como
esclavo Crispín conoció a mi bisabuela Sofía Ruiz y, el hijo de ambos, Aurelio,
mi abuelo materno, llegó a ser alférez y teniente de infantería del Ejército
Libertador cubano durante la guerra de independencia de fines del siglo XIX.
Aurelio estudió al instaurarse la República y se convirtió en agente del Banco
Nacional y también integró la gobernación provincial de Camagüey. Mis abuelos
Aurelio y Sebastiana tuvieron 13 hijos, tal vez para vengarse de los padres de
ella que no aceptaron al yerno por no provenir de la misma clase social que mi
abuela.
¿Dónde naciste
y qué recuerdos tienes de tu infancia?
Nací en 1944 en
Marianao, al oeste de La Habana, en la antigua calle Maceo (la 118 actual) en
una casona colonial inmensa que tenía 11 cuartos para alojar a la numerosa
prole de los Ruiz Bello y que a mí me recordaba los vagones de un tren porque
las piezas se seguían unas a otras a todo lo largo de un pasillo sin fin. Esa
casa, que era mitad de madera, mitad de mampostería, se derrumbó cuando yo
tenía 7 años porque un ciclón arrancó de cuajo la palma real que teníamos y al
caerle encima al techo de la cocina desestabilizó sus cimientos y, por efecto
de dominó, terminó por afectar toda su estructura. La hecatombe del ciclón
marcó un cambio drástico en nuestras vidas porque nos mudamos a unas pocas
manzanas, a una casita que estaba cerca de la línea del tren del central
azucarero Toledo y, después, tras el divorcio de mis padres en 1955, justo en
el momento en que nació mi hermana Maritza, nos fuimos a un cuartico en el
mismo Marianao, porque mi madre no quería alejarse de mi abuela Sebastiana que
había quedado viuda tras la muerte de su esposo en 1946.
Tengo recuerdos
muy vívidos de mi infancia en Marianao. Con tanta familia no faltaban los
primos y las primas para jugar. Imagínate que todavía recuerdo cuando empezaron
las elecciones en 1948 en las que salió electo Carlos Prío Socarrás, y me
encaramaba con mis primas en las verjas de las ventanas de casa para cantar
aquello de: “Prío, Prío, Prío, Prío / Prío Prío Socarrás / ya ha llegado su
Gobierno / y hay que ver cómo saldrá”.
¿Y tu
escolaridad?
En la Escuela
Pública 25 de Marianao toda la primaria. Y también empecé el bachillerato en
ese mismo barrio, pero en eso triunfó la revolución y todos los planes
escolares se vieron afectados. El caso es que me inscribí en una academia de
lenguas, en El Vedado, llamada Abraham Lincoln, para estudiar francés y ruso. En
ese periodo también hice prácticas en el ICAP (Instituto Cubano de Amistad con
los Pueblos).
¿Una
premonición?
Llamémosla así,
porque en realidad en ese momento, en 1960, todavía no se sabía que aquel
movimiento insurreccional contra Batista terminaría bajo la égida soviética. Aunque
no es menos cierto que sí ponían cosas rusas en la televisión y tal vez por eso
me fijé por primera vez en aquella lengua. Empecé a estudiar ruso, simplemente,
porque me atraía del mismo modo que el francés.
Estando en la
Lincoln otorgaron unas becas para estudiar con más profundidad el ruso en el
recién creado Instituto de Lenguas Pablo Lafargue, en Miramar. Entonces la
directora de la Lincoln me recomendó y me aprobaron. La escuela estaba repartida
en casas fabulosas que habían pertenecido a la burguesía cubana y en las que
aún se conservaban sus muebles, objetos e, incluso, en la que me tocó vivir, en
la calle 16 entre 1ra y 3ra, el piano de cola fabuloso que nunca supimos a
quién había pertenecido. Mi primera profesora se llamaba Alexandra Dimitrievna,
una mujer muy pedagoga y maternal. Estudié dos años y medio, hasta 1963, en que
me gradué de intérprete y guía de ruso.
¿Cómo fueron
esos años?
Caóticos.
Imagínate que en 1962 nos mandaron a diez muchachitas de mí misma a recoger
café a la Sierra de Cristal, en Holguín, en las inmediaciones de Mayarí Arriba.
Estuve durmiendo en una hamaca 8 meses, alimentándome como todas con plátanos
que llaman “burros”, porque era lo único que había. El colmo fue que la
responsable, una profesora de la Pablo Lafargue, se fue y nos dejó solas en
aquel sitio que era cualquier cosa menos un campamento, sin teléfono ni
comunicación con el exterior. La única persona que venía a vernos era un viejito
haitiano campesino que vivía por allí y nos llevaba frutas y alguna que otra
cosa. Solo hablaba creole. Imagínate que un día vimos una gallina, le caímos
atrás, la despescuezamos, desplumamos en seco y nos la comimos como si fuera
caviar.
Este episodio de
mi vida lo conté en mi libro, pues fuimos testigos de algo impresionante. Una
noche oímos un ruido estremecedor que venía de cuesta abajo y cuando nos
acercamos al sitio de donde provenía el estruendo, descubrimos enormes camiones
que transportaban cohetes apenas cubiertos. Eran los misiles soviéticos que
escondían a poca distancia de nuestro campamento en que vivíamos ajenas a todo
lo que estaba sucediendo, a la existencia de aquellos cohetes y a la enorme
crisis que estaba viviendo en país y el mundo en ese momento por la amenaza
bélica. ¡La Tercera Guerra Mundial hubiera podido empezar en nuestras propias
narices y nosotras en la Luna!
¿Qué pasó
entonces?
Pasó que por fin apareció
la responsable y, como consecuencia de todo esto, nos cambiaron para otro
campamento en la zona de Baracoa, también dedicado a lo mismo, es decir, a la
recogida de café.
Al cabo de cierto
tiempo, aterrorizadas de estar allí, sin dirección ni nadie que nos atendiera, decidimos
irnos. Bajamos hasta la carretera después de caminar durante horas por montes
espesos hasta que un carro de rusos nos recogió y nos llevó hasta Santiago de
Cuba, desde donde conseguimos un transporte para llegar a La Habana. Lo
increíble fue que cuando nos presentamos en la escuela nadie nos recriminó ni
se mostró alarmado por nuestra fuga. Era como si se hubieran olvidado
completamente de nosotras. Por eso es que te digo que toda aquella etapa me
parece, vista desde la perspectiva actual, como algo completamente caótico e
improvisado.
Te gradúas y
empiezas a trabajar supongo…
En efecto. Me
gradué y comencé a trabajar como traductora e intérprete en 1964 en el
Instituto Nacional de Recursos Hidráulicos que quedaba en la calle P y Humboldt.
El trabajo de oficina era el más aburrido del mundo, de modo que pedía que me
dejaran fungir como intérprete de los soviéticos que venían para asesorar a los
cubanos en la construcción de centrales hidroeléctricas. Entonces me montaba en
un jeep con los rusos y visitábamos las obras que se estaban construyendo en
este ámbito. En medio de este ambiente, rodeada de rusos, fue que conocí por
pura casualidad a un militar soviético, Víctor Ivánovich, quien era tanquista y
había llegado a Cuba en misión, aunque siempre permanecía vestido de civil. Yo
estaba en una parada de guaguas hablando ruso con una amiga y él se acercó a
nosotros preguntándome dónde quedaba el parque Almendares.
Tu futuro
esposo, ¿no?
¡Mi futuro
esposo! Me convertí en poco tiempo en la primera cubana en casarse con un
oficial soviético. Eso sucedió un 20 de enero de 1965. Nos casamos en la embajada
soviética en La Habana. Víctor tuvo que pedir no sé cuántos permisos al
Ejército y al gobierno de Moscú, y en mi caso dijeron que no necesitaba
ninguno. El caso fue que, una vez casados, nos fuimos a vivir a una
urbanización llamada Naroka, en la zona entre Managua y Santiago de las Vegas, en
las afueras de capital, en donde vivían los técnicos, asesores y militares
soviéticos en misión. Allí estuve con él hasta el 4 de septiembre de 1965 en
que su misión en la Isla terminó y salimos en barco rumbo a la antigua Unión
Soviética.
¿Qué impresión
te causó tu llegada la Unión Soviética?
Inolvidablemente
deprimente. Salimos de La Habana en un barco llamado Maria Ulianova, que
era el nombre de la esposa de Lenin. Vivimos en altamar los efectos del paso
del ciclón Betsy entre las Bahamas y la Florida, el más terrible de aquel año.
Fue tanto el tambaleo del barco que durante días solo pude tomar líquidos con
absorbentes.
Después de un
viaje de 16 días desembarcamos en San Petersburgo, que antes se llamaba
Leningrado. En el muelle esperaban las mamushkas rusas, que venían a reencontrarse
con sus hijos que estaban en Cuba. Llevaban pañuelos de flores en la cabeza y
esas cosas rusas típicas y sus caras eran de una tristeza infinita. Todo
acompañado por una banda que tocaba himnos patrióticos bajo la neblina, el frío
y la grisura. Cuando vi todo aquello desde la borda me dije: “¿Y esto qué cosa
es?”. ¡Juro que no quería desembarcar!
En ese justo
instante empezaron mis problemas en la Unión Soviética, que nunca se
resolvieron durante los 10 años que viví en Ucrania.
¿A qué
problemas te refieres?
Burocráticos. Por
ejemplo, en Leningrado ningún hotel permitía que nos alojáramos porque yo era
considerada extranjera y con pasaporte de otro país había que pagarlo todo en
dólares, sin importar que mi esposo fuera un militar soviético. ¡Hablo de 1965
ya! Un hotelero, desolado al no poder darnos una habitación, sugirió a mi
esposo que contactara el Estado Mayor. Víctor lo hizo y alguien de aquella
instancia le indicó que podíamos pernoctar en un cuartel, durmiendo en literas,
en un dormitorio colectivo, con otros militares que no pararon de roncar en toda
la noche cada uno con decibeles y tonos diferentes. Pero eso no fue lo peor,
sino que al levantarme a la mañana siguiente tenía los ojos pegados porque la
colchoneta estaba cundida de chinches que me habían picado los párpados.
Recuerdo que mi esposo, al levantar un listón del suelo, descubrió la guarida
de miles de chinches. Con los ojos hinchados y casi cerrados recorrimos el río Neva,
y él me decía: “¡Mira qué belleza el Palacio de Invierno de los zares!”, y yo
no me atrevía a decirle que lo veía todo nublado por culpa del ataque de
chinches que había sufrido aquella noche.
De Leningrado
viajamos a Moscú, en donde tampoco nos alojaban en sitio alguno. Mi impresión
de la capital rusa fue que era un gran koljoz, fea, sin otro atractivo que la
Plaza Roja, el Gun o gran mercado y los cuatro edificios alrededor. Lo más
decepcionante del mundo. Nada que ver con las imágenes proyectadas durante los
grandes desfiles soviéticos que dan la impresión de una plaza desmesurada
cuando en realidad es de tamaño insignificante. Hice una cola espantosa para
ver a Lenin embalsamado y cuando llegamos, que vi sus manos amarillentas y la cara
cerosa me dio pavor. Apresuré el paso, loca por salir de aquel laberinto de
pasillos en el Kremlin.
Al día siguiente
fue que llegamos a Kiev, en donde nos recibió mi medio-hermano Arturo Caraballo,
hijo de mi padre con su segunda esposa, quien estaba estudiante Radio
Electrónica en la Universidad de la capital ucraniana. Fue él quien nos dio
cobijo en su albergue.
¿Viviste
entonces toda tu etapa rusa en Ucrania?
Los 10 años, de
1965 hasta 1975 en que, al fin, pude escaparme rumbo a Polonia. Déjame decirte
que Ucrania es una tierra bella. Sus edificios, sus campos y su gente son
maravillosos. El suelo es muy rico y fértil. Por eso Putin quiere anexarse este
territorio.
Durante el primer
tiempo vivimos en casa de mis suegros, en una aldea cerca de Zaporijia, al
sudeste de Kiev y a orillas del Dniéper. Los padres de Víctor tenían una casita
de esas que se ven en las películas rusas y yo me hubiera quedado allí, pero mi
esposo era militar y tenía que ir a donde lo enviaran. Alguien le sugirió que
para que yo pudiera estudiar y ocuparme lo mejor posible que aceptara un puesto
en Járkov, uno de los principales centros educativos, culturales e industriales
de Ucrania, y para allí fuimos.
En Járkov me
inscribí en la Universidad en 1966 y estudié 5 años de filología francesa. Como
extranjera no podía alejarme más de 7 km de mi domicilio sin la autorización,
primero de mi esposo y, luego, de las autoridades. Y cuando ya tenía estas dos
autorizaciones me obligaban a reportarme cada día en el sitio en el que me
encontrara, poco importa si era dentro de la misma Ucrania, con tal de que no
distara más de 7 km de nuestro lugar de residencia. Los derechos como
extranjera y como mujer eran mínimos. Por eso me da tremenda risa ver a las
mujeres cuando protestan hoy por la más mínima cosa referente al tema. ¡Si
hubieran tenido que vivir lo que viví yo, estarían hoy de lo más felices!
¿Qué pasó
después de que te graduaste por segunda vez?
Mi hijo Serguéi
nació en 1968, estando yo en el segundo año de estudios de mi carrera. Mi hijo
hoy día está en el frente, en la guerra de Ucrania, y un nieto también. De más
está ahondar en mi día a día, conectada constantemente a las noticias y
durmiendo con el sobresalto de que, de un momento a otro, puedo recibir una
noticia fatal. Esas cosas ni se explican a los que no las han vivido.
Pero volviendo al
tema de mi vida en Ucrania, cuando terminé mis estudios trabajé en el Instituto
Nacional de Recursos Metalúrgicos. Traducía planos, recibía a los ingenieros
cubanos que venían por razones profesionales y que no hablaban ruso. Allí
permanecí hasta 1975.
¿Volviste a
Cuba en ese tiempo?
Solo una vez, en
1971 con mi hijo de 2 años, para que conociera a su abuela y para volver a ver
a mis hermanas y familiares. Lo que me encontré en Cuba fue desolador. Estuve 5
meses, entre el 5 de julio y el 7 de noviembre. Todo era por la libreta de
abastecimiento, y como yo no residía en la Isla no tenía derecho a inscribirme.
La situación del país se había deteriorado tanto que no lo reconocí pues
acababan de pasar por el descalabro de la zafra de los Diez Millones de
toneladas de caña de azúcar que nunca
pudieron cumplir. Además, las relaciones con la Unión Soviética no estaban en
su mejor momento y había mucha tirantez entre La Habana y Moscú. Recuerdo que
para poder darle leche a Serguéi tuve que cambiar unos zapaticos de niño que
traía por unas bolsas de leche en polvo.
La relación con
mi marido se había deteriorado mucho. Como auténtico militar comunista para él
todo mi mundo, el francés, la música, el arte y mis sueños, eran cosas frívolas
sin trascendencia ni importancia. Recuerdo que una vez traje una guitarra con
la ilusión de tocarle y cantarle canciones cubanas a mi hijo y él me dijo que
me daba 12 horas para que desapareciera aquel instrumento de nuestra casa porque
no quería que su hijo se convirtiera en un hippie. Hoy en día, él sigue
viviendo en Ucrania y se ha vuelto más religioso que nadie, y nuestro hijo se
ha ido al frente para defender su país de las garras rusas.
Yo hubiera podido
quedarme en Cuba en aquel momento ya que a él le importaba un bledo que
volviera o no, pero en aquellas condiciones, como paria en mi propio país, sin
condiciones y con un niño pequeño, no me quedó otra alternativa que regresar a
la Unión Soviética, y eso fue lo que hice.
¿Cuándo logras
abandonar la Unión Soviética?
Ya estaba
divorciada de Víctor cuando conocí, un 7 de agosto de 1974, a Carol, un polaco
cuya madre era ucraniana y su padre polaco, y que vivía en Lodz, Polonia. Carol
había venido a Ucrania a conocer a sus abuelos, y nos vimos por primera vez el
día antes de su regreso a su país. En esas 24 horas fue él quien me abrió los
ojos y me hizo entender el horror que se vivía a diario en la Unión Soviética y
la gran diferencia con respecto a Polonia. Hasta ese momento mis únicas
experiencias del mundo habían sido Cuba que había dejado con 21 años y la Unión
Soviética en la que llevaba 10. Comenzó entonces un idilio epistolar, como yo
le llamo, y nos escribimos 164 cartas que aún conservamos. Carol estaba
dispuesto a sacarme de Ucrania, pero tenía que dejar a mi hijo atrás, porque el
padre nunca me iba a autorizar su salida. Incluso, me puso una demanda cuando
quise permutar la casa por dos habitaciones independientes alegando que lo que
yo estaba buscando era irme a Estados Unidos. Al final, Víctor logró quitarme al
niño porque como extranjera en la Unión Soviética yo no tenía derecho ni
siquiera a un abogado.
Empezaron
entonces las trabas porque hacía un año que había enviado mi pasaporte al
consulado cubano en Moscú para renovarlo y lo habían retenido sin decirme la
razón. En esa época los cubanos podíamos viajar por toda Europa sin visa
porque, evidentemente, ninguno podía salir de Cuba de otra manera que
definitivamente o, como yo, por razones muy personales. A sabiendas de que mi
pasaporte representaba mi carta de libertad, Carol insistió mucho para que lo
recuperara. Incluso se brindó para regresar a la Unión Soviética y acompañarme
al consulado cubano a buscarlo. Allí me dijeron que había sido el propio Víctor
quien les había escrito pidiendo que retuvieran mi pasaporte, aunque ya estuviéramos
divorciados. Por suerte para mí, nunca llegaron a otorgarme la nacionalidad
rusa, que yo había pedido, cansada de no tener tampoco derechos en el país en
que vivía. Pero al parecer a los rusos no les interesó dármela y hoy lo
agradezco infinitamente.
Y llegas a
Polonia…
Llego a Polonia
un 30 de junio de 1975, dejando a un hijo que iba a cumplir 8 años, y sin otra
opción que largarme porque mi situación en Ucrania se había convertido en un
auténtico calvario. O me salvaba yo y trataba de recuperar después a mi hijo, o
tal vez no estuviera haciéndote el cuento.
Al final tuve que
esperar 10 largos años para recuperar a mi hijo, después de escribirle a Ronald
Reagan, Margaret Thatcher, François Mitterrand, Willy Brandt y al mismísimo
Gorbachov, siendo este último el único que tomó cartas en el asunto e
intercedió para solucionar el problema y que autorizaran a Serguéi a salir de
la Unión Soviética cuando yo ya vivía en París. Claro, le dieron un mes de
autorización con la condición de que regresara a Ucrania pues de lo contrario echarían
entonces al padre del trabajo.
Por otra parte, para
vengarse de mi decisión de irme de Ucrania, el padre de mi hijo denunció al
consulado cubano en Varsovia mi situación, de modo que dicho consulado nunca me
concedió el permiso para residir en Polonia, algo necesario para que las
autoridades polacas me dieran, a su vez, la autorización de quedarme legalmente
en ese país. Incluso casada ya con Carol en ese mismo año de 1975 no podía
residir más de tres meses en Lodz, de modo que daba viajes constantemente a
París, a donde por suerte sí podía ir gracias a amigos que me acogían y al
hecho de que desde 1945 y hasta la llegada de François Mitterrand al poder los
cubanos podíamos viajar a Francia sin necesidad de visa, ya que la República de
Cuba había ayudado mucho a la Francia libre durante la Segunda Guerra mundial
con recursos y alimentos. Y así mismo, textualmente, me lo comunicaron las
propias autoridades diplomáticas francesas en su consulado en Varsovia, a donde
había ido a pedir visa creyendo que la necesitaba.
Estuve 6 años de
mi vida viajando en trenes desde Polonia a París, para tener el derecho de
regresar a Polonia, y desde Varsovia a Járkov, en Ucrania, para ver a mi hijo. En
la frontera entre Polonia y la Unión Soviética, en Kursk, bajaban a todos los
polacos del llamado “tren de la amistad” y los desnudaban si encontraban algo
sospechoso. Lo hacían para cerciorarse de que no traían ropas para revender a
los rusos y, en la dirección contraria, que no llevaban oro para revenderlo en
Polonia. Recuerdo que siempre atravesaba esta frontera sobrecogida, con miedo a
que me revisaran a mí también, pero por una vez en la vida me salvaba el hecho
de ser extranjera.
Cuando con el
pasaporte cubano no pude seguir viajando libremente a Francia fue que decidí
inscribirme en La Sorbonne, en 1981, para poder tener una visa de estudiante
que me permitiera seguir entrando y saliendo.
¿Viviste los
acontecimientos de la revolución polaca de Solidarnosc contra Jaruzelski?
El comunismo en
Polonia nunca fue como en la Unión Soviética y en otros países. De los polacos
los soviéticos desconfiaban y de ellos siempre se decía que eran como el
rábano, es decir, rojos por fuera (o sea, en apariencia) pero blancos por
dentro (o sea, anticomunistas en lo más profundo).
Jaruzelski declaró
el estado de guerra en Polonia el 13 de diciembre de 1981 y bloqueó todo
contacto del exterior en los dos sentidos. Yo estaba en París y Carol
permanecía todavía en Lodz. Por eso yo no tenía ninguna noticia de lo que
estaba pasando. Así estuvimos dos meses. Fue a partir de este momento que
empleé todas mis energías en sacarlo definitivamente de Polonia y lo logré en
1982.
Finalmente
encuentras estabilidad en Francia…
Lógico, pues de
todos los países en que había vivido durante toda mi vida Francia era el único
verdaderamente democrático. Y me salvó la vida y se lo agradezco eternamente. Mi
hija Susanne, nació en París en 1984 y Carol y yo nos hicimos ciudadanos
franceses en 1986. Poco a poco mi esposo fue prosperando y llegó a ser
presidente de una gran empresa en la región de Grenoble hasta que nos mudamos
en la década de 1990 a la zona del Ródano en donde vivimos actualmente.
¿Mantuviste
contacto con el mundo cubano?
En 1996, en pleno
Periodo Especial, y después de 25 años sin volver, regresé a La Habana para ver
a mi madre ya muy mayor y a mi hermana Maritza. Una amiga me sugirió que fuera
porque el estado económico del país era desastroso y ellos estaban en la
miseria absoluta. Pasé allí 15 días de angustias pues viajé con mi hija Susanne
que tenía 12 años y estuvimos dos semanas comiendo lo mismo: una pierna de
jamón de cerdo que mi hermana consiguió viajando a Pinar del Río. Eso, y coles
que un camión traía de pronto, ¡como si a los cubanos les gustara tanto ese
vegetal!
Para colmos, mi
familia se había mudado a Pogolotti, un barrio muy marginal, en donde las
condiciones de vida me parecieron surrealistas. Las tupiciones del baño al
parecer no tenían remedio de modo que estuvimos yo y mi hija bañándonos 15 días
con cubo y un jarro en el patio de la casa. Ni muerta entraba yo a aquel baño.
Mi hermana me decía que los vecinos nos iban a ver desnudas, y yo le respondía
que prefería que nos viera desnudas el país entero antes que entrar a aquel
baño lleno de salideros y tupiciones.
Durante aquella
estancia viví situaciones muy absurdas. Entré un 7 de marzo y en el aeropuerto
pusieron un cuño como si yo hubiera entrado el 3 de ese mismo mes. Lo habían
hecho adrede para acusarme de haber entrado fuera de visa y sacarme dinero. En
las oficinas de Inmigración tuve que cantarles las cuarenta y me puse tan
violenta que creo que, al final, me dejaron por incorregible. Yo les mostraba
mi boleto de entrada al país y les decía que solamente convertida en espíritu
hubiera podido entrar antes de la fecha anunciada en mi billete. Y ellos,
durante tres horas, propuestos a sacarme los 1000 dólares que decían costaba la
enmienda. Hasta que se dieron por vencidos y no les quedó otra que arreglarme
el problema, pero no me dio la gana de dejarme estafar.
En otra ocasión
no me dejaron entrar con mi hermana al hotel Nacional porque ella era cubana. El
policía o el individuo que con tanto desdén la rechazaba a ella (y que supongo
que hoy debe vivir en Miami) nos mandó de vuelta a casa y yo me di el gusto de
mostrarle mis tarjetas Visa y de decirle que ni en sueño el sabría nunca lo que
representaba la libertad de vivir en la democracia en donde con el dinero de tu
propio esfuerzo eres libre de ir al hotel que desees sin importar tu
nacionalidad.
¡Hasta el carro
con chofer que alquilé para pasar un día en Varadero se rompió por el camino y
estuvimos horas bajo el sol esperando a que lo arreglaran! ¡No me quiero
acordar de aquel viaje tan terrible como el de 1971!
Poco después
te conocí en el marco de los famosos Ateliers Cubains de Saint-Etienne…
En efecto, pues a
partir de 1990 empezaron a salir más cubanos de Cuba y hasta esa zona de
Francia habían llegado algunos, entre ellos Alberto Hechavarría Rodríguez, que
había sido bailarín en la isla y que tuvo la idea de crear aquellos eventos y yo
la de fundar una asociación llamada Sol y Son para acoger aquellos talleres
culturales relacionados con la historia y las artes cubanas. Queríamos enseñar
otra cosa de nuestra cultura que no fuera solo salsa, bailoteo y comedera.
Aquellos Ateliers tuvieron mucho éxito y la Alcaldía y el gobierno municipal nos
apoyó y subvencionó las actividades, de modo que pudimos montar exposiciones,
hacer conciertos e invitar a escritores como a ti cuando viniste a presentar tu
libro en 2001 durante uno de aquellos Ateliers.
¿Y hoy en día?
Sigo viviendo en
Saint-Etienne con Carol, ya retirados y octogenarios. Mi hija Susanne vive en
Kenia (después de haber vivido en Suecia y en Inglaterra) con su esposo y sus
dos hijos. Mi hija tiene sangre china y cubana por mí, polaca y ucraniana por
su padre, y sus hijos la tienen africana por el padre de ellos. Y no sabes cómo
me alegro de toda esa mezcla que es el único antídoto contra el racismo, el
odio y la intolerancia. En cuanto a mi hijo Serguéi después de haber vivido un
tiempo en Francia en donde ya tenía su propio negocio regresó a Ucrania y se
alistó en el ejército. Hoy en día combate en el frente junto a uno de mis
nietos.
Mi vida ha sido
un rosario de separaciones y reencuentros, de situaciones surrealistas y
sobresaltos, de enredos burocráticos que son la consecuencia de haber vivido
del lado oscuro de la cortina de hierro. Debo tener muy buena genética entre
aquel chino esclavo y todo lo demás porque no solo sobreviví sino que sigo en
pie afrontando los embates de la Historia. Con mi libro Tracé mi propio
camino, al parecer, no terminé de contarlo todo.
París/Saint-Etienne, mayo de 2025.
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