Entrevista a Andrea O'Reilly Herrera - William Navarrete - Cubanet
Entrevisto a la académica Andrea O'Reilly Herrera, amiga desde principios de siglos y alguien a quien admiro mucho.
Enlace directo: Entrevista a Andrea O'Reilly Herrera de Alvaré / William Navarrete
Una cubanita
pasada por agua
(El escritor William Navarrete entrevista a la académica y escritora Andrea O’Reilly Herrera de Alvaré)
Conocí a Andrea
O’Reilly Herrera en París hace unas dos décadas cuando presenté, junto a la
poeta Eyda Machín, un 19 de abril de 2004, su libro ReMembering Cuba: Legacy
of a Diaspora en la Maison de l’Amérique Latine de la capital francesa. En
esa ocasión, Andrea viajó desde Colorado para esta ocasión. Recuerdo que unos
días después pudimos conocernos mejor pues salimos a caminar por París y le
enseñé la pastelería Stohrer, la más antigua de París, fundada en 1730, que
inventó el baba au rhum y es la única que elabora todavía el puits
d’amour (pozo de amor), un dulce en forma de pozo relleno con crema
pastelera caramelizada que Luis XV solía ofrecer a sus amantes. Esa tarde
terminamos cenando en Le Grand Colbert, brasserie francesa antigua que
sigue en la misma dirección de la calle Vivienne desde 1910.
Desde entonces
Andrea ha formado parte de las personas que, sin que nos veamos a menudo, he
mantenido contacto. He escrito sobre sus libros y ella me ha invitado a
participar en algunos de los que ha publicado. Es probablemente una de las
personas más risueñas que conozco, junto con otra Andrea (alemana ésta). Y
aunque no nació en Cuba se siente tan cubana como norteamericana y creo que es
una buena oportunidad para recordar a su familia materna, los Alvaré de Filadelfia,
que a tanto exiliado ayudaron y tanta historia hubieran podido contar si
también los hubiera entrevistado.
Háblanos de
tus orígenes y de tus padres y abuelos
Vengo de una
familia materna realmente cubana, americana y española. Hubo antes de 1959
muchas familias en Cuba con vínculos con Estados Unidos y España y la
mía fue una de ellas.
Mi madre, María
Teresa Alvaré de Cabello, nació en La Habana en 1926. La llevaron por primera
vez a Filadelfia cuando estaba en la esquela secundaria. Esto sucedió durante un
periodo en que mi abuela materna no estaba muy decidida a venir a Estados
Unidos porque no quería dejar a su madre, pero la convenció el hecho de que la situación
política que vivía entonces la Isla no era muy estable y hubo mucha violencia en
las calles.
Mi abuelo
materno, Nemesio Faustino Alvaré Gómez, era de Sagua la Grande y nació en el año
1896. Asistió a la misma escuela que el pintor Wifredo Lam. Sus orígenes eran
asturianos y todavía tengo mucha familia en Oviedo por esta parte. Mi abuelo obtuvo
una doble titulación en ingeniería química en el Massachusetts Instituto de
Tecnología (MIT) y la Universidad de Harvard. Cuando era joven, se hizo muy
amigo de los hermanos Bacardí, y justamente uno de ellos, Luis Juan Bacardí
Gaillard (hermano de Facundo Ernesto), le dio empleo y lo envió a los Estados
Unidos a inaugurar una antena del ron Siboney, marca de los Bacardí.
Escogieron
Filadelfia porque mi abuela materna, Andrea del Carmen Cabello de Aguirre
(1894), cubana de orígenes vascos franceses y españoles, tenía entonces familia
en esta ciudad norteamericana. Su primo era el pintor romántico cubano Leopoldo
Romañach. El negocio de los rones no fue tan exitoso como creyeron y mi abuelo
daba viajes constantemente entre Filadelfia, Nueva York y Cuba. Al cabo de
cierto tiempo de estar trabajando con la marca Siboney abrió su propio negocio en
Filadelfia que consistía en la fabricación y distribución de levadura.
Esto es por
el lado Alvaré. ¿Y por los O’Reilly? ¿Perteneces a la familia que lleva este
apellido en Cuba?
¿Quién sabe? Hay O’Reilly en todas partes del
Caribe y una calle muy famosa en La Habana; y en realidad no es un nombre muy
común en Irlanda. Mi padre, Hubert Oliver O’Reilly, nació en Filadelfia, pero
mis abuelos paternos eran parte de aquellos irlandeses que llegaron a Estados
Unidos huyendo de la pobreza en Irlanda y tratando de mejorar económicamente. Ambos
tenían familia en Filadelfia y se conocieron y se casaron allí.
Desgraciadamente,
mis abuelos paternos fallecieron bastante jóvenes y los lazos familiares más estrechos
los tuve sobre todo con mi rama cubana. Mis padres se conocieron en Filadelfia
cuando estaban en la escuela secundaria. Mi madre tenía solo quince años.
Durante la Segunda Guerra Mundial, mi padre se alistó en la Marina
norteamericana. Su madre murió al dar a luz mientras él estaba navegando.
Nací en
Filadelfia el 5 de enero de 1959, pero fui concebida en La Habana durante el
último viaje de mi madre a la isla, aunque ella no se dio cuenta en ese momento.
Mis abuelos pasaban largas temporadas de verano en Cuba, de modo que la familia
vivía realmente entre dos aguas. Siempre, desde la década de 1930, mantuvieron
la casa de Filadelfia, pero también se quedaban en una casa aledaña a las de
mis bisabuelos en El Vedado o con la familia paterna en Sagua la Grande. De
modo que vivieron durante 30 años en un ir y venir constante entre Cuba y
Estados Unidos. Mi madre me contaba que estando embarazada de mí viajó a La
Habana en marzo y abril 1958 y notó que el país estaba militarizado y había
muchos cambios. Fue un momento muy tenso. Mi padre acompañó a mi abuelo a Cuba
en el otoño de 1958 y trajo a casa una botella de sidra para mi madre. Cuando
la fueron a abrir para celebrar el 31 de diciembre en Filadelfia la sidra se
había descompuesto y no hacía burbujas. ¿Un signo de mal agüero entonces?
Los viajes a Cuba
terminaron en 1959, justo cuando nací. Por esa misma razón pasé toda mi
infancia oyendo hablar de Cuba. La casa de mis abuelos y mi hogar en Filadelfia
se convirtió en una especie de casa de acogida de cubanos que llegaban al
exilio y en la que participaban todos: abuelos, padres, tíos y primos. Solo se
hablaba de lo que estaba sucediendo cada día en la Isla. Recuerdo que cada
domingo se ponían a conversar en círculo en la casa de mis abuelos para contar,
evocar o compartir las últimas noticias de las que tenían conocimiento sobre lo
había sucedido o estaba sucediendo en La Habana. También había una ecléctica
reunión de personas de todo el mundo: familiares, conocidos y desconocidos,
todos habían dejado sus países de origen bajo diferentes grados de presión y,
en consecuencia, se habían convertido en parte de nuestra familia extendida. Presenciando
apasionadas y, a menudo, dolorosas conversaciones, tomé plena conciencia de las
adversas condiciones emocionales, psíquicas, sociales y políticas a las que las
personas desplazadas deben adaptarse para sobrevivir.
¿Tal vez
por todo esto te has interesado siempre en los temas de inmigración y
etnografía?
Por supuesto. Te
voy a poner ejemplos concretos. Una vez alguien llamó a mis padres para
pedirles que buscaran un hogar para una adolescente cubana que había llegado a
través del programa “Pedro Pan”. Sin pensarlo dos veces mis padres la acogieron
en mi casa, en donde vivió durante años bajo nuestro mismo techo y yo siempre
pensé que era una prima. Su novio había caído preso en la invasión de bahía de
Cochinos. Cuando logró salir de Cuba y llegar a Estados Unidos, mis padres se
ocuparon de organizar la boda de ambos.
En Filadelfia
había una comunidad de exiliados cubanos con vínculos estrechos y casi todos
pasaban por las casas de los Alvaré-O’Reilly. Funcionábamos como una isla fuera
de la Isla. Y poco a poco fueron sacando de Cuba a toda la familia materna y
paterna, tíos y primos, que con la llegada del castrismo no podían seguir
viviendo allí.
Pero no solo llegaban
a casa cubanos, sino que también tuvimos a una colombiana, a argentinos, a salvadoreños
y gente de América Latina en donde las revoluciones, los golpes militares y las
persecuciones les arrojaban fuera. En otra ocasión, cuando la guerra de Vietnam,
un sacerdote (a quien mi madre no conocía) llamó y dijo que alguien le había
dado la información de contacto de mis padres y pensó que estarían dispuestos a
ayudarlo facilitar el traslado de tres hermanos que habían salido de aquel país
asiático en barco y que esperaban en Francia la oportunidad de llegar a Estados
Unidos. Así fue como los tres hermanos terminaron en mi casa y los ayudé a
aprender inglés y mi padre les encontró matrículas en la Universidad de Villanova.
La casa de la familia Alvaré en el Vedado en la década de 1940 y en la década de 2010
Esos son los Estados Unidos que yo conocí, el de las puertas abiertas que tendió siempre las manos a quienes no han tenido otra alternativa que emigrar y abandonar sus países. Mi familia, constituida por mis padres y sus seis hijos, no era rica, pero siempre había lugar para otra persona y, de una forma u otro todos eran bien atendidos. De estos Estados Unidos venimos casi todos. Y así será siempre mi manera de sentirlo y de desearlo porque mi familia cultivó en mí un enorme sentido de la responsabilidad cívica, un sentido de comunidad, y el amor por la diversidad y la solidaridad. Agradezco a mis padres y a mis abuelos por inspirar mi dedicación de toda la vida a la justicia social y ambiental, que me permitió fundar el departamento de Estudios de las Mujere y Estudios Étnicos, así como un Centro en la Universidad de Colorado.
Entonces
creciste y viviste en Filadelfia como si estuvieras en Cuba…
Así mismo. Las
tradiciones eran también cubanas. Celebrábamos una mezcla de la Nochebuena al
estilo cubano y americano y también el día de mi santo que era el mismo que el
de mi abuela materna. ¡Desde niña escuchaba los cuentos y dichos de la isla, y
mi abuela nos hizo practicar trabalenguas como ese que dice: erre con erre
cigarro… Recuerdo mi abuelo recitando la poesía de Martí, se
escuchaban canciones tradicionales y la música de Benny Moré y de Ernesto
Lecuona; ¡y comíamos platos cubanos y nos servían arroz en cada cena! Por cierto,
Lecuona vivía en la misma cuadra que mi madre durante su infancia. Ella solía
contarme que por las noches abrían las persianas y lo oían ensayar.
Aunque crecí como
norteamericana, mi familia supo resolver el problema de identidad haciendo que me
sintiera también cubana desde mi nacimiento. Esa conexión con la Isla la tengo
cada día y tuve la oportunidad de comprobarlo físicamente cuando estuve dos
veces allá.
En mi casa, mi
madre nos hablaba en inglés porque ella misma tuvo una experiencia muy negativa
cuando llegó por primera vez a Estados Unidos hablando español. Fue durante el
período de Jim Crow y la familia experimentó bastante discriminación. Pero, las
conversaciones entre mis abuelos, tíos y parientes ocurrían siempre en español.
Y muchas de las personas que vivían con nosotros no hablaban inglés, así que
nos comunicábamos en español. Yo sé que mi acento en esta lengua es un ajiaco
(una mezcla de Filadelfia, Madrid y La Habana), porque en realidad casi nunca
tengo oportunidad de practicarlo en Colorado donde vivo. Pero lo que también sé
es que mi corazón es cubano, aunque parezca que exagero.
¿Tuvo
alguna relación el tema cubano con tus estudios académicos y tu desarrollo
profesional?
Estudié
literatura y me gradué primero, en 1980, en la universidad jesuita de Saint
Joseph, en Filadelfia. Luego hice también un master en este ámbito en la
Universidad de West Chester (1988) y, finalmente, un doctorado en la
Universidad de Delaware, también de literatura, que presenté en 1993.
Mi primer
proyecto académico a principios de la década de 1990 fue ReMembering Cuba:
Legacy of a Diaspora, que terminé publicando en 2001 y para el cual entrevisté
a cubanos del exilio y reúne muchas conversaciones con muchos cubanos incluso con
una tía abuela nonagenaria y a otra centenaria que vivían en Miami y que visité
en esa ocasión para que me contaran sus experiencias pues una de ellas había vivido
de niña la guerra de independencia. En ese proyecto quise dar voz a los
exiliados que habían trasplantado su cultura en Estados Unidos y a aquellos que
como yo nacimos o creímos aquí. Entonces el libro tiene entrevistas con
escritores como Heberto Padilla, Jesús Barquet, Matias Montes Hudobro y Yara
González-Montes, Lourdes Gil, José Kozer, Silvia Curbelo, Virgil Suárez,
José Kozer, Carlota Caulfield y Orlando Rodríguez Sardiña (Rossardi), a artistas
como Carmen Herrera, María Martínez-Cañas, Luis Cruz Azaceta y Rafael Soriano,
a académicos como Gustavo Pérez-Firmat, Ileana Fuentes, Enrique Patterson,
Flora González Mandri, María Cristina García, entre muchos más. Incluso incluí
a mi tía abuela Ada Alvaré y su hijo, Carlos, y mi tío Carlos J. Alvaré,
arquitecto, quien empleó durante mucho tiempo en su estudio de arquitectura en
Filadelfia a muchos cubanos que llegaban al exilio. Ese mismo año publiqué mi novela The Pearl of the Antilles, otro libro enfocado en el tema de la identidad y
la transmisión de ésta en el contexto de cinco mujeres, una que había emigrado.
Independientemente
de mi ejercicio académico como profesora de literatura y estudios étnicos y de
mujeres, y más allá de los 6 años que enseñé a partir de 1993 en la State
University of New York y de los 25 años en la Universidad de Colorado, en
Colorado Springs, desde 1999 hasta que me retiré en diciembre de 2024, casi todas
mis investigaciones y publicaciones han tenido que ver con los estudios
cubanos. En mi libro Cuba. Idea of a Nation Displaced, publicado
en 2007 por la State University of New York y en el que, por cierto, tú escribiste
un capítulo sobre el exilio cubano en Francia, hay muchos ensayos sobre el tema
de la creación artística de la diáspora de mano de investigadores como Iraida
Iturralde, Adriana Méndez Rodena, Antonio Benítez Rojo, Rafael Rojas, Maya
Islas, Jorge Duany, Carlos Victoria, Felipe Lázaro, Pablo Medina y muchos
más.
¿Visitaste
alguna vez la Isla? ¿Volvió alguien de tu familia en algún momento después de
1959?
El único que
volvió después de 1959, muy al principio, y en un viaje de ida y vuelta para
buscar unos documentos fue mi abuelo Nemesio. De la familia nadie hizo el viaje
de regreso y, como dije, muchos sí hicieron el de ida y definitivo cuando pudimos
sacarlos de la Isla.
Cuando comencé mi
vida profesional de académica en universidades norteamericanas, intenté en
varias ocasiones que me autorizaran el viaje, y nunca sucedió. Tú sabes que el
gobierno cubano nunca da explicaciones de por qué no te autorizan entrar en el
país. Durante la década de 1990 y la siguiente escribí varios textos y libros sobre
la diáspora cubana, los artistas del exilio, la cultura cubanoamericana y temas
que tienen mucho que ver con mi actividad intelectual y profesional. Sospecho
que esos libros no eran del agrado de las autoridades cubanas pues abordaban
temas que la política del castrismo había negado durante muchos años: la idea
de que los cubanos de la diáspora han preservado y perpetuado su cultura, y la
existencia de un arte y una cultura cubanas en exilio independientemente del
gobierno en la isla.
¿En qué
condiciones logras entonces ir a Cuba por primera vez?
Se lo debo al
artista cubano Leandro Soto y a su esposa, Grisel Pujalá-Soto, con quienes
empecé a colaborar en un proyecto universitario de arte llamado CAFÉ (siglas de
Cuban American Foremost Exhibitions). Leandro (quien falleció en 2022 a los 66
años en California), formaba parte de la generación de Volumen I, junto a
artistas cubanos de la década del 1980 que habían salido al exilio, pero que habían
mantenido vínculos con los movimientos artísticos dentro de Cuba. Ambos crearon
el proyecto CAFÉ que abarcó la creación artística cubana fuera de la Isla a
partir de las rupturas provocadas por el tema político y enfocándose en la
plástica, pero también en la literatura, el teatro y otras manifestaciones. Yo
participé en CAFÉ como curadora y artista pues con más de 100 alumnos de la
Universidad de Colorado y con una colega cubana, Maura Rainey, monté el
proyecto “Cuba transnacional” que se relacionaba con lo que estaban haciendo
Leandro y Grisel. Hicimos la curaduría de 6 exposiciones de arte, que se
presentaron en algunos lugares en el Front Range de Colorado, organizamos dos
simposios con más de 30 artistas, y organizamos varias lecturas de poesía (en
las que participaron Lourdes Gil, Iraida Iturralde y Ricardo Pau Llosa, entre
otros), además de la pieza de teatro Rum and Coke escrita y presentada
por Carmen Peláez.
En 2015 iba a
tener lugar un festival de arte llamado Visuarte:
Todos los caminos en Cienfuegos, ciudad natal de Leandro. A él lo habían invitado
a presentar y entonces habló con la organizadora del evento, a quien conocía
muy bien, y ésta hizo todas las gestiones para que yo pudiera viajar a la Isla
y participar.
¿Puedes
contarnos qué impresiones tuviste del país del que te hablaban y del que
realmente conociste?
Fue uno de los
momentos más emotivos de mi vida. En 2015, antes de viajar a Cienfuegos en una
furgoneta, estuve en La Habana visitando la casa de mis bisabuelos en la
esquina entre las calles 11 y 10 en el Vedado, convertida en auténtica ruina
como podrás ver en las fotos que tomé (y comparar con las de antes). Había una casita
aledaña donde vivieron mis abuelos y donde se quedaban mis padres cuando visitaban
La Habana. Reconocí la casa familiar en cuanto la vi. Había un militar parado
al otro lado de la calle con una ametralladora y varios guardias apostados en
la calle porque la casa de Celia Sánchez Manduley, que Fidel Castro utilizaba
como cuartel general y a donde solía venir durante un tiempo estaba en la
cuadra siguiente. Al acercarme, empezó a gritarme, a decirme algo y a agitar su
arma. Estaba tan abrumada por la emoción que, al cruzar la calle para explicar
por qué estaba allí, empecé a sollozar. Le expliqué que mi madre nació en esa
casa y que creía que nunca tendría la oportunidad de verla. Mientras le contaba
nuestra historia, el militar rompió a llorar. Una anciana se acercó y nos
preguntó qué pasaba. El militar le contó mi historia y ella empezó a llorar.
Mientras estábamos juntos en la esquina, los tres llorando en una de esas
escenas surrealistas típicas de la vida cubana, el esposo de la mujer se acercó
en un coche. Bajó la ventanilla para preguntarle a su esposa qué había pasado.
Cuando ella se lo contó, él también rompió a llorar. Fue un momento increíble.
El militar me permitió tomar fotos de la casa, pero me advirtió que no entrara
porque por seguridad no lo permitían.
Después, visité
las tumbas de mis antepasados y familiares que murieron en la isla y que están
enterrados en el cementerio Colón de La Habana. Mi bisabuela Andrea Cabello de
Aguirre, estaba entre los antepasados enterrados allí. Mientras caminaba por
las calles de La Habana, siguiendo los pasos de mis antepasados, la magnitud de
la pérdida y el trauma que habían experimentado me abrumaban.
Pero
independientemente de la destrucción y del estado general del que poco podré
decir porque yo no conocí el país de antes, lo que sí puedo afirmar es que por
alguna razón extraña me sentí inmediatamente conectada con la gente, con el
cubano de a pie que sufre, con las personas que fui conociendo, con sus
historias de dolor y de separaciones. De la misma manera, las personas que
conocí también reconocieron que me había criado en un hogar cubano. Las vistas,
los sonidos, las brisas y la particular inclinación de la luz, todo me era
extrañamente familiar, me sentía muy identificada con todo eso y que formaba
parte de ese mismo pueblo, sin importar que nuestras trayectorias hubieran sido
muy diferentes. Tanto al final de aquel viaje de 2015, como después del segundo,
en 2016, le dije a mi madre que había sentido que Cuba era el sitio donde me
hubiera gustado morir.
¿Tuviste
alguna experiencia con la censura? ¿Pudiste entender la situación real de la
libertad de expresión en Cuba?
Yo me eduqué como
norteamericana, pero conozco bien el tema cubano y la realidad de Cuba. Estando
en la Isla enseguida me di cuenta de que mi libertad de expresión molestaba.
Leandro Soto me había advertido: “Andrea, si vas a regalar tus libros debes
tener mucho cuidado y ver bien a quien se los vas a dar”. Y tenía razón.
Estando en
Cienfuegos dejé algunos ejemplares de mi libro Cuban Artists Across the
Diaspora: Setting the Tent Against the House, publicado en 2011 por la
Universidad de Texas, a un grupo de jóvenes artistas que me confesaron después que
ignoraban todo lo que habían leído. Para ellos no existía una cultura cubana
fuera de la Isla pues les habían inculcado que quienes se habían ido del país desearon
borrar toda conexión con el pasado. De hecho, en 2015, la conferencia que di no
agradó mucho a las autoridades culturales. Imagínate que hablaba de la diáspora,
del exilio, del arte cubanoamericano con artistas como José Bedia, Baruj
Salinas, Ana Albertina Delgado, María Brito, Rafael Soriano, Leandro Soto, Israel
León Viera, Yovani Bauta, etc. Estudiaba el arraigo a la cubanía fuera de la
isla y todo aquello que, al fin y al cabo, hacía hincapié en el tiempo de
espera por parte de personas que no habían olvidado de dónde venían y que soñaban
con volver un día a un país en condiciones normales. Noté que la gente estaba
un poco ofuscada contra el tema, pero aun así me invitaron al año siguiente a
presentar en una conferencia en Cienfuegos, que fue el segundo y último de mis
visitas a la Isla.
¿Y tu
apellido Herrera? ¿También es cubano?
No. Es el
apellido del padre de mis hijos y aunque estoy divorciada lo mantuve porque con
él aparezco en todas mis publicaciones.
Lo curioso es que
es un apellido de tribulaciones y me viene muy bien para este tema de
diásporas, exilios y flujos migratorios. La historia es de por sí una novela
porque mi suegro había sido un escultor consumado y connotado anarquista
catalán, y se estableció en Tenerife en 1923 huyendo de la policía de Primo de
Rivera. En esta isla canaria estuvo implicado en un intento de asesinato a
Francisco Franco en 1936 y trabajó luego para el servicio de inteligencia del
ejército republicano español desde Inglaterra. Se conectó con la infamosa
anarquista Emma Goldman, gran activista libertaria y feminista. Poco después,
tratando de sublevar a los nacionalistas en Tánger, fue prendido y encarcelado
y cuando recobró la libertad en 1939 fue a Londres para esconder. El caso es
que él se queda tres años en la capital inglesa y mantiene una correspondencia
regular con Goldman. Luego mi suegro tomó un barco durante el Segundo Guerra
Mundial, que formaba parte de un convoy que estaba siendo atacado por los
alemanes. Eventualmente se quedó en Estados Unidos cuando hizo escala en Nueva
York.
A la Gran Manzana
entró ya como Martín Herrera de Mendoza, un nombre completamente inventado por
haber estado clandestino en Inglaterra. En sus nuevos papeles aparecía como
ciudadano cubano nacido en 1903, cuando en realidad había nacido en Barcelona
en 1898 como Antoni Vidal Arabí. Herrera fue el apellido nuevo que
transmitió a sus cuatro hijos al fundar una nueva familia en Nueva York. Lo
increíble de esta historia es que nadie de su familia norteamericana o española
supo nunca, mientras “Martín” estuvo vivo, que en realidad no se llamaba así y
que había tenido una vasta prole anterior, con seis hijos y su “primera” esposa
en Cataluña que se vieron obligados a huir a Francia para exiliarse después de
su desaparición. Mucho después de la muerte de mi suegro fue que encontraron
una maleta con todas las cartas que él le escribió A Emma desde Inglaterra. Las
cartas fueron publicadas en Madrid, en 2008, en un libro bajo el título de Fraternalmente,
Emma. Cartas de amor y de guerra.
Esta es una
versión larga de la historia del apellido Herrera y de por qué lo mantuve
después de divorciada. ¿Qué mejor apellido entonces y más novelesco para mí que
Herrera como nombre de pluma? Además, mi madre pensaba que Herrera combinaba de
los más bien con mis nombres cristianos: Carmen Andrea Teresa.
¿Qué es
Cuba para ti hoy en dia?
Cuba es como una
herida abierta que nunca sana. Por eso he escrito una pieza de teatro titulada La
presencia de la ausencia. Un nocturno cubano que voy a estrenar en el
teatro español Thalia de Nueva York el próximo año. Se centra en los temas del
desplazamiento y el trauma intergeneracional, así como en restablecer vínculos e
intentar sanar a Cuba. La dirigirá la directora cubana Leyma López, y los
actores también serán cubanos. Contamos con el apoyo del Centro Cultural Cubano
de Nueva York, y la Universidad de Nuevo México publicará la pieza después de la
producción en Nueva York.
Tengo tres hijos,
Martin, Nicole y Alexandra, que entienden y hablan bastante bien el español. Nicole,
por ejemplo, enseñó español durante varios años. Los he criado en Pennsylvania,
Nueva York y Colorado comiendo mi arroz con pollo, mi congrí, plátanos fritos y
maduros, el flan de leche que hago estilo cubano y, sobre todo, mi famoso pie
de guayaba, insuperable incluso por cualquiera de Miami. Sin contar que me
preparo yo misma unos fabulosos Cuba Libre. He hecho lo que he podido para
mantener las tradiciones, pero en Colorado hay muy pocos cubanos y, en general,
muchos llegaron como pedropanes en la década de 1960.
Me da todavía
mucha gracias porque recuerdo que mi madre, antes de fallecer en 2021 con 95
años en Filadelfia, venía a Colorado a pasar temporadas conmigo. Entonces en
una de esas ocasiones me preguntó cómo era posible que me mantuviera tan
apegada a Cuba, un país en el que realmente no nací y que, en realidad, nunca
viví. A mí misma me cuesta trabajo responder esta pregunta. Quizás sea alguna memoria
postraumática o cuestiones de genética y ancestralidad. No sé. Esto sigue
siendo un misterio.
Fue mi propia
madre quien me dio entonces la mejor definición cuando me dijo que, en realidad
yo era “una cubanita pasada por agua”. Con la excepción de su hermano menor, mi
tío Chico (Nemesio), y su prima Amparo Alvaré-Arechabala (de quien habla
la pieza de teatro La Experiencia Amparo), mi madre fue la última
conexión directa con la Isla. Murió sin haber regresado jamás a su amada Cuba. Ahora,
me asaltan un millón de preguntas que quedarán sin respuesta. Esta entrevista, como
todo mi trabajo, está dedicada a su memoria. Que descanse en paz mi mamita. La
extraño mucho.
París/Manitou
Springs, agosto 2025








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