Sóller y la Tramontana de Mallorca / en El Nuevo Herald

Aquí les dejo algo de mi reciente viaje a Mallorca. Hablo de Sóller y de partes de la Tramontana, sitios que me enamoraron y, las razones, trato de resumirlas en este artículo para El Nuevo Herald.

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Sóller y la Tramontana de Mallorca / William Navarrete / El Nuevo Herald



Sóller y la Tramontana de Mallorca

William Navarrete*

Pensé escribir un solo artículo sobre Mallorca, la más grande las islas del archipiélago balear, pero mi reciente viaje a esta tierra me convenció de que es imposible abarcarlo todo en un mismo texto. Prefiero entonces, centrarme en una ciudad – Sóller – de modestas proporciones, y sus alrededores, de admirable calidad de vida. Son sitios que me impresionaron mucho y donde, a pesar de no haberme quedado todo lo que hubiera deseado, me quedé con muchas ganas de volver.

Sóller es, después de Palma, la segunda ciudad de Mallorca. Se llega en tren (desde la capital), gracias a una de las pocas líneas ferroviarias de la isla; en barco, a través del Puerto de Sóller, a pocos kilómetros de la ciudad o, como en mi caso, en auto, atravesando la Tramontana, ya sea desde el oeste (Valldemossa, Déia, etc), el este (Pollenza) o el sur (Palma). Estratégicamente situada, rodeada de montañas que se ponen rojas con el crepúsculo, la pequeña ciudad es un oasis de paz y de justo equilibrio entre la vida pueblerina que discurre alrededor de su hermosa plaza de la Constitución y las infraestructuras adecuadas en la que no falta nada de lo que se espera de una ciudad.

En su atmósfera flota algo de nuestras ciudades hispanas del Caribe (o, mejor dicho, en las nuestras algo de Sóller), ya que de la isla muchos emigraron a las colonias de América, fundamentalmente a Puerto Rico. Converso con el propietario de El Colmado (lo que llamamos en algunas partes de América tienda de comestibles, bodega, e incluso, colmado). Es un sitio mágico, con sus estantes ordenados y abarrotados (por eso los mexicanos dicen “abarrotes”) de productos y donde todavía se compran al peso granos, almendras y otros productos. La tienda tiene más de un siglo y ha pasado de generación en generación hasta el actual dueño quien me cuenta que, además de la producción de naranjas y limones, la riqueza de Sóller, visible en su fabulosa arquitectura, se debe a que muchas familias se instalaron en Francia a principios del siglo XIX y, luego, en Puerto Rico, pues había un barco que cubría la travesía directa desde el Puerto de Sóller hasta San Juan.

El Colmado se encuentra en la calle de La Luna, que nace en la plaza de la Constitución y llega hasta los naranjales y limoneros al pie de las montañas escarpadas, fuera de la ciudad. Desde la calle se ven las saletas, salas y otras piezas de las casas, con muebles del siglo XIX, y, en ocasiones, la vista abarca hasta los patios traseros, separados por puertas de persianas y vitrales de medio punto de hermosos colores. Y es que los habitantes suelen dejar abiertas sus puertas que dan acceso a una especie de antesala, desde donde una segunda puerta separa esta pequeña entrada del recibidor.

En esa misma calle se encuentra la Can Prunera, un museo de arte modernista instalado en una imponente casona de 1909 construida en este estilo por Juan Rubio Bellver, arquitecto también del ostentoso edificio que ocupa el Banco Santander a un costado de la plaza de la Constitución, así como de la iglesia San Bartomeu, la principal de Sóller, en esa misma plaza. Hoy en día, completamente restaurada, la Prunera exhibe mobiliario y detalles decorativos originales. Y a pocos metros, la fábrica y tienda de zapatos Ben Calçat, sin dudas una de las más coloridas que se pueda imaginar, en un sitio en que la fabricación de calzado también fue una fuente de riqueza importante.

En el barrio oeste se encuentra la Gran Vía, una arteria donde abundan las casas señoriales, construidas entre finales del XIX y principios del XX por los enriquecidos pobladores del lugar. Y al sur de la plaza el Mercado, uno de los lugares más concurridos y en donde los locales suelen hacer sus compras por las mañanas. Al sur, el Jardín Botánico y el Museo de Ciencias Naturales.

Una de las grandes atracciones de Sóller es el antiguo tranvía con vagones de madera que sale desde la Estación de Ferrocarril, atraviesa la plaza con su característico pitido, y baja lentamente hasta el Puerto de Sóller, un paseo ideal para comer en restaurantes de pescado y pasear a orillas de la bahía que acoge el puerto deportivo y dos pequeñas playas de arena.

Como en muchas partes de la isla, las ensaimadas forman parte del patrimonio gastronómico local y que no en balde llaman pan de Mallorca o simplemente “mallorcas” en Puerto Rico, que fue donde primero las probé. En Sóller las hacen muy buenas el Horno Santo Cristo, en la misma calle de La Luna, y dos antiquísimas pastelerías que datan de 1852, llamadas Can Panxeta y La Lareña, que fueron de la misma familia y se separaron hace poco. Y, por supuesto, los jugos de naranjas en cada café, naturales y dulces como pocos, extraídos de la variedad local que es, sin lugar a duda, la mejor del archipiélago.

Desde Sóller vale la pena visitar dos pequeños pueblos típicos del valle: Biniaraix y Fornalutx. El segundo se encuentra en la lista de “los pueblos más lindos” de España, y, por consiguiente, es más turístico y el único que brinda posibilidad de alojamiento. Se destaca el entramado de calles pintorescas y casas de piedra, la típica iglesia parroquial, el Ayuntamiento y numerosas fuentes de agua que permitieron, en los orígenes, el primer asentamiento.

Y adentrándonos en la sierra en dirección de Sa Calobra, una cala desde donde se llega caminando al espectacular Torrent de Pareis, se encuentra el Monasterio de Lluc, uno de los lugares de peregrinaje más importantes de la isla, en donde se venera a “La Morenita”. El complejo religioso, cuyos orígenes se sitúan en el siglo XIII, abarca la basílica de 1622, los edificios de hotelería, un jardín botánico en el área del colegio de estudiantes, además de la parte reservada al clero. También se puede subir al calvario, desde donde puede verse un valle de ensueños, rodeado de montañas, al que solo se puede acceder caminando los fines de semanas, pues es privado. Los visitantes vienen también a la basílica para oír el coro de niños cantores de la Escolanía de Lluc o Blauets, así llamados por el color azul de sus sotanas. La institución data del siglo XVI, perpetuada hoy día por unos 40 niños que estudian en el santuario.

Y para degustar las especialidades locales nada mejor que Can Gallet, un auténtico restaurante mallorquín a cinco minutos del monasterio, en el cruce de caminos de la estación de servicios. El arroz “brut” es una especialidad local, el ali oli (o aioli), el frito mallorquín, e incluso, los helados, son caseros. Ideal para despedirse de la Tramontana insular.

* Escritor cubano establecido en París


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