Entrevista al editor y escritor Pío Serrano, por William Navarrete
Entrevisto para Cubanet al editor Pío Serrano. Les
dejo el enlace y copio al final la entrevista.
"Salir de una dictadura comunista y caer en los restos de una fascista no me resultaba grato"
El escritor William Navarrete entrevista al editor y escritor cubano-español Pío Serrano
Al editor Pío Serrano lo conocí en Madrid, imposible recordar si durante una de las reuniones que organizaba la arquitecta Irma Alfonso Rubio en su casa de la calle Pardo Bazán, cerca del Parque de Berlín. O tal vez en una de las tertulias que, un domingo por mes, organizaba el también editor y filántropo Víctor Batista-Falla en el café Central de la Plaza Santa Ana, en que conocí, específicamente en la de enero de 1999, al pintor Lorenzo Mena Rigali y a Manuel Fernández Santalices, autor de varios libros sobre la religión en Cuba y cofundador de la revista católica La Quincena, fallecido en 2013. Quién sabe si fue entonces en alguno de los encuentros o congresos que se celebraron a finales de la última década del siglo pasado en la capital española. Lo que sí pudo asegurar es que, de una forma u otra, intercambiábamos a menudo por nuestro interés común por la literatura y porque los libros que publicaba en su editorial Verbum me llegaban a París, ya sea porque los autores me pedían una reseña o porque la editorial me los enviaba para darlos a conocer entre los lectores de las diferentes publicaciones periódicas con las que he colaborado a lo largo de mi vida.
Pero como sucede muchas veces con las personas que creemos conocer y de las que, en realidad, poco sabemos, he sido el primero en quedar sorprendido por las revelaciones de Pío Serrano sobre su infancia idílica, sus inquietudes juveniles y los obstáculos a los que tuvo que hacer frente tras el triunfo del castrismo.
- La primera pregunta es, como para
todos los entrevistados, acerca de tus orígenes familiares: ¿Quiénes
eran tus padres? ¿Dónde naciste y cómo era tu entorno familiar?
Nací en 1941, en San Luis, un pueblo que entonces
pertenecía a la provincia de Oriente y ahora a la de Santiago de Cuba. El
pueblo fue fundado en un valle situado casi en el centro de lo que sería la
cabezota del caimán, si consideramos a la isla de Cuba con la forma de este
reptil. Pronto nos mudamos al poblado de Dos Caminos, más cercano a las minas
de cobre que gestionaba en esa época una empresa norteamericana, pues mi padre,
Juan Serrano Moro, trabajó en sus oficinas desde 1940 hasta 1945.
Mi madre era Carmen Castellanos Domínguez y se casó
con mi padre en San Luis, en 1940. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, mi
padre quedó sin trabajo y entonces nos trasladamos a Güines, otro valle, pero de la llanura habanera, donde viví hasta 1960.
¿Qué recuerdos tienes de tu infancia?
Si tuviera que imaginar esa mágica región, ese
mítico paraíso de la infancia, lo situaría en la intimidad familiar del pequeño
pueblo de San Luis, donde la mayor parte de, digamos, sus 10.000 habitantes se
conocían por sus nombres, y muchos de ellos estaban emparentados en distintos
grados por mi línea materna. A San Luis, regresaba todos los años durante las
vacaciones de verano y disfruté de las bullangueras fiestas de carnaval, las congas
arrolladoras y los bailes en las calles durante las dos semanas que duraba aquel puro jolgorio. Esa imagen de entonces, repetida
año tras año, se me ha quedado estampada en la memoria.
En San Luis conocí temprano sus glorias y
sombras. Con los carnavales coincidía el fin de la campaña cafetalera, los
breves meses dedicados a “ordeñar” las plantas de café, crecidas en las faldas
de las cercanas elevaciones que abrazaban el pueblo. Entonces, desde aquellas
alturas oscuras, llegaban los recogedores de café, mestizos en su mayoría, con
la frágil ilusión de sus miserables pagas, para hacer sus compras del año.
Acompañados por sus mujeres prematuramente desgastadas; los hombres eran pura nervadura de tensos tendones pujando bajo la
requemada piel.
Parte de las vacaciones de verano las pasaba en
la finca de mis abuelos maternos, encajada entre sitios con nombres de novelas de
la tierra, en una zona llamada Juan Barón, una
región profunda de Candonga (y a la memoria me viene aquella curiosa novela Vivir
en Candonga de Ezequiel Vieta) perteneciente a Palma Soriano. A varias
leguas de Candonga, en Dos Ríos, podíamos visitar el monolito, pequeño y
descuidado entonces, que indicaba el sitio en donde José Martí fue a buscar la
muerte. Allí, en Candonga, mi abuelo don Hilario, canario, enteco, de rostro
alargado y estrecho, ojos oscuros, de expresión seria pero no severa, abundante
su cabellera cana y de pocas palabras, conservaba una indefinible melancolía
que ocultaba detrás de tres cartas de la brisca, quizás, la extrañeza del
emigrante que nunca olvidó su tierra de Gáldar.
Doña Antonia, mi abuela, era otra cosa. Parecía
estar hecha de reciedumbre canaria. Yo me despertaba temprano, cuando ella llamaba
a sus palomas y aves de corral, ¡piiipipipiiiii!, para darles de comer la dorada
ración diaria de maíz molido. Luego, se asomaba a la cocina y ordenaba la
preparación del desayuno (plátanos verdes asados o hervidos, trozos de bacalao
asado, o huevos fritos con trozos de chicharrones de la última matanza de un
cochino), un desayuno para unas doce personas entre la familia y los empleados.
La abuela visitaba luego el corral de las chivas con el primer forraje del día
y ordeñarlas. Y con la leche hacía el mejor queso blanco del mundo. Y los
sábados hacía el pan acariciando en la artesa los nubarrones de harina, sal,
manteca y levadura. Cuando abría el horno de leña salían de su interior los roscones
y angelotes para los nietos. Inolvidable abuela, con sus casi seis pies de
estatura y abundante humanidad, la mirada severa y el rostro surcado por los
profundos sajazos de quien ha parido nueve hijos y cada día debía vencer la
fatiga de la vida rural junto a su marido, el callado abuelo don Hilario.
Recuerdo la imagen de mi abuela en el campo sembrado de yucas, de pie, abriendo
sus poderosas piernas de mujer robusta, apartando sus enaguas y su amplia
falda, para dejar correr un espeso líquido amarillo que al caer en la arrugada tierra
formaba una espuma que el fuerte sol de Oriente convertía en luminosa
irisación.
¿Y por tu parte paterna?
El origen de mis abuelos paternos está vinculado a la extensa
llanura del Cauto, donde mi abuelo don Gumersindo y sus hermanos –todos nacidos en Cuba, de padres murcianos, decían–,
gente de a caballo, se dedicaban a la compra y venta de ganado, por lo que no
faltaban los rumores insidiosos que les atribuían la condición de cuatreros.
Gente de a caballo en una inmensa región poco poblada y de
pequeños centros urbanos muy alejados unos de otros, de ganado disperso, capaz
de perder el rumbo y de confundirse con otras manadas. Mi abuela paterna, doña
Josefa, era muy divertida. Nos contaba a los nietos las aventuras de aquellos
respetables hermanos, que nuestra imaginación igualaba a los héroes de las
películas del Oeste que veíamos en el cine. Cuando se bajaron de los caballos,
los hermanos se dispersaron, unos se fueron a Venezuela, otros a Santiago de
Cuba y mi abuelo a Palma Soriano, lugar donde nació mi padre.
Mi abuela paterna, doña Josefa Moro, nació en Cauto
Embarcadero, donde su padre, don Orfelino, tenía una próspera tienda de
abarrotes que, por su carácter mixto, podía ofrecer desde cinchas para ajustar
las sillas de los caballos hasta productos de higiene para las señoras, una
circunstancia que, como contaba la abuela, dotaba al local de una clientela variopinta
y de un aire de civilidad casi urbano del que ella presumía.
Por entonces, Cauto Embarcadero era el puerto que abría las
puertas a la gran llanura del Cauto, rica no solo en ganadería, sino también en
café, arroz y tabaco, que atraía la curiosidad interesada de cubanos y
extranjeros emprendedores. Esto viene a cuento porque la abuela presumía
también de haber recibido una educación de señorita, por las distintas tutoras
acogidas, aunque siempre de paso, por su casa. Pero al final de las confesiones
que nos hacía a sus nietos revelaba un delicado secreto familiar: su padre, es
decir, mi bisabuelo, había sido engendrado por un ingeniero irlandés, un tal Mr.
Moore, que exploraba aquellas tierras para una compañía ferroviaria, y una
señora de la zona no identificada. La abuela añadía que, aunque concebido fuera
del matrimonio, el pequeño Orfelino, su padre, fue reconocido e inscrito por Mr.
Moore, antes de trasladarse urgentemente a Camagüey llamado por otra compañía
de ferrocarriles. Pero con la prisa y el desconcierto del empleado del Registro
Civil que no atinaba a descifrar el apellido de aquel caballero que aguardaba
con su equipaje en el coche que lo acercaría hasta el puerto, escribió con la
plumilla de metal mojada en la negra e indeleble tinta el apellido apócrifo con
el que mi abuela tendría que cargar toda su vida: “Moro”. Doña Josefa Moro, tan
tozuda como doña Antonia, todavía en la vejez, sostenía un pequeño espejo y
exploraba en su mandíbula hasta encontrar algún pelo rojizo que con mano firme
arrancaba para mostrárnoslo, como prueba infalible de su genética celta.
Mi abuela doña Josefa nunca volvió a la llanura del Cauto. En
adelante siempre vivió en pueblos y ciudades adaptándose al medio como una
citadina más: Palma Soriano, San Luis, Santiago de Cuba y, finalmente, La
Habana. El abuelo don Gumersindo falleció relativamente joven, a los 65 años.
Era poco locuaz, permanecía horas dándose balancín en el portal, como si, al
renunciar a su vida de vaquero del Cauto, se desentendiera de todo lo demás por
el resto de su existencia. Una vez que enviudó, la abuela pudo desplazarse a su
gusto, acogida entre sus cuatro hijos. El primero, Luis, fue asesinado en 1935
por la porra machadista, algo que, más que apenar a la abuela, la llenaba de
orgullo. Presumía, también, de un encendido sentimiento nacionalista y
republicano que vinculaba a sus años de niñez y adolescencia, cuando los
mambises alzados contra España en 1895 visitaban la tienda de su padre. Había
que oírla contar sus relatos de la guerra, oír cuando nos cantaba a sus nietos
el Himno Invasor, bajito, casi susurrado, con la mano derecha sobre el
corazón.
¿En qué momento dejas a Oriente y por qué?
Como ya dije, con el fin de la Segunda Guerra Mundial las
minas de cobre en las que trabajaba mi padre, cerraron. En 1945, emigramos a
Güines, un próspero valle al sur de La Habana, donde aguardaba a mi padre el
trabajo de inspector de autobuses, un sector en el que trabajaría hasta que se
jubiló y se marchó del país por el puente de Varadero.
El viaje de 1954 lo hicimos en tren, el transporte
interprovincial habitual de entonces, un trayecto de unos 900 kilómetros desde
la estación ferroviaria de San Luis hasta la Estación Central de La Habana, que
se recorría en unas doce horas. En La Habana, nos esperaba el hermano de mi
madre y nos desplazamos en un tranvía hasta la parada de las guaguas
Habana-Güines. Fue la primera vez que tuve la experiencia de viajar en un
tranvía, aquel vehículo traqueteante, abierto a los lados, en un trajín
continuo de los que subían y bajaban, con sus asientos de pajilla, rodando con
estrépito por los raíles y alzando aquellos troles chisporroteantes, asombro y deslumbramiento
del guajirito oriental.
A unos 50 kilómetros de La Habana, atravesando la Loma de
Candela que se abría como un balcón sobre el amplio verde del valle de Güines,
una hora y media después, llegamos a la casa de los tíos, donde permanecimos
unas semanas antes de instalarnos en nuestro primer hogar en ese mismo pueblo.
¿Dónde cursaste tu primera escolaridad y qué
recuerdos tienes de tus estudios primarios y secundarios? ¿Algunos profesores
que te hayan marcado? ¿Alguna materia?
Como correspondía a una familia de clase media baja –no creo que mi padre ganara nunca más de 250 pesos
mensuales–, me matricularon en una de las escuelitas de barrio del pueblo,
generalmente dirigidas por una doctora en Pedagogía. En el caso de la mía, la
directora era la excelente educadora Antonia García, mientras preparaba sus
oposiciones a una cátedra de Instituto, circunstancia que, en la mayoría de los
casos, podría tomarle el resto de su vida.
Pero lo cierto es que, vista con la distancia de tantas
décadas trascurridas, en aquella escuelita laica con no más de 50 alumnos
dispensaban una enseñanza prácticamente personalizada y de una exigente severidad,
gracias al aliento vocacional de aquellas educadoras. Como he dedicado gran
parte de mi vida a la enseñanza, tanto en Cuba como en España, no dejo de
admirar con nostalgia la calidad y el rigor de la formación que recibí durante
los seis grados de la enseñanza primaria y el curso preparatorio para acceder
al examen de ingreso al Instituto de Segunda Enseñanza, donde cumpliría con los
cinco años de bachillerato en Letras
Acceder más tarde al Instituto, significaba cruzar la línea
roja que nos separaba de la infancia y nos instalaba, generalmente sin estar
debidamente preparados, en la inquietante penumbra de una adolescencia
presentida como el acceso a la libertad sin saber a ciencia cierta cuáles eran sus
límites y con la angustia de no saber en qué diablos consistía “estar
preparados”.
Con respecto a los varones que procedían de los centros
privados sólo para chicos que, en el caso de Güines, era el Colegio Salesiano,
los que llegábamos de las escuelitas privadas, gozábamos de la ventaja de la
escuela mixta, con chicas y chicos en una misma aula, algo que favorecía un
trato más espontáneo con nuestras compañeras.
Recuerdo con gratitud a mi profesor de literatura cubana, el
fervoroso Antonio María Maica. Y aunque yo era muy torpe para las matemáticas, guardo
una grata memoria del excelente profesor de la asignatura, el Dr. Mario
Martínez, además padre de la más delicada y sutil criatura a la que todos amábamos
en sufrido silencio. Era la época del rock y de las sweet ballads (“Love
is a many splendored thing”, “Mr. Sandman bring me a dream…”) que nos llegaban
de USA, interpretadas por Pat Boone, The Platters, Elvis Presley.
¿Qué recuerdos tienes de los años que
precedieron a aquel fatídico 1959?
Desde 1952, Batista gobernaba el país con una fuerte
oposición política urbana y, luego, una resistencia armada en la Sierra, que
lentamente, como una mancha de aceite, como dice el tópico, empezó a extenderse
por las ciudades, sobre todo, La Habana.
Así, los jóvenes estudiantes vivíamos en una doble realidad,
la propia de la edad y sus apetencias con bailecitos de cumpleaños y los más
formales en el Casino cuando tocaban las orquestas de Benny Moré o La Sonora
Matancera, o excursiones para bañarnos en el río Mayabeque, y ya sobre los 16 ó
17 años de edad las incursiones al barrio de las prostitutas en Güines, la
célebre calle del Medio, sus casitas de madera y techos de zinc, abiertas a
ambos lados de la calle, con mujeres jóvenes y mayores que ese exponían a sus
puertas o en los portales para atraer con palabras o gestos lascivos la
atención de los tímidos paseantes que éramos los curiosos impertinentes,
incapaces de cruzar el umbral del pecado o de la latente amenaza de las
enfermedades venéreas, terrífico y temido adjetivo que con solo
nombrarlo creíamos que nos infectaría.
Por otra parte, la edad comprometía también con las pequeñas
e ilusorias células del movimiento 26 de Julio que comenzaban a activarse,
sobre todo, para vender bonos, distribuir hojas impresas en mimeógrafo y, lo
más atrevido, familiarizarnos con la única pistolita (¿calibre 22?) que
guardaba el jefe de la “célula” y que, por su torpeza e ignorancia, me costó el
heroico ridículo de recibir un balazo a la altura de la rodilla. Bala que, por suerte,
salió por una nalga sin afectar el hueso. El resto de nuestra resistencia a
Batista consistía en correr delante de la policía durante las manifestaciones durante
las efemérides patrióticas. Lo más serio y trágico fue el asesinato del líder estudiantil
Bernardo Juan Borrell, durante la huelga general de 1958, un compañero del
Instituto que militaba formalmente contra la dictadura.
El 1° de enero de 1959, a media mañana, “tomamos” el
Instituto, desplegamos una bandera rojinegra del 26 de Julio y nos hicimos
fotografiar armados con algunos de aquellos hermosos sables de la Guardia Rural
de los que nos apropiamos al pasar por la rendida Comandancia del mismo cuerpo.
Triunfa entonces la revolución de
1960 con el entusiasmo que ya conocemos. ¿Qué hace el joven Pío Serrano en ese
momento? ¿Dónde continúas tus estudios? ¿Empiezas a sospechar que se avecinaba hacia una nueva dictadura?
A mediados de 1959 terminé el bachillerato en
Güines, matriculé Derecho y viajé a La Habana para asistir a los cursos
sabatinos. En este mismo año, participé en las primeras elecciones de la FEU,
donde pujaron por la presidencia el candidato oficial Rolando Cubelas y el del
Movimiento 26 de Julio Pedro Luis Boitel, católico, quien, además, contaba con
el apoyo de la Agrupación Católica Universitaria. Aunque yo era católico
recuerdo haber votado por Cubelas.
En 1960, fui a vivir con una tía santiaguera
hermana de mi padre, de numerosa prole, casada con un marido itinerante,
experto conductor de los gigantescos charter pillars que se desplazaban
por toda la isla removiendo tierras en proyectos de obras públicas, y que solo
aparecía en casa por unos días cada dos o tres meses. El apartamento en que
vivíamos, aunque interior, era enorme, con cinco habitaciones, dos baños y una
pequeña habitación de criados cerca de la cocina. Tenía ventanas que daban a
patios interiores y la de la sala era la más grande y por donde más luz penetraba. Esto que te parecerá un apunte para un escenario propio de E. Hopper
para mí es un acicate para recuperar emociones, perplejidades y
contradicciones. Fue Vilma Espín quien le entregó ese apartamento a mi tía
Josefita cuando se mudó para La Habana a finales de 1959. Eran amigas del prestigioso
barrio santiaguero de Vista Alegre y compañeras del grupo de mujeres afines al
26 de Julio. ¡Celebración de la burguesía revolucionaria que estrena el poder! Con
todo, la bondad mayor del apartamento era su situación, calle San Lázaro N° 1156, entre Infanta y N, es decir, a dos cuadras de la
escalinata de la Universidad y en la frontera misma entre el Vedado y Centro
Habana, o sea, como estar a las puertas del Village o del Soho de Nueva York,
cosa difícil de imaginar hoy en día. Por otra parte, vivía justo en la cuadra
donde las manifestaciones de protesta de los estudiantes universitarios eran
violentamente reprimidas por la policía del régimen. Todavía en 1960 se podía
sentir el estremecedor recuerdo de aquellos días heroicos.
¿Como percibías la situación política
en ese momento?
Si me he detenido en el apartamento y sus
connotaciones es porque ahora pienso que allí, simbólicamente, se concentraba
una suerte de resumen, de síntesis de la situación política del país y de lo
poliédrica que podía resultar la composición ideológica de la familia cubana.
Mi revolucionaria tía Josefita militaba en la
Federación de Mujeres Cubanas. La mayor de sus hijas se había casado con un
joven recién graduado de Ciencias Comerciales y juntos se exiliaron en Miami. Mi
primo mayor trabajó poco tiempo en el periódico Revolución, pero pronto
entró en el Ejercito con grado de teniente y fue de los primeros en destacarse
como artillero en Playa Girón. El primo menor, ya en el Instituto, jugaba con
una actitud existencialista, mientras que mi prima Josefina, prácticamente
coetánea conmigo, estudiaba Filosofía y Letras, leía a los clásicos del
marxismo y de la Ilustración, y adoraba al herético Camus además de formar parte
de las milicias universitarias.
En muchos sentidos mi prima Josefina fue para mí
una importante influencia en ese momento en que me hallaba sin “norte” como
todo aquel que llegaba del interior de la Isla. En el contexto de los
vertiginosos cambios que se sucedieron en esos primeros años de revolución,
Josefina recibía en el amplio salón de su casa al núcleo fundador del Grupo El
Puente, José Mario y Ana María Simo, conocidos en la Biblioteca Nacional.
Josefina y Ana María eran miembros de la Unión de
Jóvenes Comunistas. Ya en 1962 el pequeño grupo original de El Puente, por
imantación y simpatía, se adunaba por entusiasmo generacional. Éramos un puñado
de entusiastas de la escritura, la mayor parte sin obra publicada. Sin
discriminación de raza, sexo o preferencias políticas, de géneros o poéticas,
el grupo iría alcanzando visibilidad con la publicación de aquellos primeros
títulos donde se encontraban flecos de la modernidad romántica de Baudelaire,
las huellas del Surrealismo de moda y confrontado con el coloquialismo de
otros, la fuerza objetiva de los “poemas-río” y hasta resonancias de cierto nuevo
origenismo. Estas publicaciones se harían realidad únicamente por la tenacidad
con que José Mario se entregaba a su edición, distribución y venta.
¿Fue entonces uniéndote al grupo El
Puente que comenzó tu motivación literaria?
En efecto, me vinculé al espíritu festivo que
animaba a aquellos jóvenes poseedores del sueño de la escritura para celebrar
las noches en los cafés del puerto, en El Gato Tuerto escuchando la densa voz
de Miriam Acevedo o en La Red donde era testigo de la violencia pasional de La
Lupe.
Por entonces, escribía una poesía de una
desordenada inquietud y pobre expresión. Con todo, aparecí en la Segunda
novísima de poesía cubana (1964), cuyas pruebas de plana fueron
confiscadas. Jesús Díaz, entre otros, comenzó con una campaña de descrédito
personal de José Mario y Ana María Simo, y, en general, del grupo El Puente en
general, que culminó en 1965 con el cierre de sus publicaciones. A José Mario lo
enviaron a los campos de trabajo forzado eufemísticamente llamados UMAP y Ana
María Simo fue expulsada al exilio.
¿Y tus estudios?
Para entonces ya me he casado con Edith Llerena,
abandonado la carrera Derecho y comenzado otros estudios en la Escuela de
Letras. Pasé al Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana,
integrado en un seminario de Estética, y comencé a enseñar en la Escuela
Nacional de Arte (ENA), instalada en Cubanacán.
El Departamento de Filosofía que integré y su
revista Pensamiento Crítico habían sido creados como refuerzo ideológico
de las tácticas y estrategia del “fidelismo” (entre otras, defensa de la “lucha
guerrillera”) enfrentadas contra la ortodoxia soviética y su concepción de la
lucha de clases, representadas en Cuba por el Partido Socialista Popular. Aquello
parecía un cacao, pero las desafiantes actitudes, sin duda, se estimulaban
desde “arriba”.
El Departamento ignoraba la interpretación
mecánica de los textos marxistas y descartaba el uso de los manuales simplistas
llegados de la URSS. En su lugar, desde el Instituto del Libro, dirigido por un
miembro del Departamento, se comenzaron a publicar textos molestos para los
ortodoxos: Un día en la vida de Iván Denísovich, de A. Solzhenitzin, ¿Revolución
en la Revolución? de Régis Debray, así como otros de Franz Fanon, Gunder
Frank y Althuser.
En resumen, creía que era posible una experiencia
socialista desde las peculiaridades cubanas, similar a la que los checos
comenzaban a diseñar por entonces, independente del modelo soviético.
¿Cuándo te das cuenta que era
imposible ser libre en Cuba?
A partir de 1968, todo intento de independencia
se vino abajo y se deshizo como un espejismo. El apoyo y la complicidad de Fidel
Castro a la invasión de Checoslovaquia y a la represión de la Primavera de
Praga, evidenciaba la imposibilidad de soñar con un socialismo con rostro
humano. La sumisión del régimen cubano al modelo soviético, representado ahora
por el severo L. Brézhniev, ahogaba cualquier vestigio de esperanza futura.
Pronto se clausuró el Departamento de Filosofía y
la revista Pensamiento Crítico dejó de publicarse. Fui expulsado de la
ENA y me “recogió” un amigo en el renovado Instituto del Libro. Desde ese
momento, comencé una etapa de reflexión sobre el sentido de formar parte de un
proceso en el que progresivamente dejaba de creer.
Así fue como, en 1970, renuncié a mi trabajo y
solicité con mi esposa de entonces el permiso para salir de Cuba. Y como le
sucedió a todos los que hicieron la misma solicitud me enviaron inmediatamente a
un campamento de trabajos forzados en lo profundo de Matanzas.
¿Cómo fue tu vida en ese campamento
de trabajo forzado? ¿Cómo se llamaba? ¿Qué hacían allí? ¿Y cómo fue tu salida
definitiva de Cuba y a quienes dejabas atrás?
Antes de que me enviaran al campamento de
trabajos forzados, nos visitaba un oficial del Ministerio de Interior,
acompañado por dos vecinos miembros del Comité de Defensa de la Revolución
(CDR). Hicieron un minucioso inventario de todas nuestras pertenencias:
vajilla, ropa de cama, libros, cuadros, vasos, silla, mesas, discos, toallas… Y
nos extendieron el documento para que lo firmáramos, no sin antes hacernos la
severa advertencia de que cuando abandonáramos el país, el día antes de la
salida, regresaría un oficial con dos miembros del CDR para verificar que todo,
absolutamente todo lo inventariado, estaba en su lugar. ¡Y de que en caso de
que algo se rompiera o estropease teníamos que conservar sus restos!
En realidad, no era un solo campamento sino un
conjunto de barracones en los campos de la provincia de Matanzas, entre
Jovellanos, Pedro Betancourt, Juan Gualberto Gómez y Unión de Reyes. Los
barracones tenían techos de zinc, paredes de madera y suelo de tierra, y colgaban
dos filas de camastros con sacos de yute en literas, para albergar a unas 500 personas
a la espera del día en que les autorizaran la salida del país, algo que podía demorar
años.
En estos campamentos no permanecíamos más de dos
o tres meses. En cualquier momento, siempre de noche o en la madrugada para
desestabilizarnos, nos despertaban al grito de “¡De pie!”, y nos daban la orden
de recoger lo poco de que teníamos y de subir a los camiones cañeros. Así nos
trasladaban de noche, en 10 ó 12 camiones, para pasar desapercibidos de las
poblaciones que íbamos a atravesar.
Los trabajos a los que no destinaban siempre
estaban vinculados a la agricultura: corte, siembra y fumigación de la caña o
recogida de frutos varios. La rotación de los campamentos se imponía una vez
que el contingente hubiese terminado la tarea asignada por las autoridades.
Contrario a lo que se pudiera pensar, estos
campamentos contaban únicamente con un suboficial del Ministerio de Interior,
del que se decía que el destino infame de ocuparse de “gusanos” se debía que
había sido castigado por alguna indisciplina. Nadie más nos vigilaba. Resultaba
obvio que, si todos teníamos como finalidad obtener el permiso para salir del
país, estábamos decididos a soportar los trabajos forzados para lograr la
anhelada salida. Aquello era un juego sádico, en el que debíamos ser los
mejores guardianes de nosotros mismos.
Cada mañana se pasaba lista. Quien no apareciera
se le marcaba ausente en su tarjeta (que incluía un informe sobre cumplimiento
del trabajo, disciplina y ausencias). Una tarjeta que, en el momento de la
salida, había que presentar, sellada, en la Oficina de Emigración en La Habana,
en donde abrirían el sobre para, de acuerdo con lo allí estampado, el
desgraciado aspirante a emigrar obtenía la autorización o lo devolvían al campo
de trabajos forzados. ¿Dije sádico? No, mejor decir vesánico.
¿Hasta cuándo tuviste que sufrir
esta tortura?
Hasta el 31 marzo de 1974, después de cuatro años
trabajos agrícolas, en que pudimos al fin embarcarnos rumbo a España.
Cuando nos llegó el telegrama de salida, Edith
tuvo que arreglárselas para llegar hasta el campamento en donde estaba
internado y presentar el telegrama que me autorizaba a salir de allí. Regresé con
ella a nuestra casa. Disponíamos de unos pocos días para despedirnos de la
familia y hacer el equipaje con lo poco que nos permitían llevar. El día
anterior a la partida, llegó un oficial del Ministerio del Interior, acompañado
por dos vecinos del CDR, para confirmar que no faltaba nada de todo lo inventariado.
Nos pidieron que sacáramos el equipaje y los documentos que teníamos que
llevar, y cerraron y sellaron el apartamento.
Entonces nos fuimos a la casa de un amigo, pues
no queríamos aumentar la emotividad de la despedida de Edith con sus padres ya
ancianos. Ya en aeropuerto, en ese espacio que llaman “La Pecera”, después de la
revisión de nuestros pasajes, pasaportes y permisos, oímos que nos llamaban por
el altavoz. Nos presentamos y nos llevaron a una pequeña oficina en donde un
oficial nos informó que a última hora nos retiraban el permiso de salida, y que
debíamos esperar uno nuevo. El oficial, por supuesto, no podía decirnos cuándo lo
recibiríamos. Entonces nos entregó un documento para que lo presentáramos al
CDR y que retiraran el sello de la casa y nos permitieran regresar a nuestro
piso. Unos meses después se repitió la misma experiencia, pero esta vez sí
pudimos embarcar.
Edith dejaba en la isla a sus padres y hermanos.
En mi caso mis padres y mi hermano ya estaban en Miami hacía tiempo. Solo dejaba
atrás a unos pocos amigos leales y a mi prima Josefina, que quería como una
hermana.
¿Qué pasó a tu llegada a España? El
franquismo daba sus últimos coletazos, ¿cómo viviste este periodo?
Como te dije, llegamos a España en marzo de 1974,
pocos meses después del atentado mortal de ETA al almirante Luis Carrero
Blanco, presidente del Gobierno, al que siguió, meses más tarde, un largo
proceso de enfermedad que llevaría a la tumba al dictador Francisco Franco. Te
confieso que la idea de tener que salir de una dictadura comunista y caer en
los restos de una fascista no me resultaba grata, pero era la única opción.
Sin embargo, mi sorpresa fue que, a diferencia de
la idea de una España pobre y arrumbada en el pasado que mis amigos exiliados
republicanos me contaban, en realidad encontramos una sociedad, evidentemente
autoritaria, pero que había comenzado un notable proceso de industrialización y
modernización. Lo que estaba sucediendo en España y lo que se intuía en el
ambiente político era que el régimen sin el Caudillo no podría sobrevivir.
Estas circunstancias fueron decisivas para que Edith y yo decidiéramos
quedarnos en Madrid y postergar el plan inicial de irnos a Francia en cuanto
reuniéramos para los pasajes y el dinero suficiente para no llegar con los
bolsillos vacíos. Ya sabes que desde el siglo XIX, el sueño bobo de todo
hispanoamericano era “irse a París”, una obsesión tan patológica que le impidió
al pobre Casal cruzar la frontera española.
La cuestión fue que desde mi llegada me propuse
iniciar los trámites de convalidación de estudios en la Universidad
Complutense, pero la pesadez de la burocracia española de entonces venció mi
resistencia. Esto me permitió conocer el ambiente de rebeldía de los
universitarios, simpatizar con ellos y compartir el entusiasmo de su apuesta
por la democracia.
Ya en 1975 juramos lealtad al Rey Juan Carlos y nos convertimos en
ciudadanos españoles. En breve, llegó la Transición
y el país, y efectivamente, comenzó a cambiar y nuestro destino también.
¿Te relacionabas con la comunidad
de intelectuales cubanos en el Madrid ese entonces?
Edith y yo fuimos a presentar nuestro respeto y
admiración por su poesía a Gastón Baquero al Instituto de Cultura Hispánica.
Esperábamos encontrar a un señor adusto, distante desde la altura que la
leyenda le había atribuido. Para nuestro asombro, desde el primer momento,
Gastón nos acogió con la simpatía y la bonhomía de un patriarca criollo,
alguien que se desplaza con naturalidad de la reflexión profunda a la cariciosa
risa con que abría las puertas a sus jóvenes visitantes. Él favoreció las
primeras publicaciones de nuestros poemas y fue un ángel guardián del
desarrollo de la poesía de Edith en España. Su compañía no nos abandonó hasta
su fallecimiento en 1997.
La colonia cubana de exiliados en España era
nutrida y compuesta por un grupo de profesionales y excelentes amigos: el
propio Gastón Baquero, el escritor Mario Parajón y su esposa Annabelle
Rodríguez, el cineasta Roberto Fandiño, el historiador Leopoldo Fornés-Bonavía, el intelectual Carlos Alberto Montaner, el pintor
Waldo [Díaz]-Balart, el fundador de la Cinemateca de Cuba Germán Puig, el
historiador y poeta Carlos Miguel Suárez Radillo, la arquitecta Irma Alfonso
Rubio, el pianista José Luis Fajardo, la doctora Martha Frayde, el filántropo Víctor
Batista-Falla, los escritores Lilliam Moro y Felipe Lázaro y un largo etcétera.
¿A qué te dedicaste?
Primero trabajé en una escuela privada como profesor
de inglés gracias a un sacerdote cubano amigo de la infancia. Después en una
agencia de traductores e intérpretes que llevaba un matrimonio alemán muy
solidarios con nosotros. Luego, trabajamos Edith y yo en una imprenta enorme,
donde nos contrataron para operar unas máquinas de fotocomposición, cuyos
manuales estaban en inglés y éramos los únicos que tenían a mano.
En 1975 un amigo común me presentó a Carlos
Alberto Montaner, para quien traduje el libro de Seymour Menton, Prose
Fiction of the Cuban Revolution, y meses después me ofreció que me
encargase de la producción editorial de las Ediciones Playor, una colaboración
que duró hasta 1990 cuando Montaner, por necesidades de su vocación política y
su compromiso de resistencia al régimen cubano, decidió fijar su residencia en
Miami y negoció la posibilidad de trasladar Playor a Puerto Rico, bajo la
dirección de Patricia Gutiérrez-Menoyo, hija de Eloy Gutiérrez Menoyo. En ese
momento me propuso llevarme como director editorial, pero yo rehusé su oferta y
decidí permanecer en España. Mientras, en 1988 Edith –que
había publicado una notable obra poética– y yo nos separamos, aunque
conservamos buena amistad hasta su fallecimiento en 2006.
Fueron años de una gran amistad, de complicidades
políticas tanto en la vida española como en los proyectos cubanos compartidos,
y, para mí, la posibilidad de adquirir las destrezas propias de un editor
profesional. Así fue como, en 1990, decidí fundar mi propio sello editorial: Verbum. Pero esa es otra historia.
- ¿Cómo fueron los años de Verbum?
¿A quiénes publicaste?
La imprescindible Aurora Calviño,
mi nueva compañera, y yo nos dimos a la tarea inmediata de encontrarle a Verbum
un hogar digno de la carga simbólica que representaba: efectivamente, el nombre
de la editorial era un homenaje a la primera revista de la generación de Orígenes,
y a su amparo echamos a andar. Como buque insignia del futuro catálogo
publicamos Poemas invisibles en 1991, catorce espléndidos poemas
inéditos que Gastón Baquero nos entregó.
Nos instalamos en Eguilaz, una pequeña calle
cercana a la Glorieta de Bilbao, cálido Madrid decimonónico. Desde allí, sin
proponérnoslo, Verbum se fue convirtiendo en un sitio de encuentro de jóvenes
escritores cubanos que vivían o pasaban por Madrid, así como de viejos y nuevos
conocidos que, de alguna forma, continuaban formando parte del apparatchik
cultural de la isla, que nos visitaban con la bandera blanca de paz y
cordialidad, y que nosotros creíamos ver como si lo que quisieran fuera dejar
marcado para el azaroso futuro que ellos “pasaron por” Verbum. En broma, mis
amigos residentes en Madrid nos llamaban el “segundo consulado cubano”. En una
ocasión un viejo preboste de la alta regencia cultural de La Habana, llamó para
visitarme y, generoso, quiso protegerme al preguntar: “Oye, no quiero que este
encuentro pueda perjudicarte”, no pude dejar de sonreír al responderle: “Pero
mi querido X, eres tú quien tiene que considerar si tu visita te perjudica, yo
soy un hombre libre”.
Constituíamos la empresa, Aurora como
administradora –lo había sido en Playor desde su fundación– y yo como director
de publicaciones, editor, y durante unos años mozo de almacén y chico de los
recados. Contamos desde el principio con la colaboración de excelentes amigos y
profesionales con los que trazamos el plan inicial de producción, que consistió
en la edición de varias series de uso y práctica del español: Serie de español
para extranjeros, Serie de Manuales Prácticos de uso del español, Serie de Diccionarios.
Al tiempo que comenzamos a formar las colecciones literarias: poesía, ensayo,
narrativa y teatro.
Aunque se favoreció la presencia de autores
cubanos, tampoco deseábamos ser identificados como una “editorial cubana”,
aunque sí como una referencia obligada de una importante presencia isleña. Con
el tiempo ampliamos el catálogo hacia otros ámbitos literarios como la Serie de
Literatura Coreana, la Biblioteca Hispanoafricana, y más recientes las Series
de Letras Hebreas y de Letras Árabes. Te confieso que el descubrimiento de la
cultura coreana, sus vínculos con la china y la autenticidad de su identidad ganó
de inmediato mi entusiasmo y una curiosidad que no ha cesado a lo largo de las
dos décadas desde la creación de la Serie de Literatura Coreana, con cerca de
cien títulos publicados.
Pronto convocamos al Premio Internacional de
Poesía Gastón Baquero, entre sus ganadores se encuentran los cubanos José
Abreu, Efraín Rodríguez Santana, Ramón Fernández Larrea, Jorge Luis Arcos; y
entre otros hispanoamericanos, el chileno Sergio Macías.
La poesía cubana es una presencia constante en
nuestro catálogo. Desde las poesías completas de Heredia, Casal, Juana Borrero
y Baquero, hasta obras de Gertrudis Gómez de Avellaneda, José Martí, Eliseo
Diego, Ángel Gaztelu, José Ángel Buesa, Nicolás Guillén, Manuel Díaz Martínez,
Armando Álvarez Bravo, Rafael Alcides, Juan Cueto, José Kozer, Zoé Valdés, Lourdes Gil, Jesús
Barquet, Isel Rivero, Orlando Rossardi, Iraida Iturralde, Lina de Feria,
Reinaldo García Ramos, Lilliam Moro,
Joaquín Gálvez, Lourdes Gil, y así hasta cerca de un centenar de autores y
obras, entre las que sobresalen los tres volúmenes canónicos de la Antología
de la poesía cubana de Lezama Lima y la impecable Antología de poetas
cubanas de los siglos XIX y XX, seleccionada y presentada por Milena
Gutiérrez Rodríguez.
Desde sus comienzo, Verbum se dispuso a ampliar
su vocación editorial hacia regiones más universales y humanísticas, acogiendo
en su catálogo obras de un carácter y una dimensión excepcionales, acogidas en
la colección Verbum Mayor, al cuidado de Pedro Aullón de Haro, como fueron los
siete volúmenes de Teoría del humanismo, dirigida por Aullón de Haro y
la colaboración de una veintena de especialistas; los dos volúmenes de la
monografía Barroco; los seis de Origen, progresos y estado actual de
toda la literatura del jesuita Juan Andrés (1740-1817), padre de la
literatura comparada y autor de la primera historia de la literatura universal;
así como monografías de G. Santayana, E. R. Curtius, María Zambrano, K. C.
Krause, P. Henríquez Ureña, K. Vossler, A. Eximeno, etc.
No deseo convertir esta entrevista en un catálogo
de títulos. Sí creo oportuno dejar, al menos, la huella de la trayectoria de
Verbum a lo largo de una treintena de años, como ha sido la compañía de poetas
españoles (Jaime Siles, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca, Luis
García Montero, Antonio Colinas…); hispanoamericanos (Darío, Neruda, Sergio
Macías, Santiago Sylvester, Noni Venegas, Hugo Gutiérrez Vega, Eduardo
Zepeda-Henríquez y nuestro más cercano compañero de ruta, el boliviano Pedro
Shimose, entre otros.
Un libro del que me siento particularmente
orgulloso de haber publicado ha sido Adiós, mi Habana de la artista
norteamericana, Anna Veltfort, quien recoge en sus 250 páginas ilustradas su
memoria gráfica de los diez años que viviera en Cuba. Para mí, salvo las
evidentes distancias, equivalente solo a Mauss.
- Sabemos que a la par
desarrollaste una intensa actividad política…
Conciliadas con mi labor editorial he podido
desarrollar otras actividades políticas y culturales, como haber sido
corresponsal en España de Radio Martí a lo largo de unos diez años; y
haber estado junto a la doctora Martha Frayde, recién salida de la cárcel, en
la creación del Comité Cubano pro Derechos Humanos, activo hasta 2013.
Igualmente, participé en la fundación de dos revistas, igualmente comprometidas
tanto en lo político como en lo cultural. La primera, en 1996, fue, junto a
Jesús Díaz, Encuentro de la Cultura Cubana, con el propósito de abrir un
espacio de diálogo –opuesto al modelo de sociedad intolerante y dictatorial de
la Isla– entre los cubanos del exilio y los del interior, que quisieran
participar, más los especialistas extranjeros los especialistas extranjeros.
Aunque sólo ejercí como director adjunto hasta el número tres, continué
colaborando esporádicamente hasta su cierra en 2009.
La otra publicación en la que participé fue en la
fundación de la Revista Hispano Cubana, en 1998, una publicación nacida
en el esfuerzo común de la sociedad política española y del exilio cubano en
España. Durante décadas realizó una extraordinaria labor de denuncia al régimen
cubano y de soporte al pensamiento y la creación literaria de cubanos de ambas
orillas.
… aunque también cultural fuera de
los límites de Verbum, ¿no?
Durante años he dictado conferencias y seminarios
sobre literaturas cubana e hispanoamericana en universidades de España,
Francia, Italia y Estados Unidos; así como cursos de Introducción a la
Literatura Coreana para un máster en Estudios Orientales del Instituto de
Estudios Orientales de la Universidad Complutense, circunstancia en la que
publiqué una Breve historia de la literatura coreana (2018).
En 2019 el Ministerio de Cultura de Corea premió,
en un solemne acto de reconocimiento en Seúl, la importancia de la prolongada
labor que había desarrollado en la difusión en el ámbito hispánico de la
cultura, la historia y las letras coreanas. Presentes numerosos amigos,
escritores y traductores coreanos en cuyo afecto y simpatía pude verificar, una
vez más, el carácter cordial y abierto que diferencia a los coreanos del celo
reservado chino y de la codificada rigidez japonesa.
- ¿Qué pasó con Verbum cuando te
retiraste?
Por razones ajenas a nuestra voluntad, Aurora y
yo tuvimos que jubilarnos en 2019. La legislación española imponía trabas a los
jubilados para continuar ejerciendo labores de dirección en su empresa. Negados
a clausurar la existencia de Verbum tuvimos la suerte de encontrar en un
vocacional editor, el joven cubano Luis Rafael Hernández, escritor y poseedor
de una sólida formación académica, a quien transferimos los poderes necesarios
para continuar y expandir la ya veterana trayectoria de Verbum.
Desde entonces, reservé para mí la condición de senior
editor y la dirección de dos colecciones, la Biblioteca Cubana y la Serie
Literatura Coreana, en las que trabajo desde mi despacho en casa.
En 2015 celebramos los 25 años de Verbum en los salones del Instituto Cervantes, en compañía de un nutrido grupo
de amigos y colaboradores: consejeros, lectores, autores, traductores,
correctores, portadistas y maestros del arte de la tipografía actual, todos
ellos corresponsables de la trayectoria que se celebraba.
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